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lunes, 28 de octubre de 2013

La fibra sensible



Demasiados asientos vacíos para un vuelo low-cost” discurrió el Inspector Bustamante desde la fila 22 izquierda, asiento pasillo. “Con los recortes esto es una mierda. He de custodiar yo solo a este capullo, con el que comparto grilletes hasta para ir a mear. Cuando llegue a Madrid voy a montar un pollo al mismísimo Comisario Provincial. Esto no se le hace a un inspector, por menospreciado que lo tengan”.

-Jefe, ¿puedo usar tu móvil?

-Pero, ¿tú en qué coño estás pensando, atontado? Ya hablarás con tu abogado cuando estés en Comisaría.

-No te cabrees, jefe. Es para felicitar a mi madre, que hoy es su cumpleaños…

-Claro, hombre, claro, y piensas alegrarle el día diciéndole que has sido detenido.

-Venga, hombre, déjame llamar. No seas mala persona. Mira, si lo haces, juro decirte dónde tengo escondida una parte del botín.

-Joder, ¡anda que no tenéis suerte algunos! Acabas de tocar mi fibra sensible, chaval. Toma y llama, pero sé breve.


sábado, 26 de octubre de 2013

The LOVE Brothers



-Chicos, chicos, chicos, creo que os estáis precipitando... Mirad que en esta vida para todo hay remedio menos para la muerte, les dije.

-¡Y una mierda!, contestó a viva voz el que parecía más gallito y al mismo tiempo menos espabilado.

Todo empezó por mi inveterada adicción a la nicotina. Ya lo repetía una y otra vez Deborah, mi última novia: “El tabaco te va a matar, cariño”. Aunque era cerca de la medianoche, decidí acercarme al bazar a por un paquete de Marlboro. Fue de vuelta al apartamento cuando me interceptaron y acorralaron en un apestoso callejón, próximo a la Avenida Tremont. Había oído hablar de ellos, eran cuatro matones llamados Leonard, Otis, Vincent y Ernie. Por algún motivo se les ocurrió utilizar las iniciales de sus nombres y autodenominarse The LOVE Brothers, aunque en los fondos por los que yo me movía todos les conocían como The Democrats. En el fondo eran cuatro paletos de pueblo que el destino había reunido en el Bronx. La suma total de sus masas encefálicas era inferior al seso de un canario. No constituían una banda organizada, imposible que planeasen nada racional con su despreciable coeficiente intelectual; simplemente trabajaban para otros bajo pedido e iban sembrando el barrio de cadáveres. Siempre el mismo sistema: un disparo en la cabeza, otro en el corazón, otro en el vientre y otro en los huevos. Nunca comprendí lo del disparo en los huevos, tal vez era su firma, su marca, vete tú a saber. Les llamaban The Democrats porque, aunque operaban por encargo, antes de liquidar a alguien siempre votaban entre ellos para decidir si lo hacían o no. Parece una estupidez y de hecho lo es, pero no se nos olvide que estamos hablando de unos tipos estúpidos hasta decir basta. Me contaron que en su último trabajo, la votación para decidir si se cargaban a Danny DiPaula quedó en empate. Seguramente más de uno de aquellos sicarios todavía necesitaba aprender las vocales. Lanzaron entonces un dólar de plata y Danny perdió. Eran imbéciles, pero también duros de cojones. Se rumoreaba que una vez que arrestaron a Otis y le aplicaron el tercer grado no solo no pió nada, sino que consiguió volver majareta a uno de sus interrogadores, el cual acabó confesando un delito de pederastia.

Pues bien, allí estaba yo, esposado a una tubería del gas en la callejuela más asquerosa y oscura de Nueva York, delante de ese póker de zoquetes que se presentó de parte de Wesley Murphy, un usurero al que adeudaba desde hacía meses la módica cantidad de veinte de los grandes más intereses. Como ni tenía la pasta ni preveía tenerla en un próximo futuro, Murphy decidió cargar esa cantidad en su libro de pérdidas y ganancias, no sin antes tacharme de su lista de morosos. The democrats ya habían votado y el resultado fue de tres a uno en mi contra. Alguien había aprendido el a-e-i-o-u desde el último asesinato. Ahora, después de rezar para que el disparo en los huevos fuese el último de los cuatro, probé a gastar saliva, que es sin duda el procedimiento más asequible para alargar la vida cuando ni puedes salir corriendo ni tienes un centavo en el bolsillo.

