Mostrando entradas con la etiqueta Sociedad. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Sociedad. Mostrar todas las entradas

viernes, 1 de noviembre de 2013

Uno de Noviembre



Cada año, siempre un poco más viejos, vuelven con flores frescas. Parece mentira que no me conozcan. ¡Nunca he soportado las flores! Se plantan delante de mi lápida, sacan de una bolsa los trastos de la limpieza y dan el lustre que pueden al mármol que cubre mis despojos. Luego arreglan las dichosas flores y recitan un padrenuestro, un avemaría o cualquier cosa que se les ocurre, cuando a mí lo que me gustaría es que me obsequiaran con un tema de Sinatra y un poema de Benedetti. No es que deteste que vengan, no me malinterpreten, pero además de lo dicho me incomoda que se sientan obligados, siempre en la misma fecha, con el camposanto convertido en un festival de colores y fragancias, en una avenida colapsada por constantes desfiles de viudas y huérfanos. Porque después, hasta el año que viene y si te he visto no me acuerdo. ¿Por qué no se acercan en los peores días del más gélido invierno, cuando aquí estamos más solos que la una? ¿Por qué no nos visitan un sofocante día de verano, en lugar de irse a la playa?

Yo pienso que todos los muertos deberíamos unirnos y enviar un mensaje a las familias: Olvidaos de nosotros de una vez por todas, vivid vuestras gratificantes o desgraciadas vidas, vividlas, por el amor de Dios. Ni os necesitamos ni nos necesitáis. Y cuando preciséis de recuerdos, cuando no podáis driblar a la memoria, contemplad nuestras fotos, volved a escuchar nuestros discos, releed nuestros libros preferidos, reuniros con aquellos amigos que nos sobrevivieron y organizad una fiesta. Rememorad el tiempo que no volverá, pero sobre cualquier otra cosa, sobre todas las cosas, celebrad que aún os queda un futuro y que, por corto o largo que éste sea, tenéis que existirlo y existirlo en paz, sin fantasmas en vuestras espaldas.


sábado, 14 de septiembre de 2013

Persiguiendo un sueño




Querida Julia:

Perdona que me despida de esta forma tan extemporánea e impersonal, pero prefiero evitar cualquier tipo de discusión y, sobre todo, asistir a esa dramática escena de afectación y llantos que tienes ensayada y ejecutas, en detrimento de mis nervios, con soberana maestría.

La nuestra no ha sido una relación perfecta, siempre tuvo sus altibajos, momentos dulces y amargos; pero no se puede decir que fuese distinta a la ejemplar relación que mantiene cualquier otra pareja. Y aunque te quiero y siempre te llevaré en el alma, la ciencia me exige ahora el doloroso sacrificio de esta separación.

Tú sabes perfectamente que la investigación lo es todo para mí. Es mi pasión y es mi vida. El profesor Wert me ha invitado a viajar al futuro en la máquina del tiempo que ha inventado. Somos un distinguido grupo de personas las seleccionadas para transitar hasta la España del próximo siglo. Según el profesor, que ha evaluado variables, establecido conjeturas y resuelto multitud de ecuaciones de extraordinaria dificultad, llegaremos a un próspero país donde todo el mundo tendrá trabajo y será feliz, donde no existirá la pobreza ni la discriminación, donde un Gobierno justo y honrado se preocupará de los necesitados. Un lugar donde apenas se pagará impuestos y los servicios serán magníficos, donde la sanidad y la educación tendrán carácter público y gratuito. En ese sitio y en ese momento se utilizarán energías baratas, no contaminantes, y por añadidura los científicos tendremos un papel predominante y decisivo.

Ojalá pudiera escribirte cuando aterrice en el año 2013, o volver y narrarte las excelencias que el futuro deparará a nuestros descendientes. Sin embargo, por ahora la máquina de Wert solo está disponible para desplazarse hacia adelante. No obstante todos confiamos en que cuando la perfeccionemos en nuestro destino, valiéndonos de la tecnología del futuro, serán posibles los viajes en ambos sentidos.

No llores, Julia, estoy convencido de que volveremos a vernos, no sé cuándo ni dónde, pero sé que nos reuniremos y nos amaremos de nuevo.

Despídeme de los niños, cuéntales que su padre ha desaparecido persiguiendo un sueño, que les quiere y regresará el día menos pensado para compartir con ellos un colosal patrimonio de sabiduría y el cariño acumulado durante años.

Sabes que no te olvidaré, mi adoración por ti permanecerá inalterable en cualquier circunstancia. Cuídate. Un gran beso, querida Julia.


Alberto


sábado, 24 de agosto de 2013

Tentar a la suerte





A veces no conviene tentar a la suerte. Por eso, cuando suena el despertador a las 6:30 todas las mañanas, no lo agarras y lo estampas contra la pared. Por eso, decides afeitarte cada tres o cuatro días, cuando en realidad te dejarías crecer la barba hasta el suelo. Seguro que es también por eso que sueles tomar los metros de las 7:20 y las 15:15 y te obligas a convivir durante una hora con todos esos zombis, insensibles al sonido gracias a sus auriculares y ensimismados ante un artilugio que aunque se llama teléfono solo sirve para cualquier cosa menos para conversar. Como no te gustan los riesgos, te pasas siete largas horas delante de la pantalla de una computadora en la que, desde decenas de direcciones, te llueven las órdenes que antes impartía una persona de carne y hueso denominada jefe, un tipo que era o autoritario o incompetente o las dos cosas al mismo tiempo. Por prudencia, no envías a la mierda a un compañero (por llamarlo algo) que intenta endosarte, con mejor o peor resultado, parte de su faena. Y como, en definitiva, eres un gallina, no mandas todo y a todos al carajo, pegas un portazo y te largas para dedicarte a lo que en verdad te gusta, que es ni más ni menos que escribir. Todo ello porque a veces, pero casi siempre, no conviene tentar a la suerte.


viernes, 5 de julio de 2013

Se vende




El paseante que lucía un cartel de SE VENDE colgando de su cuello fue detenido por la policía en la Plaza del Pueblo. Tras comprobar que carecía de los permisos reglamentarios para ejercer el comercio ambulante le multaron y dejaron libre, pero con cargos.


miércoles, 3 de julio de 2013

El dudoso arte del tormento




El dolor retuerce mis entrañas en este lecho de arena mientras vomito oscuros borbotones de sangre y la muerte, cercana, me acecha. Son unos perturbados. Arrancado de mi familia, me condujeron al macabro escenario donde ahora me mortifican con sus brillantes armas. Ni los agrios quejidos ni la mirada suplicante han infundido un ápice de compasión en tan hábiles y despiadados verdugos. Incapaz de resistir un nuevo martirio, he caído finalmente de rodillas expresando una rendición  inequívoca. Aún así, entre los bárbaros hay quien con aspecto todavía más desequilibrado y detrás de un humeante habano, clama desde el tendido: “¡Descabello!”


lunes, 1 de julio de 2013

¡Con dos colchones!




