Hace tres días Teresa, mi novia, me
convenció (¡Já!) de que debíamos dar la vuelta al colchón. “Mi amiga Claudia, que está muy enterada (¡Já!) me ha asegurado que es muy conveniente volverlo del revés cada tres o seis
meses, pues así se conserva mejor durante más tiempo”, dijo. No pensaba
discutir por cuestión tan trivial y le ayudé a hacerlo sin la mínima réplica.
El día siguiente a dicha maniobra amanecí
con un inusual buen humor. Había tenido un sueño fantástico que empezaba con mi
resurrección; mi cuerpo se levantaba sobre mis pies mágicamente del suelo, se
abrían mis ojos, mi sangre volvía a sus venas, desaparecía un tremendo dolor en
mi pecho del que salía una limpia bala que se introducía por el cañón del
revólver de un tipo que dejaba de apuntarme y guardaba el arma en el bolsillo
de su gabardina. A continuación ambos caíamos al suelo para devolvernos unos
golpes, nos incorporábamos, dejábamos de zarandearnos y forcejear, concluíamos
una discusión por algo que no recuerdo y deponíamos juntos en amigable armonía
unos muchos tragos en la barra de un bar, del que acababa saliendo de espaldas
perfectamente sobrio, desfumando un pitillo. Aunque insólito y raro hasta decir
basta, estoy por afirmar que resultó uno de los mejores sueños de mi vida.
Pero ayer fue terrible, fue
horroroso. Desperté sobresaltado, sudado, taquicárdico. Las imágenes y
emociones de ese sueño aún no terminan de borrarse de mi mente: comenzaba con
una eyaculación y un orgasmo en sentido contrario, algo simplemente inimaginable
por imposible pero que según las sensaciones que percibí sería lo más penoso y doloroso
que podría existir, una especie de tortura física y psíquica al mismo tiempo. Siguió
con mi cuerpo sobre el de Claudia, luego rodé yo debajo de ella, dejamos por
este orden de lamernos, manosearnos, acariciarnos y besarnos, recogimos
nuestras ropas del suelo al tiempo que nos vestíamos impetuosamente el uno al otro y abandonamos el
dormitorio mientras disminuía la pasión, entrando de espaldas y cogidos por la
cintura a una sala donde nos esperaba el cadáver de Teresa en un ataúd.
Por la tarde, aprovechando que
Teresa fue a la peluquería, deshice la cama y devolví el maldito colchón a su
anterior posición, no sin antes estampar una clara señal en su lado inmundo.
Y anoche, mientras dormía de nuevo como
un bendito, volví a hacer el amor –esta vez como Dios manda- con Claudia, la
experta en colchones (¡Já!) a quien no conozco personalmente, pero que está
como un tren.
Con la simpatía de los sueños, expones la subconciencia de los hombres.
ResponderEliminarSaludos. :D