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miércoles, 19 de febrero de 2014

El filósofo del spray


Mi sencillo homenaje a José Luis y María Fernanda, artífices de un sueño llamado BiblioCafé en Valencia. Un bello sueño que ha durado solo cuatro años, pero que ha dejado un importante legado: el colectivo de autores "Generación Bibliocafé", que esperamos seguir produciendo historias y perpetuando su origen.


La noche había sido horrible. Mónica, mi esposa, instalada en el baño por obra y gracia del virus de moda, no consiguió relajar las tripas hasta que expulsó su primer biberón y Laura, la pequeña, requería mi permanente compañía debido a unas inoportunas pesadillas. Para acabarlo de arreglar, el gato, sensible a tales eventualidades, no cesaba de maullar y merodeaba arriba y abajo, impidiéndome también conciliar el sueño.

A primera hora de la mañana bajé medio zombi a la calle. Después de desayunarme el coche grafiteado, negro sobre blanco, con la leyenda “LA VIDA ES INJUSTA” y acordarme de la santa madre del ocurrente filósofo del espray, salí al trabajo disparado. Tan disparado, que no conseguí frenar a tiempo en un semáforo e hice añicos los cuartos traseros de un utilitario.

Tras cumplimentar con la víctima los inevitables papeles para el seguro y mientras seguía conduciendo, en la radio anunciaban la enésima subida de la factura eléctrica, el establecimiento de nuevos impuestos y más recortes en sanidad y educación. Para compensar, el gobierno aseguraba que, gracias a Dios, la economía se estaba recuperando.

Llegué casi con una hora de retraso a la oficina. Pérez, el jefe de personal más canalla que uno pueda imaginar, me recibió en su despacho para comunicarme con su detestable retórica que el ERE presentado por la compañía había sido resuelto favorablemente, por lo que a finales de mes causaría baja en la empresa. Me pareció muy chocante recibir el pasaporte justo cuando los sursuncordas patrios predicaban la aparición de la luz al final del túnel. Imagino que ellos y el resto de la sociedad transitamos por diferentes subterráneos.

Me correspondían varios días de vacaciones y, como después de dejarme los cuernos allí durante más de dieciocho años no entraba en mis planes regalar a esos desagradecidos ni una centésima de segundo del resto de mi existencia, reuní mis trastos en una caja de cartón y me despedí con rapidez de los pocos compañeros que de verdad merecían dicho apelativo.

Estaba nervioso cuando me puse de nuevo al volante. Decidí que la mejor forma de relajarme sería almorzar en un chiringuito frente al Mediterráneo. Para ser invierno, el día pintaba soleado y una suave brisa soplaba de poniente. Perfecto para instalarse con una birra y un bocata de calamares ante la arena de la Malvarrosa viendo pasar los yates y veleros de toda esa gente, libre de crisis y preocupaciones, a la que no le importa un comino los problemas de los demás.

Estacioné en un aparcamiento de la zona azul completamente desierto, evitando darle propina al gorrilla cuya ayuda ni solicité ni necesité, y me encaminé al kiosko más próximo. Tras el carajillo, después de declinar el establecimiento de relaciones comerciales con tres amables vendedores africanos, me quedé traspuesto y solo al cabo de una hora, la sirena de una ambulancia que circulaba por allí consiguió reanimarme.

Volví al coche y esta vez los chascos fueron dos. Uno, la multa del “agente de la ORA”, una denominación que podría utilizarse en un serial de espías, siempre y cuando al protagonista no lo disfrazaran como a nuestros paisanos. Otro, un neumático rajado, delito cuya autoría enseguida atribuí al gorrilla insatisfecho –y por cierto desaparecido- aunque, a fuer de ser sincero, no disponía de pruebas fehacientes para incriminarle.

Sustituí la rueda y luego fui a un taller a comprar otra. Superada ya la hora de la comida, pensé que sería una excelente idea sorprender a las niñas a la salida del colegio y merendar con ellas algo de la basura americana que les chifla. Ya relataría a Mónica las malas noticias en casa, más tarde. Iba hacia la escuela cuando tuve que parar para atender una llamada en el móvil. Era mi hermano Carlos; acababan de ingresar a nuestro padre de urgencia en el hospital, había sufrido una apoplejía.

Doblé en la primera esquina y puse rumbo al Clínico. Cuando llegué, mi madre se lanzó sobre mí, abrazándome. “Está muy grave”, dijo entre sollozos. “Tranquila mamá, saldrá de ésta, como siempre. Es fuerte”, fue lo primero que se me ocurrió contestar. Al cabo de más de dos horas acudió un médico para informarnos que lo tenían en la Unidad de Cuidados Intensivos. “Ahora está estable, vamos a vigilar su evolución. Váyanse a casa, aquí no pueden hacer nada. Si ocurriese algo les avisaríamos de inmediato. Pueden volver mañana a mediodía, les permitiremos verlo durante quince minutos.”

