Estoy
sentado al borde de un precipicio con las piernas colgando sobre el vacío. Desde
cierta distancia y utilizando un megáfono, el imbécil del sheriff intenta
convencerme de que permita acercarse a los de emergencias para acompañarme a
casa. Esos patanes ignoran que mi actual grado de demencia no contempla el
suicidio. Y tampoco lo saben los de las televisiones. Solo espero que, detrás
de la pantalla, Linda reconsidere mi invitación al baile del instituto.
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