Hoy es
jueves 3 de junio de 1971. Me llamo Ralph Carroll, pero en los rings me conocían
como La Bestia Carroll. Y no andaban
desencaminados quienes eligieron ese apelativo. Porque al final, la bestia que
llevaba dentro surgió aquel maldito 18 de octubre de 1954 en el que maté a un
hombre en el Sports Arena de Toledo, Ohio.
Yo tenía
veinticinco años. Duncan Crawford, de San Diego, solo treinta y tres. Casado y
con tres hijos, estaba a punto de retirarse. Me ensañé con él sin ser necesario,
ya le había derribado en tres ocasiones. El combate estaba ganado y Bobby me
rogó en la esquina que tuviese compasión. Pero desatendí las instrucciones de
mi preparador. No sé cuál pudo ser la razón, no intentaré justificarlo
argumentando que Duncan me recordaba mucho a un blanquito llamado Alvin, algo
mayor que yo, que cuando éramos críos nos puteaba constantemente en las sucias calles
de un suburbio de Filadelfia. Tampoco culpabilizaré al entrenador de Crawford,
que pudo lanzar la toalla y no lo hizo, o al referí que no detuvo la pelea a
tiempo de salvarle la vida. Porque el que acabó con ella fui yo, con aquel
golpe definitivo que me ha atormentado desde entonces, con el que he soñado de
noche y de día durante casi diecisiete años.
No alcancé
la redención al retirarme completamente de la práctica de ese mal denominado
deporte. No alcancé la redención cuando fui ordenado pastor de la iglesia baptista.
No alcancé la redención por permanecer diez años en África ayudando a los
necesitados. Pero hoy soy feliz, porque el momento de mi redención ha llegado.
Quiero que después de que me vuele la cabeza aquí, en el hall del Hospital de
la Universidad de California, extraigan mi corazón y se lo implanten a Andrew
Crawford, el primogénito de Duncan, que está ingresado en este centro y
necesita un trasplante para sobrevivir.
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