El Presidente de aquella potencia
extranjera se quitó la chaqueta, desanudó su corbata y se desprendió de ella,
mostrándose descamisado, en el transcurso de una relevante cumbre internacional
televisada en directo. Acababa de lanzar al mundo el mensaje subliminal de que
no es necesario vestir dicha prenda para seguir fingiendo, con éxito, ser una
persona seria e íntegra. Que sin corbata, incluso se simula y se embauca mucho mejor.
Acto seguido, muchos de sus homólogos en países aliados o satélites imitaron la
acción del gran innovador, del indiscutible líder de las nuevas tendencias.
Desde entonces se impuso, entre personajes (públicos o privados) corruptos, deshonestos
y farsantes, la moda de prescindir de un inútil complemento cuya utilización, entre
ellos y hasta poco antes, era incuestionable. Esa estrategia les permitía camuflarse
más fácilmente entre la gente honrada.
A raíz de todo eso mi opinión mudó
radicalmente; ahora he empezado a respetar más a los encorbatados y me
atrevería a decir que según cómo y según cuándo, hasta podría confiar en algunos
de ellos.
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