Colchones Cabezón. Ése era el nombre de la importante fábrica de don Félix Cabezón, un hombre muy rico que tenía una gran y bonita casa, un lujoso coche, una mujer despampanante y un perrito con noble pedigrí. Además, el empresario se relacionaba con muchos clientes y proveedores, otros fabricantes y algunos políticos, con los que a menudo se reunía para comer o cenar en restaurantes de alto standing donde servían mucho marisco y vinos de leyenda. Allí contaban muchos chistes de bajo standing y se criticaba a otros clientes y proveedores, a otros fabricantes y a otros políticos, aunque a veces también se sellaba algún negocio, bueno para todas las partes. Pero el señor Cabezón, pobrecito, aunque conocía a mucha gente con la que comía, bebía, bromeaba, refería chascarrillos e incluso hacía negocietes, no tenía ni un solo amigo.

Tal vez por ello, quién sabe, el colchonero se dedicó a espiar a sus empleados cuando éstos coincidían en las pausas del almuerzo y la comida. Todo comenzó cuando, un buen día, se le ocurrió observarles a través del ventanal de su despacho situado en el primer piso. Nunca ocultaban su jovialidad en el comedor de la empresa mientras parecían relatar anécdotas familiares y proyectar humildes planes para su tiempo libre, tiempo que Félix solía emplear en acompañar a su esposa Piluca de boutiques o al cirujano plástico, pasear a Chochín, limpiar la piscina o pasar el cortacésped por el jardín. Tanta atracción afloró en el patrón por las vidas de sus asalariados, que instaló micrófonos ocultos en el refectorio para tener completo acceso a sus comentarios y poder conocerles mejor. Tras algunas semanas vigilando al personal, Félix comprendió que aquellos seres, que no tenían ni grandes ni bonitas casas, ni lujosos coches, ni mujeres, maridos o perritos de diseño, que por su culpa ni siquiera disponían de unos sueldos medianamente decentes, eran sin embargo medianamente felices. Y que su mediana felicidad no dependía de la mediana o pequeña cantidad de dinero que pudiesen atesorar o gastar, sino de la sencilla actitud de acomodarse a sus particulares y miserables insuficiencias, valorando lo necesario y eludiendo lo superfluo, todo ello sobre una sólida base viscoelástica de amor y amistad.

Cabezón empezó a admirar con envidia a sus trabajadores porque, poseyendo muchísimo menos que él, demostraban más alegría y deseos de vivir. Para asombro de la plantilla, determinó pasear con frecuencia por la fábrica, preguntando a Paco si su hijo ya se había recuperado de la neumonía, consultando a Asunción cómo le iba a su madre en la residencia, aconsejando a Federico que cambiase de mecánico, etcétera, etcétera. Una tarde les reunió para anunciarles que, como las cosas marchaban bien, iba a abonarles una paga extra a final de mes. Poco tiempo después, Félix bajaba a comer diariamente con sus subordinados. La tensión y suspicacia mostradas al principio por todos ellos fue remitiendo a medida que se acostumbraron a su amable compañía y a los chistes malos, de bajo standing, que contaba. Aunque era el dueño de la fábrica y a pesar de las distancias económicas y sociales existentes, Félix se acabó integrando muy bien en aquel grupo.

No era raro que las sobremesas se extendieran a petición del propio jefe. En ellas se discutían formas de modificar tal o cual proceso, en aras a dulcificar algunas fatigosas tareas sin pérdidas de efectividad. Nadie sabe si ese acercamiento del colchonero al personal y los cambios introducidos en la actividad manufacturera fueron el detonante, pero el hecho es que la productividad aumentó significativamente los meses siguientes. En agradecimiento, el jefe les premió con una semana adicional de vacaciones.


Durante el verano Cabezón meditó, meditó y meditó. Al final, tomó la decisión de ser feliz, como sus operarios. Pero para igualarse a ellos debía desprenderse de muchas cosas y la primera de ellas era la fábrica. A Félix ya en varias ocasiones le habían intentado comprar la industria. Contactó con el último ofertante y convino un precio justo para la transacción, incorporando una condición por la cual el nuevo propietario no podría despedir a ninguno de los trabajadores a menos que abonase una altísima indemnización. Y antes de que se formalizara el traspaso de la sociedad, se dio de alta como empleado. Los flecos del dinero, la casa, el coche y Chochín, elementos que en su nuevo estatus también sobraban, se resolvieron fácilmente mediante un divorcio exprés, un trato en el que Piluca quedó más que bien parada, al apropiarse de todo. 

Don Félix Cabezón es ahora arrendatario de un pequeño apartamento en el extrarradio, tiene un coche de segunda mano que se cala cada dos por tres, ronda a Paquita la telefonista y disfruta con los trinos de su canario Gorki. En los ratos de ocio le gusta leer, pasear en bicicleta, está aprendiendo a tocar la guitarra y alterna con sus compañeros y amigos de la fábrica, con los que a veces sale de excursión y que le llaman cariñosamente “Cabezota”.


domingo, 23 de junio de 2013

Zapatones




Un descomunal armario humano de treinta y cinco años encierra el cerebro de un niño de ocho. Se llama Antonio, Toni para la familia, Zapatones para el resto de su reducido universo, esto es, para los demás vecinos del pueblo.

Muchos de quienes le conocen dicen que Zapatones es víctima de las lesiones cerebrales que sufrió durante su nacimiento. Algunos aseguran que ese día Don Ricardo llevaba una copa de más y no anduvo fino con los fórceps. Sin embargo, Tomás y Maruja, los padres, ni acusan ni guardan rencor a nadie. Aman demasiado a Toni como para reprochar nada y sostienen que es una bendición tener un niño grande, todos anhelan hijos que no crezcan y ellos, aunque a medias y sin buscarlo, lo han conseguido.

