El flautista, contratado por el
pueblo para limpiar de ratas el país, comenzó a hacer sonar su instrumento. De
repente, las calles se inundaron de diputados, senadores, consejeros,
ministros, familias reales, alcaldes, secretarios, vicesecretarios, directores
generales, presidentes de aquí y vicepresidentes de allí, delegados de esto y
de lo otro, asesores, sindicalistas podridos y demás roedores del dinero
público. El mágico intérprete guió a estas decenas de miles de parásitos
ineptos hasta la boca de un activo volcán, en el que se fueron lanzando de
manera autómata.
Cuando regresó para cobrar la
correspondiente factura, como la crisis ya había terminado, los ciudadanos,
agradecidos, obsequiaron al flautista con un plus de productividad. Y todos
fueron felices y comieron perdices.
Colorín, colorado, este cuento se
ha acabado.
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