En el hotel nadie lo sabe, por lo
menos eso creo. Porque si se enteran los jefes, me cae una gorda, muy gorda,
gordísima. Y después me ponen de patitas en la calle, seguro. Pero, aparte de a
la Reme, necesito contárselo a alguien más, razón por la cual con su permiso voy
a relatarles la extraordinaria aventura que estoy viviendo desde hace unas
semanas.
En primer lugar, me presentaré: tengo
cincuenta y seis años y digamos que me llamo Engracia. Para ser sincera ése no
es mi verdadero nombre, es el de una tía mía del pueblo ya que, como pronto comprenderán,
por prudencia no es sensato que ofrezca datos personales que faciliten mi
identificación. La cuestión es que desde hace seis años soy empleada de la limpieza
en el Hotel Marysol de Vigo (por favor, síganme ustedes la corriente, claro que
ni el establecimiento se llama así ni está en Galicia). Hace casi un mes el
arrendador del piso que tenía alquilado, por cierto un piso precioso, con mucha
luz, bien situado y económico, me echó de la vivienda. Por lo visto había
encontrado otro inquilino dispuesto a pagar una renta muy superior a la mía. El
hijo de Satanás –perdonen ustedes la fea expresión-, acogiéndose a una cláusula
del contrato, una de esas que hay que leer con lupa de muchos aumentos y luego
resulta que puede tener seiscientas interpretaciones distintas, me obligó a
desalojar en el plazo de tres días. Menudo disgusto, con lo bien que estaba en
ese pisito y las amigas y vecinas tan simpáticas y amables que tenía: la Colasa,
la Pura, la Robustiana... Como buenamente pude recogí las cosas y las guardé en
el almacén de un primo de mi difunto esposo, a la espera de encontrar otro
alojamiento digno y asequible acorde con mis escuetos ingresos.
Entre tanto debía buscar una
pensión para ir tirando, aunque la primera noche me dije ¿y con todas las
habitaciones libres que hay en el hotel vas a pagar por dormir en un cuchitril
asqueroso? Ni corta ni perezosa, me metí en un cuarto vacío de la tercera
planta. Pensé que no hacía mal a nadie y encima después lo iba a dejar como los
chorros del oro. Fue entonces cuando empezó toda esta historia. Yo, que nunca
he salido de mi provincia, que ni siquiera he ido a Benidorm con la ilusión que
me hace, esa noche soñé que conducía un BMW a toda velocidad por una autopista
de Austria o de Alemania, no sé, en los carteles todas las poblaciones tenían
nombres terminados en –burg, –berg, -tadt,
-brück o cosas por el estilo. En el
sueño yo era un hombre y además con bigote, con lo poco que a mí me gustan los
bigotes y las barbas. Paraba a tomar una cerveza y unas salchichas en un bar de
la carretera y entendía y hablaba el alemán a la perfección. Luego de atravesar
la Selva Negra o como se diga visitaba una fábrica de algo y me entrevistaba
con un joven muy finolis y emperifollado que se llamaba Helmut y me hacía un
pedido de mil toneladas de no sé qué producto químico, un encargo que en un
plis-plas me reportaba una ganancia de un millón de euros, lo cual me puso muy
contento. Fue un sueño entretenido, el tentempié del bar estaba bien y nunca
había conducido un BMW, bueno ni un BMW ni nada, porque no tengo carnet de
conducir. Además, el chico ese finolis después de enseñarme la fábrica me
invitó a una copa de champán y unas chocolatinas, qué detalle; para mis cortas entendederas
que era un poquito gay y pretendía flirtear conmigo, porque en su despacho
solo se escuchaba música romántica italiana y en un momento dado creo que me
hizo morritos y hasta me guiñó un ojo. Pero de ahí no pasó la cosa, ¿eh? No
vayan ustedes a formarse una opinión equivocada, que una será pobre, pero no es
ningún pendón verbenero.
Por la mañana, haciéndome la tonta,
le sonsaqué a Matías el recepcionista (que sí, que no se llama Matías) la
identidad del último huésped de la 307. Era un hombre de negocios granadino que
estaba de paso en un viaje a Alemania. Me enseñó su foto y me quedé patidifusa:
era el mismo rostro que había visto en el retrovisor del coche aquella noche. Acababa
de soñar lo que le había pasado o iba a pasar a ese fulano en los días
siguientes a su pernoctación en nuestro hotel.
Discurrí luego que al fin y al cabo
todo había sido un sueño, que mi subconsciente debió grabar su cara y algunas
frases pronunciadas hacia su teléfono al cruzármelo en algún pasillo, en el
hall o incluso en el aparcamiento. La Robustiana me confesó una vez que a menudo soñaba cosas que luego iban y le
ocurrían, no obstante siempre he pensado que la Robustiana es un poco bruja,
buena persona sí, muy buena, pero un poco bruja y además, las cosas le ocurren
a ella, no a otras personas a las que no tiene el gusto de haber sido
presentada.
