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viernes, 5 de abril de 2013

El cuadro que mira a un hombre




Nunca le ha interesado el arte, tampoco ahora, pero desde hace tres años Juan acude todos los días al Museo. Su recorrido es invariable: entra, saluda con amabilidad al conserje, sube lentamente al primer piso y accede a la sala 5, donde se sienta, siempre frente al mismo cuadro. Los celadores ya no se sorprenden, todos conocen la historia del anciano visitante; la mujer del óleo, recreada hace más de cuarenta años por un pintor excelente aunque poco conocido, era su esposa. En la tela se la ve sentada en una mecedora, con un libro en su regazo, mirando de soslayo al espectador. Los ojos y el semblante de la joven, enmarcados en un bello rostro latino, evocan una sensación de paz y sosiego que no pasa desapercibida al observador. Cada día, el hombre llega a las doce y permanece quince minutos ante la pintura, despidiéndose con un “Hasta mañana, Isabel”. Una vez alguien le preguntó por qué seguía viniendo. “Maldito idiota”, pensó entonces la mujer del cuadro sin mudar su dulce expresión, “cualquiera entendería que Juan necesita transmitirme que me seguirá  amando hasta el final”.


sábado, 23 de marzo de 2013

Sábado en el parque




El anciano obsequió al joven con un ‘Buenas tardes’ sentándose a su lado en el soleado banco, no sin antes colocar un folleto de propaganda entre la madera y sus glúteos, a modo de aislante. Al adolescente le impresionó el venerable aspecto de aquel hombre, cuya edad calculó sobrepasaría los setenta y cinco años; el hecho de que luciera un impecable traje con corbata oscura y se ayudara de un bastón, atrajo también su interés.


En un momento dado, mientras varios mocosos jugaban  correteando por las proximidades, el viejo esbozó un puchero y unas lágrimas comenzaron a recorrer sus mejillas. Preocupado por ello, su compañero de asiento le preguntó si se encontraba bien, si necesitaba ayuda. Tras secarse la cara con un pañuelo, en el que se distinguía la letra ‘P’ bordada en una de sus esquinas, el hombre comentó que no ocurría nada. Su tristeza, explicó, se debía a que desde hacía más de veinticinco años no dejaba de pensar ni un solo día en su única hija, que debido a un accidente de tráfico falleció junto al niño que esperaba, percance que poco después pasó también la factura de la vida a su propia mujer.


El joven, conmovido por la historia, sintió en ese instante que una poderosa y misteriosa energía les atraía irreversiblemente, por lo que de súbito le propuso un trato. ‘Usted perdió a sus seres más queridos y todos mis abuelos murieron antes de que yo fuera capaz de conocerlos; déjeme ser el nieto que nunca tuvo. Le aseguro que, excepto un poco de cariño, jamás le pediré nada a cambio’. El anciano sonrió con excepcional dulzura, le pasó la mano por su cabeza y dijo: ‘Bienvenido a la familia, muchacho’.



domingo, 10 de marzo de 2013

Llamémosle Pérez



Es un mendigo más, un vagabundo más, otro indigente cualquiera. Es una persona muy mayor, que arrastra su patrimonio por las calles de la ciudad empacado en una desvencijada maleta de ruedas. He visto muchas veces a ese transeúnte habitual por los barrios del centro y siempre he estado tentado de hablarle. Hoy, ese prójimo ha aceptado charlar conmigo cuando le he ofrecido un bocadillo y un cartón de vino barato.