A Zapatones lo que más le gusta es que su madre le peine y repeine entre caricias cada mañana después de desayunar. Luego marcha al campo con su padre, al que echa una mano bien arando, sembrando, desbrozando...

En el pueblo no tiene amigos. Prácticamente todos aquellos compañeros de juegos de la infancia se casaron, y los que no emigraron andan demasiado ocupados como para prestarle cinco minutos de atención cuando se lo cruzan.

Toni se entretiene dibujando y pintando, enseñando silbidos a su periquito Pancho y escuchando música en la radio que les regaló un hermano de su madre que vive lejos, en la capital. Los fines de semana juega al parchís con su tío Andrés, el viejo carpintero célibe que siempre se deja perder y que no canjea por nada el alegre semblante de su sobrino tras cada victoria.

Una mañana de julio, cuando Zapatones ya se emociona pensando en las fiestas que empiezan la semana siguiente, llega un camión al pueblo con unos tipos armados que dicen que son militares, que ha estallado la guerra y que necesitan soldados para defender a la patria de los traidores. Entran en las casas y sacan a culatazos a todos los varones entre veinte y cuarenta años, obligándolos a subir al camión. Maruja llora, suplica. “No es un hombre, es un niño”, grita. “No se preocupe, señora, que nosotros enseñaremos al grandullón de su hijo a ser un hombre, a matar ratas y a servir a España”.

Lo cierto es que Zapatones ya nunca volverá. A lo único que le enseñará esa podrida guerra es a morir en una trinchera, sin saber nunca por qué.


sábado, 22 de junio de 2013

La oración del soñador




Sueño con una mañana en que todas esas injusticias que traspasan mi piel y me desangran de odio emprendan un vuelo hacia el sol y se derritan en el camino. Sueño con unos gobernantes sensibles, dotados de unos miligramos de honradez, cordura y humanidad, que aprueben presupuestos con un exagerado superávit de sonrisas y un irrecuperable déficit de llantos. Sueño con un ejército de paz que bombardee el hambre y la miseria, que dispare cañonazos de bienestar, que invada los territorios de la tristeza y conquiste para todos la felicidad. Sueño con una economía pintada por Van Gogh. Sueño con un mundo libre, sin fronteras ni patrias, sin príncipes azules, sin ídolos espirituales ni estadistas indispensables, sin rencores ni redentores. Sueño con un pueblo lúcido, generoso y tolerante, adicto al pensamiento, que valore la cultura en los museos, en las bibliotecas, en los teatros o en los grafitis callejeros. Sueño con una sociedad en colores: sin mayorías ni minorías, sin vencedores ni vencidos. Sueño con un día que contenga ochenta y seis mil cuatrocientos segundos de puro amor. Sueño con personas que también sueñan. Sueño.


miércoles, 19 de junio de 2013

Buenas noches y buena suerte




FECHA 1

Hoy tuve un gran día. Esta mañana el jefe me felicitó calurosamente por mi eficacia en la elaboración de un relevante informe. Es buen tío, es guay, mi jefe. Luego coincidí con Sonia y otras compañeras en el restaurante. Sonia, la preciosidad que trabaja en el Departamento Fiscal y a la que, en la primera oportunidad que se presente, le voy a pedir que acepte cenar conmigo. Tiene unos ojos y una sonrisa que enamoran. Y esta noche mi equipo pasó otra ronda en la Champions después de ofrecer un espectáculo irrepetible. Ha sido un día estupendo.

A las once y media, cuando me disponía a leer algo en la tablet antes de irme a la cama, ha sonado el teléfono y desde un número desconocido la voz de una mujer madura ha preguntado por Samuel, el vidente. No sabría justificar el motivo, pero el caso es que no he podido resistir la tentación de responder que sí, que era Samuel el que estaba al aparato. Entonces ella me explica que se llama Felicidad aunque todo el mundo la conoce como Feli, que ha sido su amiga Rosa quien le ha facilitado mi teléfono porque asegura que soy infalible en el tarot y que necesita que le haga una predicción urgente. Ah, claro, Rosa, le contesto siguiéndole el rollo, una buena y querida amiga, por supuesto. Pues usted dirá, Feli, descríbame su casuística, por favor, y veremos qué le depara el futuro. Y la tal Felicidad, que comentó tener 63 años, me empezó a contar su vida, demostrando en pocos minutos la incompetencia de sus padres para elegir nombres de pila; seguro que si en lugar de Felicidad le hubiesen llamado Inocencia, habría salido un pendón verbenero. Entre otras cosas, la mujer era viuda de un bombero que murió en un incendio forestal, estaba enferma y tenía un hijo enganchado a la droga que había acabado con sus escasos ahorros y también se estaba apropiando ahora de buena parte de su pensión. La verdad es que la señora me dio mucha lástima, al punto de arrepentirme horrores por haber suplantado a un experto en la materia, pero por otro lado pensaba que desenmascararme ahora, incluso el simple hecho de colgar fríamente el teléfono, solo podría empeorar el estado de ansiedad de la pobre Feli. Por eso tuve que improvisar y lo primero que se me ocurrió fue decirle que estaba barajando las cartas, mientras movía las hojas de unos periódicos que tenía a mano para producir un ruido similar. Bueno, Feli, para ser sincero, amiga, la verdad es que solo intuyo cosas positivas, el destino parece tenerle preparado un esperanzador porvenir, mentí. Sus preocupaciones van a acabar muy pronto, cariño. Intenté decir esto último con la entonación más tierna posible, recordando cuando de estudiante interpretaba pequeños papeles en la compañía de teatro de la Facultad. Sí, sí, Samuel, pero ¿qué carta ha salido? ¿Es un arcano mayor o un arcano menor? ¿Ha salido boca arriba o boca abajo? ¡Me cago en la leche! En ese momento hubiese preferido emplear mi compasión abrazando fuertemente a un puercoespín deprimido. ¡Estaba hablando con una consumada profesional de las consultas proféticas! Y era como si Stephen Hawking preguntase a un alumno de Primaria su opinión sobre la termodinámica de los agujeros negros. Mientras en el navegador de la tablet le preguntaba a mi estimado Google por el significado de los naipes de tarot, empecé a darle largas. Le comenté con largas y rimbombantes frases que prefería no declarar qué carta había extraído porque un gran maestro inglés de las artes cósmicas adivinatorias me reveló que hacerlo podría revertir el resultado de la predicción. Me contestó que eso eran pamplinas, que los ingleses no entienden de tarot, que los verdaderos especialistas están en Francia y en Italia y ellos siempre muestran las cartas. Estuve a punto de mandarla a freír puñetas cuando mi amado buscador me sacó de apuros. Bien, Feli, pues he de confesarte que ha salido la Estrella y boca arriba, ¿contenta? ¿Eso significa que me voy a curar? Pues claro, mujer, ¿qué otra cosa podría significar? ¿Y qué me dice de mi hijo? Saque otra carta, a ver. Espere. Volví a menear los diarios mientras consultaba en la tablet. Aunque entonces tuve otra idea, se me ocurrió soltarle que había aparecido la Muerte. Boca arriba. Creí que así se acojonaría y me dejaría en paz. Caray, ¿eso es maravilloso, no? Claro, claro, manifesté, poco convencido de ello. Quiere decir que todo lo malo se va a acabar, ¿verdad? Pues claro, Feli, su hijo dejará las drogas y su pesadilla habrá terminado… Eres un sol, Samuel. Cuando Rosa me dé tus señas, paso y te abono los servicios. No se moleste, señora, que me doy por bien pagado sabiendo que viene de parte de Rosa y que sus problemas se van a solucionar muy pronto. Colgué, grabé el número en la agenda del móvil para no contestar nunca más sus llamadas y después lo desconecté, por si las moscas.