Entré en mi domicilio a la hora de cenar y antes de que pudiera destapar la boca para empezar a contar las terribles experiencias que ese día me había deparado, Mónica lo soltó de sopetón, sin anestesia: “Hola, cariño. ¿Sabes que me han dicho que cierran la librería del barrio?”

Fue la gota que colmó el vaso de mi paciencia, de mi estabilidad emocional, de esa flema personal que bajo ninguna circunstancia debe confundirse con el nauseabundo “meninfotisme”(1) que suele adornarnos. Me acerqué apresurado al armario de las herramientas y en uno de sus estantes encontré dos espráis de pintura negra que alguna vez, por olvidados motivos, había comprado en la tienda de los chinos. Reposaban, pacientes, aguardando su momento de gloria. Esa noche me hinché a rotular vehículos en la Avenida de Aragón con la incontestable sentencia de mi querido colega: “LA VIDA ES INJUSTA”.





(1) Meninfotisme: en lenguaje valenciano, actitud consistente en mostrar indiferencia y desinterés por todo, incluso por cosas que habrían de preocupar o interesar . Es una característica atribuida a buena parte del pueblo valenciano.


jueves, 6 de febrero de 2014

La indescriptible ilusión



Te levantas cada noche a la hora aproximada en la que tus jóvenes vecinos acaban de pegar el segundo polvo. A veces ni siquiera has podido dormir, porque la algarabía de los adolescentes que participan en las mangas preliminares del botellón no lo ha permitido. Mojas tu cara con agua fría, te clavas el uniforme y enfrentas la helada madrugada con la indescriptible ilusión que proporciona ese trabajo de mierda, gracias al cual obtienes un sueldo miserable que consigue hacer mucho más ricos a tu patrón y a los dueños de Mercadona (siempre fuiste un patriota). Ese empleo, por llamarlo algo, consistente en pasar la máquina barredora y joder los sueños de quienes aún se los pueden permitir. Porque, reconócelo, en el fondo disfrutas cuando armas barullo con ese maldito vehículo eléctrico, aspirando la basura y los excrementos de las mascotas de los pijos mientras éstos se revuelven en sus lechos, acordándose de todos tus muertos a las seis de la mañana. A falta de otros incentivos, te recreas en los barrios residenciales; pasas sin prisa dando caña a los motores, succionando a todo meter para dejar esas vías como una esplendorosa patena. En tu pecho llevas prestado el escudo del Ayuntamiento, un emblema que suele otorgar algún privilegio insignificante. Además, no eres tú el que dispone los horarios, necesitarías estar loco o ser un redomado masoquista para imponerte semejante sacrificio. Hasta que un buen día, al doblar una esquina, un desconocido te agarra del cuello, te extrae de la cabina y empieza a patear violentamente tu hígado en tanto la máquina sigue avanzando con lentitud por la desierta acera. Intentas reincorporarte, pero el agresor vuelve a lanzarte al suelo y esta vez te pisa la cara y te rompe el radio. El robot limpiador prosigue su marcha y acaba colisionando contra un coche por allí estacionado. Al día siguiente, con un ojo amoratado y el brazo en cabestrillo, los jefes te obsequian con un lindo finiquito, al tiempo que exigen que les des las gracias por no descontarte los costosos destrozos causados. Tomas el dinero, te despides con resignación y entras en el primer Mercadona a comprar unas cervezas: Turia, por supuesto. Porque siempre fuiste un patriota.


domingo, 5 de enero de 2014

El banquete



Fotografía de  Nikos Vandinoudis


Solo al bobo de Nemesio se le ocurriría celebrar el banquete de sus segundas nupcias, al que ha convidado a todo el pueblo, en este baldío. Le repetí una y mil veces que lo plantara de cebada, que se pagaba bien y necesitaba pocos cuidados. Pero mi viudo, además de ceporro, siempre ha sido un holgazán de cuidado. Y encima, desde que cobró mi seguro de vida se cree el Rey del Mambo.

Pero qué idiota es el pobre. La Mariví esa, la dependienta de la pescadería, se lo ha camelado bien camelado. La muy zalamera le dice que le quiere… ¡Pero cómo puede una mujer de treinta y muchos años, aunque se le haya pasado el arroz, enamorarse de un carcamal de ochenta! Un viejo calvo, cojo, con la dentadura postiza, medio ciego y con ese genio del demonio que tiene. ¡A otro perro con ese hueso!

