Mientras
corría solo por la campiña bajo una espantosa tormenta, a Fernando le alcanzó
un rayo. Su cuerpo se vino abajo, desmadejado, con la indeleble marca de una
quemadura en el temporal izquierdo. Lo que Fernando ignoraba, porque nadie
nunca en ningún lugar había sobrevivido para contarlo, es que cuando te fulmina
un rayo y tu corazón se detiene y casi todas las partes del organismo se
declaran en huelga indefinida, tu cerebro sigue funcionando. Las neuronas, posiblemente
estimuladas por la descarga eléctrica, persisten en trasladar información a
través de la materia gris durante un período de tiempo imposible de determinar;
tal vez segundos, tal vez minutos, cualquiera sabe. En tanto continuaba
lloviendo sobre el inmóvil cadáver, sobre unos restos que ya no percibían ni la
humedad ni la ventisca ni el frío, Fernando tuvo dos últimos pensamientos. Primero
reconoció la nefasta decisión de salir a hacer jogging con los espesos, negros
y gigantescos nubarrones que auguraban la peor fatalidad en un firmamento que ahora
no conseguía ver, porque la conexión con sus ojos estaba interrumpida. Después
se arrepintió de haber asesinado horas antes a su esposa Rebeca y al hombre con
el que la sorprendió amándose apasionadamente, concluyendo que el destino
acababa de impartir justicia.
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