FECHA 1+N

Hoy ha sido un desastre. Mi jefe me ha pegado una bronca de tres pares por retrasarme una semana en la presentación de otro jodido informe. El inútil, que no entiende que estoy de faena hasta la cabeza, encima me endilga la que a él le encarga el Director General. Es idiota. Luego me he enterado que Sonia ha empezado a salir con Borja, el secretario personal del Gerente. Jamás hubiera imaginado que le van los aduladores lameculos. Me ha defraudado Sonia, con su carita de no haber roto un plato, claro que con su pusilánime carácter pienso que nunca hubiésemos congeniado… Además, me he dado cuenta de que bizquea un poco y tiene los dientes amarillos del tabaco. Y para rematar esta fatídica jornada, mi equipo ha palmado por cuatro a cero contra unos italianos de medio pelo. ¿Cómo pueden aguantar a un entrenador tan impresentable y a esas carísimas figuras de pitiminí que solo sirven para ilustrar anuncios de perfumes? Vaya fiasco. Lo peor será mañana en la Oficina, los seguidores del máximo rival me van a amargar de lo lindo con sus chanzas de mierda.

Esta noche va a resultar difícil conciliar el sueño con tanto disgusto acumulado. Espero que un poco de lectura me haga olvidar todos esos sinsabores y me relaje lo suficiente. Inesperadamente suena el teléfono en cuya pantalla aparecen las palabras “número oculto”. Joder, no me gustan esas llamadas, pero por la hora que es podría ser algo urgente, no me atrevo a ignorarla. Sí, diga. A partir de ese momento y sin que sea capaz de meter la cuchara, una señora mayor comienza un monólogo supersónico: Hola Samuel, soy Angelines, amiga de la Feli, que es amiga de la Rosa. La Feli me ha encargado que le comunique que como usted predijo, ya se arreglaron sus problemas. El Estado revisó el expediente y le ha otorgado una indemnización y una pensión extraordinaria por la muerte de su marido en acto de servicio, ella al final no tenía la enfermedad que le habían diagnosticado, fue un error médico, tenía otra cosa, le están medicando y se encuentra bien, y su hijo se lió con una búlgara y se ha ido a vivir con ella a su país, dejando en paz a la Feli. Ya sé que es un poco tarde, pero estoy desesperada, por eso le llamo, para que me eche las cartas en un momentito si es usted tan amable. Hola y encantado, Angelines, pero debe existir algún error con el número que ha marcado. Ni yo me llamo Samuel ni conozco a ninguna Feli ni a ninguna Rosa y no sé a qué cartas se refiere usted. Lo siento mucho, perdone señora. Buenas noches y buena suerte. Adiós, Angelines.


martes, 4 de junio de 2013

El Barman




Nadie como yo como para comprender los motivos que inducen a los solitarios a venir, acodarse en la barra o en la mesa del rincón como si estuvieran rezando en un reclinatorio y comenzar a beber sin recato ni medida. Los bares son lo más parecido a santuarios, no en vano a los clientes se les denomina parroquianos. Y el Alcohol es su dios, su religión. En esta particular iglesia hay devotos del vino, del coñac, del whisky, del tequila, otros adoran el orujo y la cazalla y muchos invocan el ron, la ginebra o el vodka, que suelen atenuar con el añadido de algún refresco dulzón. Si prestas atención a lo que cuentan, más bien a lo que confiesan, tienes ganada su confianza. En su bendita ingenuidad ejerces el papel de sacerdote sencillamente porque eres de los pocos que acceden a conocer sus problemas, el único que se atreve a prestarles consejo. Consejo que luego, cuando vuelven con expresión más afligida, y como consecuencia más sedientos, te arrepientes de haberles dado. Entonces juras no escucharles nunca más, no entrometerte en sus desgracias, ignorar su naufragio. Pero eres consciente de que en realidad estás perjurando, porque tu auténtica vocación no es preparar cócteles o poner copas, sino alimentar esperanzas, reflotar vidas y salvar personas.


domingo, 2 de junio de 2013

Epístola




Mi apreciado y respetado amigo Don Arístides Peribáñez:

Confío que al recibo de la presente tanto usted como su honorable familia se encuentren pletóricos de salud.

Espero no originar ningún incomodo al entretenerle unos instantes con este sucinto escrito. Conocedor que soy de las refinadas inclinaciones de su señora Doña Celedonia, Ilustrísima Baronesa de la Vida Regalada, y a sabiendas del interés que siempre mostró por disponer en su suntuoso palacio de un espectro de plena confianza, aprovecho para ofrecerles los servicios de mi espíritu, Salustiano Bracamonte, que durante siglos ha cumplido correcta y fielmente sus deberes con varias generaciones de mi linaje. Como usted bien sabe, las inclemencias financieras que envuelven a esta endiablada sociedad han hecho también considerable mella en mi patrimonio, compeliéndome a enajenar la mansión de la Calle Concejo de Carcamales. El señor Marqués de la Inutilidad Pasmosa nos ha presentado una proposición que ha resultado inadecuado rechazar, aunque declina el traspaso de nuestro fantasma junto con el inmueble, por detentar ya plenos derechos sobre otras ánimas que satisfacen con creces todas sus necesidades.

