The dream collector - Hano Deckrsen (Brasil)
A mí, para
ser sincero, los coleccionistas me dan grima. Siempre los miro de reojo y
procuro mantenerme al margen. Jamás me atrevería a preguntar a ninguno de ellos
por su afición, ya que podrían contestarme o, lo que es peor, intentar explicarme
algo, entrar en concienzudos detalles sobre alguno de los apasionados productos
de los que hacen acopio y que, la verdad sea dicha, me importan un pito. No
entiendo cómo a nadie puede entusiasmarle observar lepidópteros muertos, vitolas
para habanos desaparecidos, chapas oxidadas de espumosos, monedas nigerianas,
escarabajos peloteros o estampillas de la Guayana Holandesa del período de
entreguerras. Pero, por favor, no me malinterpreten, eso no significa que un
servidor haya perdido el respeto por cualquier tipo y grado de excentricidad.
Considero y defiendo que cada cual es muy libre de elegir sus desequilibrios o
psicopatías. ¡Faltaría más!
Vengo a
decir todo esto porque hoy me he acordado de mi vecino de arriba. Era uno de
ellos, un coleccionista. Pero no uno cualquiera. Ese tipo era un crack. Porque
en lugar de objetos tangibles, el buen hombre se dedicaba a almacenar sonidos.
No, no estoy loco. Cada día era testigo de la extraordinaria y variopinta
colección de ruidos, gritos, lloros, silbidos, golpes, ronquidos, voces,
susurros, crujidos, músicas, gemidos, etcétera, que ese personaje acaparaba y
que no sé dónde guardaba, ni qué pinta tenían, por cierto.
A veces me
lo encontraba en el ascensor y comprobaba que le costaba dar los buenos días,
decir hola, adiós o hasta luego. Seguramente debía pensar que cada palabra que
salía de su boca es una pérdida, un sonido que huía y nunca más podría
recuperar. Yo lo entiendo, sé por fuentes serias y solventes que esa gente es
muy obsesiva, muy suya. Que no les gusta prestar ni compartir sus preciados
objetos de deseo. Son capaces de machacarte con una clase magistral sobre
cualquiera de ellos, pero lo que es compartir el más inútil y despreciable, eso
ni por asomo.
Tal vez por
esa misma razón, aquel sujeto se concentraba en disfrutar su colección en lo
que entendía que era la intimidad de su casa y en los momentos más inesperados.
Como cuando un domingo a las ocho de la mañana sacaba del baúl el estrépito de
una taladradora. Me imagino que, emocionado al contemplar, oler, palpar y
escuchar ese sonido, no reparaba en la delgadez de las paredes y los suelos. No
era consciente de que estaba compartiendo –verbo maldito como he dicho para
cualquier coleccionista- sus valiosos tesoros con extraños, ajenos además a su
sacrosanta afición. Igual ocurría algunas noches, cuando difundía los gemidos
del placer sexual de una pareja o unos ronquidos temiblemente estertóreos.
Nunca llegamos a saber si el habitante de la puerta catorce tenía un canario o
solo poseía el sonido de su canto, que amenizó tantos de nuestros amaneceres.
Me hubiera
gustado conocer un poco más a aquel taciturno personaje, no tanto por curiosear
en sus pertenencias como para poder ahora explicarme el cariño que
tenía a la palabra «Maldita», detrás de la cual saltó desde su ventana del
quinto piso.
Salto solo o con ayuda?
ResponderEliminarIgual el cuento es muy bueno.