La noche siguiente dormí en la
habitación 504. Volví a soñar. Esta vez
tenía unos treinta años menos, era rubia y vestía de marca. Tenía un
tipito encantador, nada de los setenta y dos fofos kilos que arrastro día sí y
día también detrás del carrito de la limpieza. Además, iba acompañada de un
galán. Sí, táchenme de anticuada, pero esa es la palabra: galán. Un joven
hombretón, alto, con los ojos azules, elegante, que estaba de toma pan y moja. Era
por la tarde y asistíamos en un local muy chic a la entrega de unos importantes
premios literarios. Yo, que decían que era una prometedora escritora, lo cual en
ese mundillo creo que equivale a decir que eres ocho ceros a la izquierda, había
sido nominada al galardón de poesía. Era la primera oportunidad de salir en
prensa, de ver mi nombre en los envidiables titulares de las secciones
culturales. Tenía los nervios a flor de piel, estaba como un flan, quería
morderme las uñas y comerme los dedos pero me tuve que reprimir dada la
seriedad del certamen, lleno de críticos y fotógrafos. Finalmente no conseguí
nada, ni un miserable diploma o una de esas menciones honoríficas que en ocasiones
otorgan a los perdedores. Aquello me entristeció mucho, sentí que el mundo se
derrumbaba, que todos mis esfuerzos habían sido en vano. Cuando salíamos del
evento, mi guapo acompañante me susurró dulcemente: “Querida, tú siempre serás mi campeona. Esta noche te ofreceré un
premio muy especial, un premio que mereces y solo yo puedo darte. Olvidarás enseguida
toda esta sucia patraña. Estoy convencido de que mañana escribirás los versos
más bellos de la historia.” Hubiera deseado vivir la entrega de aquel
apasionante premio, pero justo en el momento más inoportuno sonó la alarma de
mi reloj Kasio y me desperté.
Ni que decir tiene que intenté y
pude averiguar que la anterior huésped de la 504 respondía plenamente a los
rasgos del personaje soñado. Cuando me enteré, entendí que o el hotel o yo estábamos
encantados.
Sin embargo, todo lo ocurrido lejos
de asustarme me estimuló. Así es que decidí seguir durmiendo en habitaciones libres
cada noche. Me di cuenta de que disfrutaba viviendo y sintiendo como otras
personas que no tienen que cargar a diario con la fregona y el aspirador, que
no están condenadas a limpiar retretes ni cambiar toallas o sustituir rollos de
papel higiénico, que pueden llevar existencias felices o desgraciadas, pero
siempre distintas a la aburrida rutina de una mini-mundi como yo. Cuando me
alojé en la 409 piloté un moderno aeroplano y aterricé en la Costa Azul; transportaba
a unos pasajeros muy adinerados que me dieron una excelente propina. Cuando lo
hice en la 110, descubrí que mi marido me la pegaba con otra y le lanzaba una
botella, partiéndole el cráneo y provocando mi detención por la policía, fue
muy divertido. Cuando me atreví a dormir en una suite, en la 701, si bien
reconozco que recibí unos duros golpes, pude experimentar el placer que se
siente cuando noqueas a un negro irlandés de ciento veinte kilos en el tercer
asalto, con un crochet de izquierda. Y así noche tras noche, de habitación en
habitación.
Esto que me ocurre y ahora ya
conocen, antes solo se lo había contado a la Reme, que es mi mejor amiga; ella me
aconseja que lleve mucho tiento y dice también que parece que esté drogada con
todo este maltraer, como lo llama la boba. Yo creo que en realidad tiene celos,
pues a la infeliz la abandonó el cabrito del Fulgencio hace dos años, dejándola
con lo puesto y poco más. Como se ha propuesto vivir y morir siendo una amargada,
pretende que las demás nos solidaricemos con su causa. Pero yo no estoy
dispuesta, yo voy a seguir a lo mío, a ser una secundaria de día y una estrella
de noche. Ojalá que no se enteren en el hotel porque entonces sí, entonces se
acabó la fiesta. Por favor, guarden el secreto.
Eres tremendo amigo, esta historia es muy loca, cuantos relatos dentro de la misma, es cual una película que se enciende a ramalazos y fascina al espectador sorprendiéndolo.
ResponderEliminarMe encanta tu fina ironía, lo disfruté.
Un gran abrazo.
Gracias, Luis. Así pensé la historia, como un guión de cine. Me ha encantado que tú lo hayas visto como una película porque era esa mi intención. Y si te has divertido, pues lo celebro mucho, de verdad, pues también lo intenté. Gracias y un fuerte abrazo. FELIZ 2014 para ti y los tuyos.
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