El hecho es que en próximas fechas nos trasladaremos a vivir a nuestro cortijo de La Dulce Alcaparra. Usted ya imaginará que es del todo imposible transportar fuera de la capital a Salustiano sin grave riesgo de que el pobre se desvanezca por siempre jamás. Ante tales circunstancias y en aras a nuestra antigua y duradera confraternidad, me tomo la libertad de sugerirle su adopción por cantidad ecuánime que contente a ambas partes. Como no es cortés mencionar sumas por escrito, le encarezco responda este mensaje a su más breve comodidad notificando si estaría interesado en llegar a un acuerdo, en cuyo caso podríamos entrevistarnos en el Club de los Rancios y Casposos Abolengos cuando a usted mejor le plazca.

Suyo afectísimo, le reitero mi más distinguida consideración y beso la mano de la señora Baronesa.

Tancredo Constantino Dionisio de las Tres Cruces en el Monte del Olvido y Camino Verde que va a  la Ermita, Vizconde de la Pena Negra.


lunes, 27 de mayo de 2013

El tiburón y la bicicleta





Hèctor Sendra tiene cincuenta y un años y es un triunfador. Ninguno de los profesores de su Instituto hubiese dado un céntimo por su futuro, pues como estudiante fue entre malo y pésimo. Pero, aunque le disgustaban los libros, era un joven bastante despierto. A su padre, Damià, Secretario de un pequeño Ayuntamiento cercano a la ciudad de Valencia, le hubiera gustado que, siguiendo su ejemplo, su único hijo cursara Derecho y se dedicara a las Leyes. El hombre, que por su cuenta y riesgo ya fracasó en sucesivas oposiciones, siempre había soñado con poder presumir de un Sendra fiscal o juez de la Audiencia. Sin embargo, el expediente académico de Hèctor en Bachillerato le quitó la venda de los ojos, le estrelló contra la cruda realidad.

A través de los contactos de su progenitor, a principio de los años ochenta se colocó como oficinista en una empresa constructora. El señor Rocamora, su dueño, lo trató desde el primer día como al descendiente que nunca tuvo. Rocamora había enviudado a los treinta y tantos, volviéndose a casar luego con la hermana soltera de su mujer. Si con la primera esposa no tuvo hijos, tampoco lo consiguió con la segunda. “Es obvio que arrastran una tara hereditaria”, le comentó un día un médico, amigo íntimo, que no se atrevía a confesarle que el único estéril era él.

Tanto cariño y confianza se granjeó con su jefe, que a mediados de los noventa Hèctor era su mano derecha, su principal asesor. Nombrado Director General de la compañía, fue su mandamás hasta el fallecimiento de Rocamora, recién estrenado el siglo. La viuda del constructor no compartía los sentimientos del finado por su protegido y, aconsejada por sus sobrinos y para júbilo de éstos, decidió liquidar el negocio.

Con la gran experiencia atesorada, algunos ahorros y un capital que Rocamora le dejó en herencia, Hèctor Sendra parió una nueva empresa a la que bautizó con el rimbombante nombre de SENDRA INTERHOLDING. Dedicada en principio a la actividad puramente constructora, su creador pronto vislumbró en la creciente especulación de terrenos una oportunidad demasiado rentable como para ignorarla o despreciarla. En muy poco tiempo, muchos de sus contactos habían multiplicado por diez inversiones millonarias. Volcó pues su ocupación en comprar y vender solares, sin abandonar la edificación y urbanización de nuevos barrios, aprovechando los disparatados precios que las viviendas habían alcanzado. En un tiempo récord, Sendra hizo muchísimo dinero negro en transacciones especulativas, dinero que puso a su propio nombre y a buen recaudo en el banco de un paraíso fiscal cercano en el mapa, mas inalcanzable para las zarpas de la arruinada Hacienda española.

Cuando sobrevino la crisis, SENDRA INTERHOLDING se vio también muy afectada y despidió a casi todos sus trabajadores. Al final se declaró en quiebra, pero como el hábil accionista mayoritario no garantizaba ninguna de las operaciones societarias, pudo salirse de rositas con toda la facilidad del mundo. Hèctor siguió y sigue fumando Montecristos, conduciendo Mercedes, cuidando su cuerpo en un gimnasio de cinco estrellas, pagando mariscadas en efectivo, viviendo a tutiplén en su mansión situada en plena Sierra Calderona y haciendo esporádicos viajes a Montecarlo, en donde también dispone de un apartamento de lujo y un yate.

Este viernes, en una reunión con muchas langostas y unos cuantos alemanes, Hèctor ha apalabrado la venta de la vieja masía familiar, al norte de la ciudad. La finca, compuesta de una enorme casa rodeada de algunas hanegadas de naranjales actualmente abandonados por su mísero rendimiento económico, la recibió en herencia de su padre, que a su vez la heredó del suyo y éste de anteriores generaciones. Los teutones, que quieren instalar allí un centro geriátrico de alto standing, le han prometido un buen pellizco de millones, más de la mitad de los cuales irán a parar a la cuenta opaca del banco monegasco con el que opera.

Al regresar a casa, Celia, su mujer, ha salido a su encuentro con una amplia sonrisa y le ha dicho que tiene una sorpresa para él. En el salón hay una gran caja que entregó una conocida empresa de mensajería. Hèctor inspecciona la etiqueta. Así como todos sus datos son correctos, no se muestra el nombre del remitente. Toma unas tijeras y comienza a desgarrar el cartón. Aparece entonces una flamante bicicleta, una espectacular máquina de devorar kilómetros con un cuerpo de carbono que quita el sentido. Aunque a Hèctor siempre le encantó, han pasado más de quince años desde la última vez que rodara por ahí. Conserva una buena forma gracias al spinning; este regalo de quién sabe qué agradecido amigo le dará la oportunidad mañana mismo de ponerse a prueba en la carretera.

Sábado por la mañana. Ha salido un día estupendo. Hèctor ha madrugado. Apenas ha podido pegar ojo, diseñando la ruta que va a seguir. Completamente equipado se sube a la bicicleta y, tras despedirse de su esposa e hija que miran a través de la ventana, la deja rodar cuesta abajo. Después de saludar al guarda, franquea el puesto de vigilancia de la urbanización y comienza a pedalear. Su intención es continuar por calzadas locales poco transitadas y subir al Norte hasta Nàquera para luego atravesar Serra y llegar a Torres-Torres, bajando por la antigua carretera nacional hasta Puçol y regresar a casa. Una etapa dura al principio, cómoda al final.

