A ese personaje secundario, al que
según la leyenda la malvada madrastra encargó que matase a Blancanieves y le
llevase su corazón en un cofrecillo como prueba del crimen, mucha gente ha
llegado a santificarlo. Pero no. Ya está bien. Es hora de contar la verdad, de
acabar con los fraudulentos mitos de los cuentos infantiles. Ese tipo era un
auténtico granuja, un psicópata, además de un incompetente supino.
Lo que sucedió en realidad es que
Blancanieves no era tan palurda como la pintan, y se olió la tostada. Sabía que
aquel malcarado individuo, con barba de varios días y una pestuza a sudor que
no se podía aguantar, no le acompañaba precisamente para coger florecillas
silvestres. Que lo más probable era que tramase violarla, venderla como esclava
sexual, matarla y vender sus órganos (todos menos el corazón, pero eso ella no
lo sospechaba). Como consecuencia, en un momento dado la princesa le despistó
diciendo que a través de la espesura del bosque acababa de ver un jabalí; el
idiota se lo tragó y fue a buscarlo. Hay que tener en cuenta que en aquella
época, en la que aún no existía la Organización Mundial de la Salud, un jabalí
era un jabalí y el hombre, que iba de sobrado por el encargo que le había hecho
la reina, sin saber que había sido elegido por descarte, casi, casi como plan
Z, pensó que podía cazar al puerco y luego beneficiarse a la doncella. Pero
cuando volvió, ésta ya había desaparecido.
El muy inútil tuvo sin embargo la
enorme suerte de que pasara por allí, en ese momento, el octavo enano, el enano
pedante, un capullo insufrible que como de costumbre se había escaqueado de su
trabajo en la mina y empezó a vacilar con supuestos conocimientos cinegéticos. Mientras
el enano soltaba el rollo, el cazador sacó un puñal y le rebanó el pescuezo.
Luego extrajo su corazón y se lo llevó a la reina, asegurando que era el de
Blancanieves.
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