«Mi
teniente, con su permiso, deje que le explique lo ocurrido. Todos sabemos que
hay hombres que nacen con cuerpo de mujer y viceversa, cosa que comprendemos y
aceptamos como no podía ser de otra forma. Ojalá mi caso fuese parecido, pues
con un tratamiento u operación resolvería el problema. Pero resulta que yo he
nacido perro en un cuerpo humano, y ese error o capricho de la naturaleza,
llámelo como quiera, tiene difícil -por no decir imposible- remedio. La ilusión
de mi vida, por la que daría lo poco que tengo, es ser perro policía. Detectar
mediante mi prodigioso olfato alijos de hachís o cocaína en los contenedores
del puerto; inmovilizar a un sospechoso rodeando su cuello con mis fauces, después
de haber saltado una pared de dos metros y haberle quebrado alguna
articulación; salvar a un bebé de una muerte segura, atravesando un edificio en
llamas o adivinando su existencia bajo las ruinas de un terremoto. Cosas que
hacemos los perros, vaya. Como lo sucedido esta mañana durante las prácticas:
se me ha ido la pinza, se me han cruzado los cables y ha prevalecido mi instinto
canino. Le suplico que considere esta declaración como un atenuante y no me
apliquen el reglamento con todo el rigor.»
Eso es lo
que he manifestado, detrás de un bozal tipo Annibal Lecter, al oficial de
turno. Este me ha contestado que después de haber despedazado a dentelladas las
nalgas de Gutiérrez, no tiene más remedio que mantener el arresto y tramitar mi
expulsión del Cuerpo. Que aquí no hay sitio para especímenes como yo. Que vuelva
al pueblo y hable con el pastor, para ver de cuidar su rebaño a cambio de unos
huesos.
Temo que esa
expulsión se verificará en cuestión de horas. Espero que no me diagnostiquen la
rabia y mi víctima no entable una demanda judicial, lo que empeoraría aún más la
situación. Después de pensarlo mucho, creo que la única alternativa va a ser
someterme a una castración química y encontrar a un invidente al que servir
como lazarillo.