No obstante, cuando lleva solo unos cientos de metros circulando, Hèctor advierte que la bicicleta está tomando sus propias decisiones. Cuando quiere doblar a la derecha, la máquina no se lo permite, sigue moviéndose en línea recta, los pedales giran sin que él imprima ningún esfuerzo, las marchas cambian solas. Es una sensación extraña. Intenta detenerse para poder revisar el manillar y las  demás piezas, pero los frenos no responden. La bici continúa rodando a su albedrío y se dirige a toda pastilla hacia el Sur, camino de Valencia. Si bien el ciclista está atemorizado, no deja por ello de sentir extraordinaria curiosidad por el final de la intrigante aventura que está viviendo.

Otros fenómenos insólitos se suman al del velocípedo automotor; el paisaje, que conoce perfectamente, se modifica a medida que lo recorre: desaparecen construcciones que antes estaban allí, surgen campos y huertas sustituidas hace años por cemento y asfalto, los pueblos empequeñecen. Además, la gente que se cruza viste de forma cada vez más anticuada y la ropa empieza a quedarle grande, siente cómo su pelo ha crecido, que ha recuperado visión, en suma, experimenta un rejuvenecimiento progresivo al paso de los kilómetros. La bicicleta llega a las puertas del pueblo de Alboraya y tras recorrer un largo trecho por caminos rurales, se adentra en la masía familiar. Los árboles están en flor, la esencia del azahar es revitalizante, los campos están mejor cuidados que nunca, como antes de que muriese su iaio [1] Batiste. La casa se ve preciosa, da gusto contemplarla recién pintada de cal.

La bicicleta va aminorando la velocidad y se para justo al lado del porche, donde, en una mecedora, descansa Batiste mientras pela unas habas. A sus pies está Trueno, el viejo perro de la familia, que cuando le ve empieza a mover la cola. Hèctor desciende de la bici y con la voz atiplada de un niño de trece años pregunta “¿Iaio?”. Batiste gira la cabeza, sonríe y le dice “Xé, xiquet, ¿cóm vas vestit? Acosta’t açí un moment, rei [2]. El tiburón de los negocios, convertido en un chiquillo, se aproxima al anciano, le acaricia la cara y besa su mejilla. El abuelo, tal vez recordando que al ser su nuera aragonesa el chaval habla castellano en casa, cambia de lengua y le propone: “Ven conmigo, Hèctor”. Se levanta de la mecedora y le toma de la mano. Caminan juntos hacia el huerto de naranjos frente a la casa y cuando llegan, el patriarca se agacha y coge un montón de tierra en la mano. “¿La ves, Hèctor? Tócala, tócala, ésta es nuestra tierra. Cuando tu papá tenía tu edad le hice jurar que nunca dejaría de amarla, que siempre seguirá siendo nuestra. Ahora es tu turno, bésala y haz el mismo juramento que yo hice a mi iaio y tu padre me hizo a mí”. Hèctor Sendra, un cerebro cincuentón en un cuerpo púber, rememora ahora claramente aquel olvidado momento, la mañana en que besó la tierra y prometió al iaio querer, mantener y preservar los bienes de la familia. La lava de la emoción derrite su corazón de piedra y abrazándose a Batiste comienza a llorar a moco tendido, como un inocente niño de trece años.



[1] En castellano, abuelito.
[2] En castellano, “Ché, pequeño, ¿cómo vas vestido? Acércate aquí un momento, rey”

sábado, 11 de mayo de 2013

Un negro para Ana






Hace unas noches soñé que era invierno y paseaba por la solitaria playa de La Malvarrosa. Tropecé entonces con una botella de cristal verde oscuro que las olas habían arrojado a la orilla. Me fijé que estaba bien lacrada, por lo que procedí a romperla contra una piedra, extrayendo una cápsula hermética de plástico que contenía. En el interior de esa vaina transparente, que destapé sin mayor dificultad, se alojaba un billete de un millón de euros. Sé que en realidad no existe ningún billete de semejante calibre, pero el protagonista de mi sueño (es decir, yo), aunque nunca antes se topó con esa clase de documento, no albergaba ninguna sospecha sobre su validez legal y monetaria. Recuerdo que lo que más reclamó mi atención fue que el papel estuviese tintado de color negro. En ese momento me asaltaron algunas reflexiones.

Lo primero que consideré es que en cuestión de cuartos casi todo el mundo es envidiablemente tolerante, y no lo digo solo por el color de la moneda, también por su procedencia. Hay personas racistas y xenófobas que preferirán sin duda el dinero negro y fácil, no importa de dónde se salga o, mejor dicho, a costa de quién se obtenga. También pensé que casi todas las personas (creyentes, escépticas, incluso ateas) se ponen tácitamente de acuerdo en adorar el dinero como a un dios todopoderoso. Si bien al principio relacioné el origen de los apocalípticos mensajes que proclaman muchas doctrinas con un ente infernal, que no podría ser otro que el maldito parné, luego deduje que era imposible, pues la mayoría de las jerarquías religiosas se muestran más interesadas en acumular riquezas que en repartirlas, contrariamente a las prédicas de todos los libros sagrados, habidos y por haber. Y solo una especie de teoría del caos podría explicar, intuyo que de forma torticera, que el bien y el mal son la misma cosa.

Por último, me di cuenta de que debe haber un incontable número de individuos que matarían por uno de esos billetes. Con independencia del patrimonio, las necesidades o convicciones que tengan, siempre habrá un colosal ejército de prójimos que inmolarían a otros seres humanos a cambio de ese montón de pasta. Fue entonces cuando lo escondí en mi bolsillo y emprendí el regreso a casa.

Una vez allí, extraje de nuevo el pedazo de papel y analizándolo con más rigor, pude apreciar que al dorso, en su borde inferior, llevaba escrita también en tinta negra una nota de caracteres casi microscópicos. Solo mediante la ayuda de una lupa pude descifrar la inscripción:
Ana – Calle Arbergina 15-3”

Desconocía esa dirección, de entrada pensé que el domicilio correspondía a otra ciudad. Pero mi efervescente curiosidad me conminó a seguir investigando, por lo que eché mano de una guía y pude comprobar, no sin sorpresa y aceleración de mi ritmo cardíaco, que la calle existía. Estaba ubicada al norte, en un barrio de mala reputación enclavado en un gran suburbio de la periferia.