Ahora cuando vuelvan de la iglesia y comience el festín, les voy a dar una sorpresa. Voy a desatar una tormenta de padre y muy señor mío. Lanzo toneladas de granizo del gordo y, si puedo, porque aún no estoy muy ducha en esto, mando un rayo directo al corazón de Nemesio y me lo traigo conmigo. Lo siento mucho por los invitados, pero no puedo permitir que se consume esta mascarada.

viernes, 3 de enero de 2014

Benditos yanquis



Si yo no fuera yo, pongamos por caso que fuese un yanqui, ondearía una enorme bandera en la fachada de mi casa; cantaría God Bless America con la mano derecha sobre el corazón, mientras odiaba a muerte a todos aquellos que no comparten mi patriotismo.

Los fines de semana, después de desayunar cereales o tortitas acompañados de beicon y huevos fritos, pasaría el cortacésped y jugaría al béisbol con mis hijos. Tendría una o varias armas de fuego por si las moscas, por si los ilegales, por si los terroristas y por si los extraterrestres, sencillamente porque me daba la gana y lo permite nuestra sagrada Constitución.

En Halloween compraría libras y libras de chucherías para los niños y me disfrazaría de zombi aunque luego mucha gente no notase la diferencia.

Si yo fuera otro y siguiera siendo yanqui, no me perdería nunca la entrega de los Oscar, ni las finales mundiales. Me casaría con la chica del baile del instituto (que era animadora del equipo de basket) delante de un fantoche ataviado como Elvis. En San Valentín compraría una camisa repleta de palmeras y me iría a Hawái, donde unas muchachas bellas y exóticas nos recibirían con un Aloha, unos collares de flores blancas y unos daiquiris.

Por precaución, por pura seguridad, nunca me fiaría ni un pelo de mis conciudadanos, sobre todos de aquellos que para su desgracia tienen la piel oscura. Tendría colgada en el salón una fotografía de JFK, pero continuaría votando indefectiblemente a los republicanos.

Si viviese como un verdadero yanqui me hincharía de cerveza y me atiborraría de hamburguesas y patatas fritas, comería pavo relleno en Acción de Gracias y en verano montaría barbacoas y karaokes en el jardín para los amigos. Tendría un sobrepeso demoledor, a pesar de mascar sin descanso chicles sugarless.

Aborrecería a los rusos, a los chinos pero sobre todo a los cubanos, los iraníes y los coreanos. Conduciría un coche fabricado en Detroit debajo de un sombrero tejano o una gorra bordada con las iniciales NYC. Viajaría con la familia a Disneyworld para hacerme una foto con Mickey Mouse y el Pato Donald.

Como buen yanqui, acudiría todos los domingos a la iglesia, cantaría unos salmos desafinados, me desgañitaría a Aleluyas, entregaría una generosa limosna y al salir me despediría efusivamente del pastor en el porche parroquial. Luego aplaudiría a rabiar las intervenciones militares de los marines en países que desconocía que existían y estaban en este planeta, porque si mi Presidente envía allí las tropas es por el bien del universo en general pero de los United States of America en particular.

Aunque fueran unos deficientes rematados, enviaría a mis hijos a estudiar a Yale o a Harvard. En invierno patinaría sobre hielo, iluminaría el exterior de mi casa con diez mil bombillas para envidia del vecino y al lado de la chimenea plantaría un abeto espectacular, a cuyo pie Santa Claus depositaría sus valiosos regalos.

Si yo fuera un yanqui orgulloso de ser yanqui, no abriría un libro en mi puñetera vida, pero devoraría la televisión en pijama, me tragaría toda esa basura y luego culparía a los franceses, a los musulmanes y a los comunistas de cuanto malo y negativo ocurre en este mundo.

En el supuesto caso de que yo fuese yanqui, cualquier sujeto con mala baba que no fuera yanqui y quisiera garabatear cuatro bobadas, podría argumentar que soy un paleto y un ignorante, incluso que mi gobierno y la CIA manipulan nuestras mentes. Pero resulta que, como no soy yanqui, me resbala todo lo que quizás alguien pueda -alguna vez- escribir torpe y malintencionadamente sobre nuestros queridos aliados, los benditos yanquis.


jueves, 2 de enero de 2014

Guarden el secreto (Engracia's dreams)




En el hotel nadie lo sabe, por lo menos eso creo. Porque si se enteran los jefes, me cae una gorda, muy gorda, gordísima. Y después me ponen de patitas en la calle, seguro. Pero, aparte de a la Reme, necesito contárselo a alguien más, razón por la cual con su permiso voy a relatarles la extraordinaria aventura que estoy viviendo desde hace unas semanas.