-Chicos, chicos, chicos, creo que os estáis precipitando... Mirad que en esta vida para todo hay remedio menos para la muerte, les dije.

-¡Y una mierda!, contestó a viva voz el que parecía más gallito y al mismo tiempo menos espabilado.

-Creo que cuando habéis votado no tuvisteis en cuenta una información muy importante, decisiva, diría yo.

-¿Qué información ni qué ocho cuartos?

-Chicos, tengo información privilegiada sobre la sexta carrera de mañana.

-¿Información privilegiada? ¿Qué rayos es eso?

-Que alguien se ha ido del morro y me ha soplado cuál será el caballo ganador.

-¡No jodas!

-Sí, os lo juro por mis huesos, ¡que contraigan un cáncer si es mentira!

Aquellos palurdos se miraban entre sí embobados.

-Eso significa que si me dejáis vivir hasta mañana, por la noche os duplicaré los honorarios de Murphy, incluso es posible que salde con él mi deuda. Creo que deberíais considerar la posibilidad de votar de nuevo.

-Nunca votamos dos veces, Buchanan. Es nuestro método.

-Pero ¿qué me estás contando, hermano? Si hasta en las Cámaras repiten las votaciones, tronco. Vuestro método está anticuado, es inflexible y poco práctico. Deberíais ir pensando en cambiarlo. Este sería un buen momento para hacerlo. Recuerda que se trata de pasta, amigo.

-Espera.

Los tipos se apartaron unos metros y, colocados en círculo, con los torsos inclinados hacia adelante y cogidos de los hombros, como si estuviesen estudiando una jugada de fútbol, empezaron a cuchichear por lo bajini. Al cabo de dos minutos se incorporaron dirigiéndose hacia mí.

-Hemos decidido por unanimidad que, excepcionalmente, haremos una segunda votación. Pero no nos vengas luego con más gilipolleces, porque no habrá nuevas votaciones.

-OK, hermano. Estoy convencido de que habéis tomado una inteligente determinación. Siempre me ha encantado la democracia, por eso amo este país. ¡Dios bendiga a América!

Me invadió una absurda alegría. Me veía camino de Seattle en el primer Greyhound de la mañana cuando, después de murmurar de nuevo, se giraron para informarme.

-Buchanan, el resultado ha sido de dos a dos.

Joder, ¡me cago en la leche que mamaron! Estos tipos no tenían arreglo. ¡Vaya pandilla de anormales!

-Juro que no os entiendo, chicos. Pienso que…

-¡Basta ya de rajar y tocar las pelotas, Buchanan! Me duele la cabeza de oírte. Creo que si pronuncias una sola palabra más, te estrangulo. Acabemos con esto, necesito una aspirina. Nuestro método estipula que en caso de empate lanzamos un dólar de plata. Tú eliges: cara o cruz. Si aciertas, te las piras bien lejos. Al quinto pino. No queremos volverte a ver. Pero si pierdes la espichas, ¿entiendes?

-Capito, hermano. Pero antes de escoger tengo dos preguntas que haceros.

-Adelante.

-La primera es por qué el disparo a los huevos.

-Eso fue una idea de Ernie, mejor que te lo cuente él.

-Es una explicación fácil. Si le pegas un tiro en los testículos a un tío, se concentra en el dolor que eso le causa y los demás disparos ni los nota. Digamos que es una terapia pre-mortem, destinada a rebajar el sufrimiento. ¿Comprendes?

De esa descabellada aclaración solo deduje que el primer tiro era en los huevos. Mierda.

-OK. Y la segunda pregunta es qué eligió Danny DiPaula.

-Cara.

-No, cruz, dijo otro.

-Cara, seguro que fue cara.

-Que no, que te digo que fue cruz.

-¡Maldita sea! ¡Yo tiré la moneda y sé lo que salió! ¡Salió cruz, había elegido cara!

-Eres un capullo integral, Leo. ¡Vamos a votar a ver qué es lo que eligió Danny!

La escena era completamente delirante, surrealista. Cuatro chalados discutiendo por semejante sandez.

Nunca he creído en milagros y siempre he aborrecido a la pasma, pero reconozco que esa noche la irrupción de un coche patrulla en el callejón, mientras los mentecatos murmuraban y votaban de nuevo, me hizo recobrar la fe en Dios. ¡Ah! Y además desde entonces no he vuelto a fumar.


viernes, 25 de octubre de 2013

Strangers in the night



Hacía una noche perruna. Llovían chuzos de punta y Santa Bárbara, San Pedro o quien coño fuese soltaba unos pedos monumentales allá arriba. Crucé corriendo el parking, subí al coche y puse la radio. Comenzaba Strangers in the night cuando sentí en el cogote el duro y frío cañón de un revólver.