Como vivía un sueño, me transporté al instante a ese barrio. Tras preguntar a varios vecinos, la mayoría jóvenes desempleados con semblante poco amigable, jubilados canijos e inmigrantes con y sin papeles asimismo desocupados, localicé pronto la calle. Mientras me dirigía al edificio número 15 pasé por delante de una peluquería, un kiosco y un bar. Sus cristaleras lucían un póster con el retrato de una niña de unos ocho o nueve años. “Ayuda a Ana”, rezaba, “Colabora para salvar su vida. Necesitamos un millón de euros”. Antes de proseguir mi marcha entré en el bar, un chiringuito sucio y cochambroso curiosamente rotulado como “El Palacio del Colesterol”. Pedí un café y pregunté al amable barman colombiano por Ana. Me comentó que era una vecinita que sufría una rara pero terrible enfermedad; su familia necesitaba con urgencia el dinero para llevarla a Alemania, donde en un célebre hospital podrían someterla a un costoso tratamiento, el único en el mundo que se había revelado efectivo. El hombre me informó que el barrio se había volcado con ella, que incluso los más desfavorecidos, personas que vivían en la calle de limosnas, habían cooperado. Pero era muchísimo dinero, muy difícil de reunir y todas las autoridades se habían desentendido del asunto. Pagué, me despedí y reanudé mi marcha.

Cuando llegué al número 15 percibí que en la fachada, a cada lado del portal, que permanecía abierto, estaban pegados los mismos pósters. Me introduje en el patio y vi a la izquierda una mesa rescatada de la basura, sobre la que reposaba una sencilla caja de cartón, con una ranura en su parte superior, donde se leía: “Introduzca aquí su aportación. Gracias”. En eso, un hombre entró y me dijo: “¿Quiere ver a Ana?  Suba, suba, soy Mauricio, su padre”. Me quedé perplejo por la invitación, esa gente no me conocía de nada y sin embargo me invitaba a su casa. Se me antojaba descortés rehusar el ofrecimiento y, además, sentía inquietud por ver a la pequeña, así que seguí los pasos de Mauricio. La puerta número 3, en el primer piso, estaba también abierta de par en par. Parecía que allí todo el mundo era bienvenido. Atravesando el salón, en el que varias mujeres platicaban con la madre, el papá de Ana me condujo a su habitación. La niña, con rostro macilento y el brazo encadenado a un gotero, reposaba en su cama respirando el oxígeno que le proporcionaba una bombona del mismo color que la botella escupida por el mar. A su lado, una amiguita le leía un cuento. “Cariño ¡Mira quién ha venido a verte!”, le anunció Mauricio. Ana me miró y, con la voz rota y mucho esfuerzo, me dijo sonriendo: “¡Rafa, eres tú, te he estado esperando!”. La conmoción que me causó su recibimiento fue tremenda. Solo pude reprimir el llanto mordiéndome la lengua y los labios, conteniendo la respiración, pellizcándome los brazos. Cuando recobré un ápice de serenidad, me acerqué a su cabecera y tras besar su frente, le susurré: “Ana, pronto estarás bien, te lo prometo.


viernes, 3 de mayo de 2013

El fin de la humanidad





Cuando la Gran Guerra Terminal concluyó con la destrucción del planeta, solo quedaron dos hombres vivos que habían sido enemigos desde niños. Uno de ellos pensó que tal vez convendría olvidar el pasado, enterrar viejos agravios e iniciar una relación nueva, colaborando primero en conservar la vida y después en localizar a otros supervivientes. Mientras se consagraba a dicha reflexión, el otro individuo le partió la cabeza con una piedra.


jueves, 2 de mayo de 2013

Ese trasto inmundo






Ese puñetero despertador no tiene ni alma ni sentimientos ni conciencia. Estoy convencido de que el endemoniado artefacto, inventado en Estados Unidos en 1787 por un relojero malnacido, fue patrocinado por los amos de esclavos, los detestables negreros explotadores de cuerpos y de vidas. Ese trasto inmundo, especializado en pulverizar nuestros mejores sueños, debería recordarnos cada mañana de mierda que no nos pertenecemos, que si no reaccionamos estamos condenados a ser eternos prisioneros de un sistema injusto. A permanecer cautivos en una perversa organización que, desde que irrumpes con tu primer llanto, te programa para que te creas (incluso para que te sientas) libre. Porque, si rascas un poco, descubres enseguida que solo eres un número más en una estructura inhumana, que solo representas una desdeñable insignificancia y además vegetas en el peldaño inferior, debajo del cual ya únicamente se oculta el otro infierno, el infierno hipotético. Lo que no comprendo es que a ese maldito artilugio, que parece que disfrute jodiéndonos los mejores sueños cada mañana de mierda, le denominen despertador. En torno a mi solo alcanzo a contemplar prójimos durmientes.



domingo, 28 de abril de 2013

Víctimas



-  ¡Alto ahí!  Dame inmediatamente toda la pasta que lleves encima.


     -   ¿Cómo? ¡De eso nada! Si quiere mi dinero habrá de matarme.

     -   Pero hombre, ¿quién te ha dicho que yo quiera matarte?

    -     Para quitarme el dinero antes tendrá usted que usar esa pistola.

    -     Vale, de acuerdo. A ver, convénceme de que no debo hacerlo.

    -     Tengo mujer y dos hijos.

    -     Yo parienta, tres críos y un periquito.

      -     Estoy desde hace dos años en el paro, antes trabajaba de contable en una empresa que se trasladó a Marruecos.

   -     Joder, ¡qué casualidad! Hace más de tres años que no tengo curro; yo era albañil.

  Si no consigo por lo menos cuatro mil euros en el plazo de una semana, nos desahuciarán. ¡Malditos bancos!

   ¡Hijos de puta! ¡Me cago en ellos! A nosotros ya nos tiraron a la calle hace seis meses; ahora vivimos en una caravana robada.

    -   Mi madre está muy enferma. No puedo comprar los medicamentos que necesita y que ya no proporciona la Seguridad Social.

   ¡Qué me vas tú a contar! Tengo un crío medio ciego, no me dan ninguna ayuda y estamos dos años en lista de espera. ¡Políticos de mierda!