En primer lugar, me presentaré: tengo cincuenta y seis años y digamos que me llamo Engracia. Para ser sincera ése no es mi verdadero nombre, es el de una tía mía del pueblo ya que, como pronto comprenderán, por prudencia no es sensato que ofrezca datos personales que faciliten mi identificación. La cuestión es que desde hace seis años soy empleada de la limpieza en el Hotel Marysol de Vigo (por favor, síganme ustedes la corriente, claro que ni el establecimiento se llama así ni está en Galicia). Hace casi un mes el arrendador del piso que tenía alquilado, por cierto un piso precioso, con mucha luz, bien situado y económico, me echó de la vivienda. Por lo visto había encontrado otro inquilino dispuesto a pagar una renta muy superior a la mía. El hijo de Satanás –perdonen ustedes la fea expresión-, acogiéndose a una cláusula del contrato, una de esas que hay que leer con lupa de muchos aumentos y luego resulta que puede tener seiscientas interpretaciones distintas, me obligó a desalojar en el plazo de tres días. Menudo disgusto, con lo bien que estaba en ese pisito y las amigas y vecinas tan simpáticas y amables que tenía: la Colasa, la Pura, la Robustiana... Como buenamente pude recogí las cosas y las guardé en el almacén de un primo de mi difunto esposo, a la espera de encontrar otro alojamiento digno y asequible acorde con mis escuetos ingresos.

Entre tanto debía buscar una pensión para ir tirando, aunque la primera noche me dije ¿y con todas las habitaciones libres que hay en el hotel vas a pagar por dormir en un cuchitril asqueroso? Ni corta ni perezosa, me metí en un cuarto vacío de la tercera planta. Pensé que no hacía mal a nadie y encima después lo iba a dejar como los chorros del oro. Fue entonces cuando empezó toda esta historia. Yo, que nunca he salido de mi provincia, que ni siquiera he ido a Benidorm con la ilusión que me hace, esa noche soñé que conducía un BMW a toda velocidad por una autopista de Austria o de Alemania, no sé, en los carteles todas las poblaciones tenían nombres terminados en –burg, –berg, -tadt, -brück o cosas por el estilo. En el sueño yo era un hombre y además con bigote, con lo poco que a mí me gustan los bigotes y las barbas. Paraba a tomar una cerveza y unas salchichas en un bar de la carretera y entendía y hablaba el alemán a la perfección. Luego de atravesar la Selva Negra o como se diga visitaba una fábrica de algo y me entrevistaba con un joven muy finolis y emperifollado que se llamaba Helmut y me hacía un pedido de mil toneladas de no sé qué producto químico, un encargo que en un plis-plas me reportaba una ganancia de un millón de euros, lo cual me puso muy contento. Fue un sueño entretenido, el tentempié del bar estaba bien y nunca había conducido un BMW, bueno ni un BMW ni nada, porque no tengo carnet de conducir. Además, el chico ese finolis después de enseñarme la fábrica me invitó a una copa de champán y unas chocolatinas, qué detalle; para mis cortas entendederas que era un poquito gay y pretendía flirtear conmigo, porque en su despacho solo se escuchaba música romántica italiana y en un momento dado creo que me hizo morritos y hasta me guiñó un ojo. Pero de ahí no pasó la cosa, ¿eh? No vayan ustedes a formarse una opinión equivocada, que una será pobre, pero no es ningún pendón verbenero.

Por la mañana, haciéndome la tonta, le sonsaqué a Matías el recepcionista (que sí, que no se llama Matías) la identidad del último huésped de la 307. Era un hombre de negocios granadino que estaba de paso en un viaje a Alemania. Me enseñó su foto y me quedé patidifusa: era el mismo rostro que había visto en el retrovisor del coche aquella noche. Acababa de soñar lo que le había pasado o iba a pasar a ese fulano en los días siguientes a su pernoctación en nuestro hotel.

Discurrí luego que al fin y al cabo todo había sido un sueño, que mi subconsciente debió grabar su cara y algunas frases pronunciadas hacia su teléfono al cruzármelo en algún pasillo, en el hall o incluso en el aparcamiento. La Robustiana me confesó una vez que  a menudo soñaba cosas que luego iban y le ocurrían, no obstante siempre he pensado que la Robustiana es un poco bruja, buena persona sí, muy buena, pero un poco bruja y además, las cosas le ocurren a ella, no a otras personas a las que no tiene el gusto de haber sido presentada.

