Estaba yo comiéndome una ensalada
en el bar del polígono. Comiéndome una insípida y monótona ensalada, cuando de
repente me sobrevino el deseo de abandonarlo todo. Dejar mi trabajo. Dejar mi
familia, mis amigos. Dejar mi casa. Dejar mi ciudad, con su mierda de
edificios, su mierda de tráfico y su mierda de polución, que nos mata a todos
poco a poco, en silencio. Huir. Huir al sitio más remoto de este mundo inmundo.
A algún rincón donde hubiese poca gente o ninguna, donde la civilización
estuviese a una distancia saludablemente lejana. Porque, como dijo Bukowski, «se
empieza a salvar al mundo salvando a un hombre», y yo, con una triste ensalada
delante, necesitaba en ese instante salvarme a mí mismo para empezar a salvar a
la humanidad.
En estas llegó Juan, el camarero, y
me sirvió el segundo plato. Al contacto del contenido de la primera cucharada
con mi paladar, experimenté un orgasmo de sabores, mientras un coro de ángeles
iniciaba un fascinante concierto dentro de mi cabeza. Aquello no era paella, en
absoluto. Aquello no respondía a la típica combinación de arroz, pollo, conejo
y verduras. Aquello era un auténtico maná celestial, Aleluya. ¡Aleluya! Tuve
que reprimir las ganas que me entraron de correr hacia la cocina, postrarme ante
Amparo y ensalzarla con una retahíla de hosannas y clamar «bendita seas entre
todas las cocineras y benditos sean los frutos de tus fogones». En lugar de
ello seguí comiendo. Lenta, pausadamente, con los ojos cerrados para
concentrarme en las mágicas sensaciones que aquel guiso me proporcionaba
mientras gruesos lagrimones rodaban por mis mejillas.
Cuando terminé, solo deseaba regresar a la fábrica, colocarme las gafas de seguridad y continuar soldando una inacabable colección de tubos de acero cuya finalidad me importaba un comino. Fichar a las seis, arrancar el coche y volver a mi ciudad, con su mierda de edificios, su mierda de tráfico y su mierda de polución. Volver a mi casa, con mi familia y mis amigos. Buscar los libros de Bukowski y tirarlos a la basura, mientras le decía a ese tío: «Te creías muy listo, pero nadie puede salvar al mundo, capullo, y yo menos que nadie».
Cuando terminé, solo deseaba regresar a la fábrica, colocarme las gafas de seguridad y continuar soldando una inacabable colección de tubos de acero cuya finalidad me importaba un comino. Fichar a las seis, arrancar el coche y volver a mi ciudad, con su mierda de edificios, su mierda de tráfico y su mierda de polución. Volver a mi casa, con mi familia y mis amigos. Buscar los libros de Bukowski y tirarlos a la basura, mientras le decía a ese tío: «Te creías muy listo, pero nadie puede salvar al mundo, capullo, y yo menos que nadie».
No hay comentarios:
Publicar un comentario