-Estate quietecito y evitarás que te fría los sesos, dijo una voz cavernosa a través de un pasamontañas.

-¿Quién eres y qué cojones quieres?

-Calla y obedece, mamón. Hay un fiambre y una pala en tu maletero. Conduce hasta el bosque de Tinkerville. Allí abrirás una fosa y lo enterrarás.

-¡Ah! Pensaba que con esta música te apetecía un bailecito…

-¡Cierra el pico, idiota!. Y mueve el culo, ¡rápido!

Puse el auto en marcha y tomé la federal. A medio camino rompí el silencio.

-Acabo de decidir que va a excavar tu condenada madre.

-Pero ¿qué dices, capullo?

-No hay ningún cadáver. Piensas liquidarme, pero pretendes que antes cave mi propia tumba. Un encarguito de Floyd, supongo.

-¡Bingo! No eres tan gilipollas como pensaba, Buchanan.

-Pues infórmate primero de quién te pagará este recado, listillo, porque hace una hora que obsequié a tu patrón con unos tickets de plomo y está de viaje en el otro mundo.

El fulano enmudeció y me pidió que le dejase en el primer área de servicio.


jueves, 17 de octubre de 2013

La buena educación



Perdone usted, caballero, ya le he dicho antes que lo siento mucho. Comprenda que es mi trabajo, que tengo una familia que mantener. Pero hombre, no ponga esa cara, ¡por el amor de Dios! ¡Si solo ha sido una advertencia! Ande, ande, tápese bien ese agujero de la tripa, yo que usted no derramaría más sangre, podría resultar nefasto para su salud. Mire, voy a parar a ese taxi para que le lleve al hospital, ¿de acuerdo? Aquí llega. ¡Venga! que yo le ayudo a subir. Arribaaaaa, ¡hop!  Bueno, pues que se mejore, señor, que se recupere pronto y no sea nada. Ahora, por favor, eso sí, se lo ruego encarecidamente: acuérdese de devolver la pasta a Don Alessandro antes de una semana, mire usted que tiene muy mal carácter y es capaz de cualquier cosa… Adiós y buenas tardes, ha sido un placer conocerle. Hasta más ver.


viernes, 27 de septiembre de 2013

Obsesión




Contemplar una y otra vez esa película se había convertido en una auténtica obsesión para Grace. Cada crepúsculo ordenaba a Red, el mayordomo, que instalase el proyector y pusiera a rodar aquella rancia bobina de celuloide. Sobre la blanca pared planeaba noche tras noche la sombra de la misteriosa muerte de su padre, acaecida cuando ella era apenas una cría. Y como siempre, el noticiario concluía con las tristes declaraciones de la madre, asombrosa superviviente de tan terrible catástrofe. Grace sospechaba que detrás de algunas de aquellas extrañas palabras se ocultaba un mensaje de autoinculpación. Y la misión de su vida era encontrarlo.


viernes, 16 de agosto de 2013

lunes, 22 de julio de 2013

Capítulo Dos




Sí, colega, nos vienen pisando los talones. A ti y a mí. Solo faltan los típicos perros de presa olfateando nuestras huellas, arrastrando a sus amos con las correas de cuero, ladrando como posesos y exhibiendo sus temibles y afilados colmillos. No hagas esas muecas de extrañeza, debes saber de qué te hablo. Vaya, por tu cara comprendo que no recuerdas lo que pasó en el anterior capítulo. También sería posible que no lo hayas leído todavía o, aún peor, que en mi extraordinaria confusión ni siquiera lo haya escrito, que esté atrapado en una telaraña dentro de esta atolondrada cabeza. Pero estás aquí, eres mi cómplice. Siento el aliento de nuestros perseguidores en la nuca. ¿Tú no? Los tenemos muy cerca. Permaneces en silencio con esa cara de besugo recién capturado, ojos y boca bien abiertos, no te estás enterando de nada, ¿verdad? Con esa actitud me obligas a que relate todo lo sucedido. Lee cuidadosamente, no me gusta escribir las cosas dos veces, en ocasiones ni tan solo una, por eso quizás obvié el primer episodio de nuestras correrías…