La noche siguiente dormí en la habitación 504. Volví a soñar. Esta vez  tenía unos treinta años menos, era rubia y vestía de marca. Tenía un tipito encantador, nada de los setenta y dos fofos kilos que arrastro día sí y día también detrás del carrito de la limpieza. Además, iba acompañada de un galán. Sí, táchenme de anticuada, pero esa es la palabra: galán. Un joven hombretón, alto, con los ojos azules, elegante, que estaba de toma pan y moja. Era por la tarde y asistíamos en un local muy chic a la entrega de unos importantes premios literarios. Yo, que decían que era una prometedora escritora, lo cual en ese mundillo creo que equivale a decir que eres ocho ceros a la izquierda, había sido nominada al galardón de poesía. Era la primera oportunidad de salir en prensa, de ver mi nombre en los envidiables titulares de las secciones culturales. Tenía los nervios a flor de piel, estaba como un flan, quería morderme las uñas y comerme los dedos pero me tuve que reprimir dada la seriedad del certamen, lleno de críticos y fotógrafos. Finalmente no conseguí nada, ni un miserable diploma o una de esas menciones honoríficas que en ocasiones otorgan a los perdedores. Aquello me entristeció mucho, sentí que el mundo se derrumbaba, que todos mis esfuerzos habían sido en vano. Cuando salíamos del evento, mi guapo acompañante me susurró dulcemente: “Querida, tú siempre serás mi campeona. Esta noche te ofreceré un premio muy especial, un premio que mereces y solo yo puedo darte. Olvidarás enseguida toda esta sucia patraña. Estoy convencido de que mañana escribirás los versos más bellos de la historia.” Hubiera deseado vivir la entrega de aquel apasionante premio, pero justo en el momento más inoportuno sonó la alarma de mi reloj Kasio y me desperté.

Ni que decir tiene que intenté y pude averiguar que la anterior huésped de la 504 respondía plenamente a los rasgos del personaje soñado. Cuando me enteré, entendí que o el hotel o yo estábamos encantados.

Sin embargo, todo lo ocurrido lejos de asustarme me estimuló. Así es que decidí seguir durmiendo en habitaciones libres cada noche. Me di cuenta de que disfrutaba viviendo y sintiendo como otras personas que no tienen que cargar a diario con la fregona y el aspirador, que no están condenadas a limpiar retretes ni cambiar toallas o sustituir rollos de papel higiénico, que pueden llevar existencias felices o desgraciadas, pero siempre distintas a la aburrida rutina de una mini-mundi como yo. Cuando me alojé en la 409 piloté un moderno aeroplano y aterricé en la Costa Azul; transportaba a unos pasajeros muy adinerados que me dieron una excelente propina. Cuando lo hice en la 110, descubrí que mi marido me la pegaba con otra y le lanzaba una botella, partiéndole el cráneo y provocando mi detención por la policía, fue muy divertido. Cuando me atreví a dormir en una suite, en la 701, si bien reconozco que recibí unos duros golpes, pude experimentar el placer que se siente cuando noqueas a un negro irlandés de ciento veinte kilos en el tercer asalto, con un crochet de izquierda. Y así noche tras noche, de habitación en habitación.

Esto que me ocurre y ahora ya conocen, antes solo se lo había contado a la Reme, que es mi mejor amiga; ella me aconseja que lleve mucho tiento y dice también que parece que esté drogada con todo este maltraer, como lo llama la boba. Yo creo que en realidad tiene celos, pues a la infeliz la abandonó el cabrito del Fulgencio hace dos años, dejándola con lo puesto y poco más. Como se ha propuesto vivir y morir siendo una amargada, pretende que las demás nos solidaricemos con su causa. Pero yo no estoy dispuesta, yo voy a seguir a lo mío, a ser una secundaria de día y una estrella de noche. Ojalá que no se enteren en el hotel porque entonces sí, entonces se acabó la fiesta. Por favor, guarden el secreto.


miércoles, 1 de enero de 2014

Lo impredecible





El soplón era fiable, la noche su aliada. Billy había estado vigilando desde su coche y durante más de una hora aquella ventana del quinto piso en un destartalado bloque de apartamentos de Harlem, donde un par de desgraciados mantenían secuestrada a Bambi Carrington, la hija de Ronald Carrington, más conocido como “The Golden Banker”. El detective fue contratado para evitar la intervención policial que habría contravenido las órdenes de los raptores pero, esencialmente, para soslayar la entrega de los cinco kilos de rescate exigidos; porque aunque Ronnie era multimillonario, era más rácano y miserable que la madre que lo parió, por eso se agenció un sabueso tan barato.

Billy no tenía ningún plan, cada vez que en el pasado proyectó alguno palmaban uno o varios de sus compañeros. Ahora prefería trabajar solo y por intuición. Bajo su anorak, la única protección de un chaleco antibalas de segunda mano, ya que de lo único que estaba seguro al ciento por ciento era de que aquello acabaría con una ensalada de tiros. Comprobó que las  Magnum-44 estaban bien cargadas, quitó los seguros e introdujo una en la pistolera y otra en su cintura. Tras cerciorarse de que no había vigilancia en el cutre y mal iluminado hall del edificio, traspasó el umbral y comenzó a subir silenciosamente las escaleras. El ritmo cardíaco se aceleró de forma exponencial con cada pisada.