   -  Sí, tiene usted toda la razón, ¡vaya gobernantes inútiles y vendidos! A veces me entran unas insoportables ganas de suicidarme y mandarlo todo al carajo.

   Bueno, oye, por favor, tranquilízate, mejor que no sigas. ¿No tendrás un par de euros?, así nos hacemos unas cañitas y seguimos hablando.

     -    Hombre, si solo son dos euros y deja de apuntarme con esa arma…

    -     Pero bueno, ¿no te has dado cuenta? ¡Si solo es una pistola de juguete que encontré en un contenedor! Lo siento, perdona, es que estoy desesperado ¿sabes? Me llamo Paco.

  De acuerdo, encantado, Paco. Le comprendo, pero entienda que me ha dado un susto. Mi nombre es Eduardo.

   -   Disculpa otra vez, Eduardo, mucho gusto. Y háblame de tú, colega. Mira, yo pago la segunda ronda. Oye, ¿sabes que le tengo echado el ojo a otra caravana? He pensado que luego te daré mis señas, por si al final os desahucian ¿qué te parece?

Y los hombres se encaminaron hablando amigablemente hacia el bar más cercano.


viernes, 19 de abril de 2013

La vidente




Después de varias conversaciones telefónicas de más  de dos horas cada una, la vidente solo consiguió acertar que el mes siguiente tendría que afrontar serias dificultades económicas.
La verdad sea dicha, el coste de aquellas llamadas desequilibró completamente mi presupuesto.


jueves, 18 de abril de 2013

El tío Ceba




Enjuto, alto y calvo, con un amable rostro, su piel está más que tostada por el sol mediterráneo. Sigue vistiendo a la vieja costumbre de la huerta, con blusón, faja y alpargatas de careta. Sus amigos dicen que hace las mejores paellas a leña de los alrededores y alaban sus habilidades en el truc y el dominó, que gusta jugar a diario en el Bar de la Sociedad Musical. Su nombre es Ramón Casanova, pero casi todos le llaman Ramonet o Tío “Ceba”. Tiene setenta y cinco años y es de los últimos labradores de Benimaclet, un popular y entrañable barrio al norte de Valencia, arrabal de origen musulmán y municipio independiente hasta finales del siglo XIX, cuando la capital lo engulló con sus administrativas fauces.

El sobrenombre de “Ceba” (pronunciado seba, cebolla en lengua valenciana) es por el que siempre se ha conocido a la familia Casanova en el pueblo. De pequeño era “Cebateta”, hijo de “Cebeta” y nieto del Tío “Ceba”. A fuerza y medida de los inevitables mutis generacionales, Ramonet fue ascendiendo en la escala onomástica. Hace muchos años a su abuelo, que en algún momento llegó a ser teniente-alcalde pedáneo, el cura de Benimaclet le aseguró que en los libros parroquiales más antiguos, datados en los años 1600, ya había anotaciones de bodas, bautizos y entierros de sus antepasados.

La historia familiar cuenta que, como él, todos sus ascendientes por línea paterna nacieron y vivieron en la misma alquería que hasta ahora sigue habitando y cuidando: una barraca humilde, a cuyo lado continúa creciendo un monumental olivo milenario, rodeada por una amplia huerta que es también de su propiedad.

Ramonet Casanova contrajo nupcias a principio de los sesenta con Amparito Forment “Pollereta” (pollerita), apodada así por ser hija de un criador de aves local. En los primeros años de matrimonio Amparito sufrió una grave afección que la condenó a una esterilidad permanente. Desde que la “Pollereta” muriese, hace ya diez años, el perrillo Miliki es  la única compañía de Ramón Casanova, último eslabón de la dinastía “Ceba” de Benimaclet.

Ramonet, además de con las paellas, el truc y el dominó, siempre ha disfrutado dedicándose en cuerpo y alma a sus fértiles tierras, admiración de los agricultores vecinos. Pero también  ha sufrido la creciente amenaza del urbanismo devorador, que acerca cada vez más los descomunales edificios y las amplias avenidas a su paraíso particular. En plena burbuja inmobiliaria declinó reiteradas y sensacionales ofertas por su propiedad. Presumidos y prepotentes constructores, adictos a los habanos y los descapotables, más que bien relacionados con el consistorio público, le presionaron durante meses hasta acabar todos convencidos de que el viejo “Ceba” está completamente majareta. Aquellos mercaderes del ladrillo, convencidos de que todo en esta vida, incluso los principios, se puede comprar o vender, por más empeño que pongan jamás comprenderán que para ese hombre sin responsabilidades familiares, su patrimonio, lo único que le hace feliz y da sentido a su vida, tiene el máximo valor pero ningún precio.

Pero hace unas semanas Don Ramón Casanova Seguí recibió una notificación oficial a tenor de la cual su parcela y el contenido de la misma quedaban expropiados con la finalidad de construir otro Centro Comercial, uno más. Se le advertía también que la acequia que suministra el agua a sus campos quedará cegada hoy viernes a las ocho de la mañana y que en determinada fecha del mes próximo habrá de franquear la entrada a las primeras máquinas excavadoras.

Son las siete y empieza a clarear. Portando un fardo en una mano y una caja de fruta en la otra, el Tío “Ceba” sale de la barraca y se dirige al olivo, a cuyos pies hay excavado un pequeño foso. En él deposita el bulto, o lo que es lo mismo, los restos de Miliki, al que acaba de degollar sin poder contener las lágrimas. Cubre y alisa la superficie de la pequeña tumba con unos puñados de tierra y del cajón extrae una soga que lanza al aire y hace pasar a través de una gruesa rama. Se sube al cajón y anuda firmemente la cuerda en su cuello. Después, al tiempo que deja caer la base le propina una patada, alejándola unos metros. El cuerpo se balancea durante unos instantes y luego ya solo se oyen los cantos de los pájaros.

----------------------------------

P.S. Lo que ya nunca sabrá el bueno de Ramonet es que el pueblo se movilizó en masa tras su muerte para detener aquellas obras. Los tribunales reconocieron que el olivo milenario no se debía cortar, arrancar ni trasplantar, sino antes bien conservarlo siempre cuidado, en el mismo emplazamiento. Ahora, en la antigua alquería se levanta el Parque del Tío “Ceba”, con una estatua del hombre y su perro a la sombra del viejo árbol.