Nunca le ha interesado el arte, tampoco
ahora, pero desde hace tres años Juan acude todos los días al Museo. Su
recorrido es invariable: entra, saluda con amabilidad al conserje, sube
lentamente al primer piso y accede a la sala 5, donde se sienta, siempre frente
al mismo cuadro. Los celadores ya no se sorprenden, todos conocen la historia
del anciano visitante; la mujer del óleo, recreada hace más de cuarenta años por
un pintor excelente aunque poco conocido, era su esposa. En la tela se la ve
sentada en una mecedora, con un libro en su regazo, mirando de soslayo al
espectador. Los ojos y el semblante de la joven, enmarcados en un bello rostro
latino, evocan una sensación de paz y sosiego que no pasa desapercibida al observador.
Cada día, el hombre llega a las doce y permanece quince minutos ante la
pintura, despidiéndose con un “Hasta
mañana, Isabel”. Una vez alguien le preguntó por qué seguía viniendo. “Maldito idiota”, pensó entonces la mujer
del cuadro sin mudar su dulce expresión, “cualquiera
entendería que Juan necesita transmitirme que me seguirá amando hasta el final”.
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