De repente, Abraham, el viejo sordo del segundo izquierda, puso en marcha a toda castaña la televisión y la famosa cocainómana reciclada en vendedora de best-sellers berreó a pleno pulmón con su carajillera voz: “¡YO POR MI HIJA MA-TO, MA-TO!, ¿COMPRENDES?”

Después de eso mi inspiración se fue a la mierda y esta hoja de papel a la puñetera basura. Aunque la he rescatado añadiendo estas últimas líneas para denunciar las desagradables consecuencias que sobre vuestros vecinos puede tener conectar la tele-detritus cuando has renunciado al uso de un audífono.

Mañana me compro una Magnum. Fijo.


lunes, 30 de diciembre de 2013

Ya estaba muerto



No me quedó otro remedio. De todas formas él ya estaba muerto, nadie volverá a llorarle.

Cuando llegó, lo hizo de madrugada, con una grave hipotermia y vencido por el cansancio. Usando la intuición y los pocos medios a mi alcance, lo cuidé durante días. Con cariño y entusiasmo, como una madre habría cuidado a su recién nacido. Solo gracias a mis esfuerzos fue posible su recuperación.

Después de aquello se mostró amable y colaborador, me ayudó a ordenar nuestra vida en el recóndito rincón del universo en el que yo ya estaba subsistiendo dos largos años. Dividimos las tareas, nos entendíamos bien. Pero a medida que fueron transcurriendo las semanas se fue volviendo hostil, convencido de que su superioridad física e intelectual le otorgaba  derechos definitivos sobre mi persona. Y aunque nunca lo admitió, sentí que pensaba que podía tratarme como a un esclavo, ordenándome lo que debía o no hacer, estableciendo turnos, horarios y raciones siempre en su beneficio.

Harto de sufrir vejaciones, le machaqué el cráneo mientras dormía. No me arrepiento de ello, pues me debía su vida y además, como he dicho, ya estaba muerto.

Hay islas, como ésta, demasiado pequeñas para albergar a dos náufragos.


domingo, 29 de diciembre de 2013

Las semanas de nuestras vidas




Los lunes son un auténtico incordio,
                Como el picotazo de una avispa en los testículos
                Como pisar una mierda con los zapatos que acabas de estrenar
                Como el preludio de un réquiem en el que el difunto eres tú

Los martes son una soberana idiotez,
                Como esos discursos autocomplacientes de políticos acabados
                Como la presunción de inocencia cuando te pillan con las manos en la masa
    Como investigar las consecuencias de la halitosis de un microbio en el efecto invernadero

        Los miércoles son tan tremendamente aburridos
                Como coleccionar estampillas con el matasellos de Timor Oriental
     Como asistir a una clase magistral sobre la filosofía de los primeros pensadores milesios
   Como hacer ejercicio en una bicicleta estática delante de un póster de Hawái, mientras escuchas un concierto de música experimental en la FM

       Los jueves se inventaron para soñar
                Con plantar una bandera pirata en la cima de la montaña más alta
                Con tus hijos y sus propias ilusiones, hipotecadas por un futuro incierto
                Con la paz, con la justicia, con la igualdad

Los viernes son verdes y se visten de esperanza,
                Como el último día de los treinta años de reclusión de un preso
    Como cuando prendes la mecha que dinamitará todos tus fracasos
                Como la aproximación de la balsa de salvamento si eres un náufrago

Los sábados pueden resultar reconfortantes
                Como un oasis paradisíaco en medio de un interminable desierto
                Como elevarte sobre las nubes a bordo de un globo aerostático
                Como contemplar sus ojos entretanto sueña despierta, sonríe alegre y te mira

Los domingos son indudablemente apoteósicos
                Como resolver una ecuación de quinto grado sin calculadora
                Como saltar la banca de su corazón con el detalle más insignificante
                Como un orgasmo, como un nacimiento, como la muerte

Hasta que la avispa vuelve a revolotear, alguien saca de nuevo a pasear al perro y otra vez empiezas a desprender olor a cadáver…


martes, 17 de diciembre de 2013

El final de un sueño





Soñaba que podía volar. La inconsciencia le ayudaba a olvidar la terrible condición del paria en que se había convertido por mor de una sociedad cada vez menos humana, más insensible. Le salió caro conservar la dignidad cuando golpeó al encargado de la fábrica después de ser insultado repetida e injustamente ante sus compañeros. Aquel sujeto solo perdió una maldita muela, él su trabajo. Y aunque no estaba dispuesto a desperdiciar el futuro, la violenta realidad pisoteó todas sus esperanzas. Soñaba que podía volar, y si bien al principio fue bello, acabó planeando sobre el interminable cementerio del optimismo.



miércoles, 11 de diciembre de 2013

Naboman en la Luna




El agente estacionó su berlina en la acera de enfrente. Interpretó como buen augurio ver ondear una pequeña bandera nacional en la fachada de la casa. Cuando Dolores salió con sus tres mocosos y arrancó el todoterreno con dirección al colegio y a su trabajo, Mark se apeó y se dirigió a la vivienda. Un hombre entre treinta y cuarenta años abrió la puerta.