El señor Pérez, llamémosle así, me ha contado que nació en la aldea de un remoto y frío lugar de la meseta, un lugar sin pasado, sin presente y, por supuesto, sin futuro. Sus padres explotaban (espero que los  verdaderos explotadores no se enojen si utilizo ese vocablo) una pequeña granja de animales; no vivían, simplemente sobrevivían y a muy durísimas penas. Pérez solo pudo asistir unos pocos años a la escuela, en la que, además de los números y las letras, le inculcaron una rudimentaria educación religiosa. Pero el señor Pérez me asegura que si hubiese un Dios y ese Dios fuese justo, no podría haber pronunciado esa frase que le atribuyen, más propia del presidente de la patronal, esa que dice “ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Porque, argumenta, hay mucha gente que acapara demasiado pan, más del que nunca podrá consumir, sin haber transpirado una puñetera gota en su regalada vida, gente que se sabe aprovechar, ¡y cómo!, de las transpiraciones ajenas. Al propio tiempo existen cientos de millones de personas que, por más que suden y se esfuercen, incluso por mucho que recen, jamás alcanzarán a obtener una insignificante y dura migaja. Según Pérez, si hubiese un Dios y ese Dios fuese justo, premiaría a los buenos y castigaría a los malos precisamente en esta vida, no en la hipotética que ha (o no) de venir. Y dice que eso es lo que todos los poderosos desean que los pueblos crean: que cuanto más suframos ahora, cuanto más dolor nos dejemos infligir, más ración de gloria nos tocará después de muertos.

A raíz de la inesperada muerte de su padre, Pérez abandonó el colegio. Su madre, muy enferma, necesitaba ayuda y él era el único hijo del matrimonio, el gran heredero de la ingente miseria familiar. Se afanó lo indecible en sustituir el trabajo de su progenitor mientras vivió su madre,  apenas unos años más. Después, decidió vender los pocos animales que le quedaban y emigró a la gran ciudad.

Si bien ese hombre, al que denominamos Pérez, reconoce que es un ignorante en cuestiones políticas, lo cual interpreta como una bendición, también afirma que nunca le ha gustado el sistema y que al sistema nunca le ha gustado él. Me ha comentado que, cuando llegó a la capital, se empleó en el comercio de un tío suyo como recadero y asistente, pero, tras una década de solemne fidelidad a cambio de exigua comida e incómodo catre en un recóndito rincón de la trastienda, a la muerte del viejo sus primos le dieron boleta.

El sinsabor del abuso y la injusticia hizo mella en el joven Pérez, que juró por su vida no volver a trabajar para nadie más. Si sus propios familiares le habían tratado peor que a un perro, odiaba imaginar qué tipo de consideraciones tendría contra él cualquier desconocido.

Con los pocos ahorros que guardaba inició una serie de pequeños trapicheos, comprando y revendiendo artículos usados y baratijas con ganancias raquíticas, ínfimas, despreciables. Hasta que hace unos años las autoridades empezaron a perseguir el mercadeo ambulante ilegal (o sea, el que no pasa por la santa Caja Municipal y por ello carece del sagrado Permiso Administrativo urbi et orbi con sus doce timbres y siete autorizaciones), Pérez fue un popular buhonero, asiduo de los rastros itinerantes y del cambalache encubierto. Igual te vendía una radio estropeada que un vetusto disco de Eydie Gorme y Los Panchos o un grifo de segunda mano para el lavabo o el bidet. Aunque malvivía, se sentía libre y, sobre todo, dichoso por no permitir que nadie se lucrara a su costa. Pero cuando la policía empezó a empapelar a los vendedores furtivos como él, que tantos y tan graves perjuicios ocasionan a la balanza de pagos nacional, tuvo que abandonar la actividad y su vida se vino abajo.

Desde entonces, el ser humano al que llamamos Pérez carga a todas partes con su artrosis y su maleta llena de recuerdos y trastos, viviendo de la caridad. Sostiene que los que más comparten son los que disponen de menos medios, que hay personas maravillosas en el flanco oscuro de la sociedad, en ese lado menos cool, que solo aparece en la sección de sucesos de los noticieros y jamás en los glamourosos reality-shows. El inframundo de los desamparados, los solitarios y los olvidados. El gran ejército de los condenados, que ojalá en la otra vida (si existe y porque en ésta es ya imposible) alcancen el pedazo de gloria que alguien, algún día y por interesados motivos, les prometió.