Me llamo Leocadio Smith y nací en un pueblucho de Nuevo México. Soy hijo de un gringo pelirrojo y una chicana, quienes al no ponerse de acuerdo para darme nombre, recurrieron al azar usando el libro de santos del abuelo (página sexagésimo nona, décima línea: San Leocadio, bingo). En el Instituto comenzaron a apodarme Leo Pecas, innecesaria cualquier explicación. Me expulsaron cuando le reventé las narices a Kevin Grant, el hijo del Sheriff Grant, el pijo de mierda que intentó levantarme a mi chica, Catalina Fuentes. Entonces comencé a ayudar a mis padres en la granja familiar, pero fue precisamente en esa época cuando las autoridades sanitarias nos hostigaron con continuas inspecciones. Bajo la excusa de no cumplir  rigurosos controles y carecer de los permisos establecidos en la normativa, nos prohibieron seguir dedicándonos, como siempre hicimos e hicieron nuestros antepasados, a vender la leche y el queso obtenido de nuestras vacas, a criar gorrinos y gallinas, a comerciar con su carne y huevos. Mi padre vendió finalmente todos esos animales y con lo que obtuvo compró un gran rebaño de ovejas; alguien nos informó que los ovinos están menos sometidos a la reglamentación o, en otras palabras, no amenazan tanto los intereses de las grandes compañías alimentarias. Los ingresos decayeron y empecé a buscar trabajo, ardua tarea en un pueblo insignificante ubicado en el sexto pino. Después de casi dos años trampeando aquí y allá, de encargado de un video-club a camarero, de asistente de un veterinario rural a mozo en una pensión de mala muerte, decidí emigrar.

Escucha, ¿no oyes voces a lo lejos? Ten cuidado, habla bajo, no hagas ruido. Sé que nos han localizado. Ignoro si serán agentes o caza-recompensas. Anoche vi el aviso pegado en la fachada de la cantina:

SE BUSCAN
VIVOS O MUERTOS
Leo Pecas y su Lector/a
Recompensa: 30.000 $
(25.000 $ por Leo, 5.000 $ por su secuaz)

¿Qué diantres pensabas? Es normal que por el jefe de la banda ofrezcan más dinero ¿no? Además, tu intervención en mis fechorías se ha limitado a llevarme arriba y abajo en el coche, no tienes ficha policial. Mientras mi retrato es muy nítido, el tuyo solo muestra una difusa mancha gris, no se advierte si eres hombre o  mujer. A ti solo te prenderán si estás a mi lado cuando me detengan o me maten. Tengo una idea: como no pueden reconocerte, sal del establo, ve a dar una vuelta por ese villorrio, infórmate de cómo andan las cosas ahí fuera y tráeme una botella de whisky. ¿Que quieres saber el resto de la historia? ¿Que cómo has llegado hasta aquí? Bueno, pero prométeme que inmediatamente después de referírtelo todo harás lo que te he dicho.

Prosigo. En Alamogordo, el lugar donde se detonó la primera bomba atómica, residí seis meses. Trabajé ese tiempo en una gasolinera y ahorré el puñado de dólares que me costó un Chevrolet del año de la Polka, el vetusto pick-up que tan bien nos ha venido. Cuando llegué a Santa Fe tuve suerte de emplearme como recepcionista en el Club de Seniors. Poco trabajo y largas horas de tedio, que mitigué gracias a la lectura de muchos volúmenes de la biblioteca del club, más tarde con la escritura, con mis patéticos cuentos, como éste en el que estamos envueltos ahora. Esta historia sin pies ni cabeza titulada Outsiders in Nebraska, un relato malo de solemnidad, en el que el protagonista se llama como mi alias, solo que en la ficción soy un tipo algo mayor, cruel, analfabeto pero inteligente, sin amigos y alcohólico. Huérfano desde la niñez, abandonado después por mis familiares más cercanos (o menos lejanos, según se mire) paso las de Caín buscando el sustento en los confines de la sociedad de Lincoln, Nebraska. Primero son pequeños hurtos de mercancías que luego vendo, lo que me proporciona un modus vivendi sencillo aunque miserable. Más tarde aprendo un par de útiles timos que practico con petimetres locales, es una actividad más rentable pero con un mercado tan reducido que al final me veo forzado a abandonar el negocio y decido pasar al atraco a mano armada. Precisamente entonces apareces tú en medio del primer capítulo y, como no te puedes resistir a la fascinante personalidad del Leo inventado, permites que te reclute como camarada de fatigas, involucrándote de lleno en mis hazañas criminales. No comprendo cómo llegaste a este texto siendo solo un borrador, pero estoy seguro de que te traicionó el subconsciente, querías vivir a toda costa una gran aventura y solo has logrado situarte fuera de la ley, poner tu existencia en serio peligro.