-Buenos días.

-Buenos días. ¿Qué se le ofrece, caballero?

-¿Es usted Reinaldo Fuentes?

-Efectivamente, diga usted.

-Me presentaré: mi nombre es Marcus Calloway, delegado para asuntos espaciales de la Central de Inteligencia. Encantado de conocerle –dijo, extendiendo su mano hacia la de su interlocutor y estrechándola.

-¿De la CIA?

-Correcto. Delegado para asuntos espaciales.

-¿Espaciales? –preguntó Reinaldo mientras con un ademán ofrecía al visitante que entrase en su casa.

-Sí, señor. De hecho vengo en nombre de la NASA.

-No comprendo. Tome asiento, por favor.

-La NASA tiene un proyecto que por el momento no puede hacerse público y ha pensado en solicitar su colaboración.

-¿No se estarán confundiendo? Debe tratarse de un error.

-De ninguna de las maneras. Le explicaré, aunque antes he de advertirle que todo lo que hablemos aquí y ahora es absolutamente confidencial. La información que le proporcione no deberá difundirla bajo ningún concepto hasta que, en su caso, se le autorice.

-Descuide, no contaré nada a nadie, puede estar tranquilo. Prosiga, se lo ruego.

-La NASA, interesada en estudiar las posibilidades de colonización de nuestro satélite, desea en 2015 plantar nabos en la luna. Usted ostenta el récord Guiness por el cultivo documentado del nabo más enorme de la historia. Necesitamos que forme parte de la expedición y aplique sus técnicas agrarias.

-¡Están ustedes locos de remate!

-¿Disculpe?

-No pienso formar parte de ninguna expedición espacial y acabo de decidir que tampoco compartiré con ustedes el secreto de mis técnicas. Pero… ¿Cómo se les ocurre semejante estupidez? ¿No piensan que con el extraordinario coste de ese proyecto podrían aliviar el sufrimiento de muchos seres humanos aquí, en la Tierra?

-Señor Fuentes, comprenda que solo soy el portavoz de la NASA y que el proyecto se llevará a cabo, salvo imprevistos, con o sin su participación. Deseo que sea consciente de que autoridades muy importantes, cuyos nombres no estoy autorizado a desvelar, estarían entusiasmadas con su cooperación. Por otro lado, sus emolumentos alcanzarán las seis cifras, factor para nada desdeñable. Tenemos también a varios especialistas escribiendo ya su autobiografía, que estamos convencidos será el best-seller de 2016 y será traducida y distribuida en todo el mundo; de los derechos le cederemos un ochenta por ciento. Como posible título, ya se barajan algunos: “El adorador de nabos”, “Nabogando por el espacio” o “Naboman en la luna”. Por supuesto, también están las conferencias. Si acepta, ni su mujer ni usted tendrían que trabajar durante el resto de sus vidas, llevarían una vida lujosa y sus hijos podrían acceder a las más prestigiosas escuelas y universidades.

-Me acaba de convencer de que son todos ustedes unos completos tarados. Explique a esas misteriosas autoridades que solo les ayudaré si regresan a mis padres de la tumba. Desplegaron sus leyes hace años para expulsarlos de aquí por carecer de papeles, obligándoles a volver a su país donde murieron casi en la indigencia. Puede empezar a ahorrar saliva, agente, y poner en práctica un plan B ahora mismo. Si quiere, le presento a mi amigo Norman Saliewski, también figura en el libro Guiness como el propietario de la gallina que pone los huevos más grandes del Universo. Si le convence y lo llevan con ustedes, en la luna podrían merendarse unas buenas tortillas de nabo. Esta conversación ha terminado. Buenos días, caballero.


Enlaces de acceso a la noticia:


sábado, 7 de diciembre de 2013

Bienvenido a la realidad





Señor Juez:

Mentiría si dijese que siento fastidiarle esta preciosa tarde de domingo. Seguro que habrá comido agradablemente en familia, se habrá echado al coleto una generosa copa de brandy y se habrá fumado un puro magnífico. Estaría viendo la tele o echando una siesta antes de salir hacia la ópera en su cochazo, cuando alguien ha llamado para comunicarle que un pirado se ha cargado al director de un banco y luego se ha pegado un tiro. Los dementes no necesitamos justificar nuestras acciones, pero quiero que sepa que ese individuo, que por cierto era su hermano, primero me estafó veinte mil euros y luego, cuando me quedé en el paro, embargó mi vivienda, esa de la que usted nos desahució. Mi mujer e hijos tendrán que seguir sobreviviendo de la caridad. Casi me olvido: su bonita casa está ahora mismo volando por los aires. Prepárese para sufrir, juez. Bienvenido a la realidad.

Evaristo, el fiambre.



Imagen extraída del blog MUY SEÑORES MÍOS (http://muysenoresmios.blogspot.com.es/)




jueves, 5 de diciembre de 2013

Ojalá los sueños




Se durmió soñando que él también podía volar, que era un marabú más surcando el luminoso cielo que cubría su comarca. Imaginó que desde la altura divisaba su poblado, las cimas de montañas sagradas y una nutrida manada de ñus desplazándose hacia el sur. Observó a los niños jugando alegremente en las riberas y a un grupo de cazadores adentrándose en la espesura del bosque. Creyó distinguir a sus padres, que lloraban angustiados a la entrada de la choza. Y cuando se disponía a acercarse para confortarlos, un golpe de mar primero y un latigazo después desvanecieron cualquier ilusión.




miércoles, 4 de diciembre de 2013

La Cuarta Dimensión



Desde que a Herbert se le ocurrió comenzar a narrar en una sencilla gaceta titulada “La Cuarta Dimensión” las experiencias de sus continuos viajes a través del tiempo, los habitantes de la pequeña ciudad de Blackville esperaban fervientemente aquella publicación. Con el artilugio que había inventado, el científico iniciaba casi a diario nuevas travesías que le llevaban, a su antojo, tanto al pasado como al futuro. De la más rancia antigüedad rescató memorias trascendentales, reconstruyó los perfiles de los más grandes personajes y demolió consolidadas teorías sobre el auge y ocaso de algunas civilizaciones, revelaciones todas ellas que insignes historiadores con acceso al boletín tacharon de patrañas absurdas e inverosímiles. Del porvenir trasladó, indistintamente, las noticias más ilusionantes pero también las más funestas predicciones que eran, asimismo, descalificadas y reprobadas por los gobernantes. En la última edición, Herbert escribió algo que sonaba a despedida. Al día siguiente viajaba al año 2014. Nunca nadie después supo más de él.


lunes, 2 de diciembre de 2013

Roles





Y nunca le recordaba lo que no se debía contar. No era necesario. Blas estaba convencido de que María tenía asumido su papel de víctima porque había nacido para serlo, porque estaba genéticamente programada para soportar insultos y palizas. Pero el verdugo se equivocaba. La noche en la que hubo un imprevisto intercambio de roles, la mujer se despachó seccionándole el cuello.


miércoles, 27 de noviembre de 2013

Confusión u olvido




Fuera por confusión u olvido, Amanda programó a la misma hora y en el mismo lugar sus citas a ciegas con Robin y Derek. En el paseo marítimo de Norwalk los tres se conocieron, fumaron unos pitillos, charlaron y rieron durante un buen rato. Después cenaron juntos y mientras, entre los  hombres surgió el amor.

Amanda sigue recurriendo al mismo tipo de encuentros, solo que ahora lleva mucho cuidado en evitar inoportunas coincidencias.



jueves, 21 de noviembre de 2013

Stand-by




Paco está bien, pero que bien jodido. Apuesto a que este año no se come los turrones. Mucho coñac y demasiado tabaco ha tragado ese esmirriado cuerpo, con el que no comprendo cómo llegó a ser bombero. Y Olvido, la futura viuda, menuda broma le gastaron sus padres eligiendo semejante nombre. El maldito alemán ha devorado sus neuronas en una contrarreloj; hace solo dos meses era la reina de los chismes y mírala ahora. Todo son calamidades en este submundo del stand-by. Los que salen con los pies por delante proporcionan hueco a nuevos okupas en la estación por la que solo pasa un tren canalla, al que nadie quiere subir. Bueno, nadie menos Gregorio, que nos taladra sin piedad con su empeño en mudarse al otro barrio. Aunque ya lo dicen: mala hierba, nunca muere. Ojalá aguante, el muy pelma, porque aquí en la residencia cada vez hay menos personal que juegue decentemente al dominó.


viernes, 15 de noviembre de 2013

Malditos haikus ñoños




Malditos haikus.
Diecisiete sílabas
desperdiciadas.

Olvida el océano,
los juncos, el invierno.
Déjalos en paz.

Intrascendente
evocar la belleza
de cosas simples.

Tanto por decir
y cantas a los cisnes.
Corta el rollo.

Rememoremos
miserias cotidianas
que nos asfixian.

Testimoniemos
tiranías y abusos.
No más silencio.

Abre los ojos.
Aparca tu ternura,
narra la vida.