Necesito un trago, colega. Me va a faltar saliva para acabar la narración. Júrame que en cuanto termine saldrás y me traerás esa botella de algo consistente. Lo has jurado, recuerda.

Ya que continúas mostrando esa alelada cara de despiste supino, te informo que empezamos con los bazares asiáticos. Esos rollitos primavera eran pan comido, muchos de ellos inmigrantes ilegales que se defecaban encima cuando les apuntabas con un revólver, que no se atrevían a interponer denuncias, a algunos les robamos en varias ocasiones. Eran trabajos tan fáciles que me avergüenza rememorarlos, tú al volante del destartalado Chevrolet, motor en marcha, esperando que yo saliera con un fajo de billetes y montones de relojes y teléfonos móviles metidos en una saca, para salir pitando por las solitarias carreteras de Nebraska, donde ni tú ni yo hemos estado jamás en la vida real. Solo nos dieron un susto, fue una noche en el Beijing Express, ya les habíamos atracado tres veces y nos estaban esperando; cuando me vieron entrar, dos tipos con pinta de ninja, armados hasta las cejas, surgieron inesperadamente de algún lugar situado detrás de las estanterías. Ése día no se me olvidará, una bala pasó rozando el lóbulo de mi oreja derecha, nos salvamos por los pelos, colega.

Ya éramos conocidos por todos los comerciantes orientales, debíamos cambiar de sector. Los restaurantes abiertos las 24 horas representaban un negocio poco lucrativo pero bastante seguro. En Lincoln y sus alrededores, a las tres de la mañana no hay mucha gente que frecuente esos lugares. Y los borrachos no nos inquietaban. Fue otra época bastante buena, cenas gratis y dinero fácil a cambio de un riesgo pequeño y controlado. Recuerdo que vivíamos bien allí, en el Motel Elvis. A veces montábamos unas juergas legendarias, en las que corrían sin límite el bourbon y los estupefacientes. La putada llegó cuando descubrimos que las malditas cámaras de seguridad habían dejado la imborrable huella de mi cara en sus grabaciones. Ese mismo día nos mudamos a Omaha.

Fue una tórrida mañana de julio cuando la patria chica de Fred Astaire, Marlon Brando, Monty Clift y Nick Nolte nos recibió con los brazos abiertos. Aunque no íbamos cortos de guita, no queríamos dormirnos en los laureles, era preciso seguir recaudando, aspirar al Oscar de los mangantes. Pero para eso teníamos que reinventarnos, dar un salto cualitativo y cuantitativo en nuestra carrera: nada de tiendas chinas, restaurantes de 24 horas ni chorradas por el estilo. Me diste la idea al preguntar dónde guarda la gente la pasta, colega. En los bancos, te respondí. La idea era visitar varias oficinas y observar los movimientos de los empleados y de los clientes, los elementos de seguridad y las vías de escape. Decidimos debutar en el Basura Bank. Si bien el botín fue irrisorio, la experiencia resultó enriquecedora. Después visitamos el Poquito Bank, con rendimientos más aceptables aunque todavía insuficientes. A éste le siguió el Ricachones Bank, en el que asumimos grandes riesgos pero obtuvimos unas considerables utilidades y, de paso, un precio por nuestras cabezas.

Pero en el último trabajo, en el Millonetis Bank, la cagamos con todo el equipo. Debí atender tus advertencias cuando, como ya hiciste la noche del Beijing Express, te arrancaste un número aleatorio de pelos del cogote, los contaste y me dijiste: “Impar, dejémoslo”. Era tu absurda y supersticiosa forma de predecir si nuestra misión tendría éxito o no. Sabes que yo nunca creí en semejante idiotez pero, joder, aquella vez volviste a acertar de pleno. Me empeñé en probar el sinsentido de tu técnica profética y lo único que conseguí fue demostrar que la avaricia rompe el saco, que a todo cerdo le llega su San Martín. Me vi obligado a disparar a un vigilante nerviosito y nos marchamos sin un centavo, con el rabo entre las piernas. El capullo del guardia solo está grave, cualquiera puede seguir viviendo sin el puñetero bazo, pero al ser sobrino de un Consejero del banco, que por más señas se postula para candidato al Senado en las próximas elecciones, la bofia se ha lanzado tras nosotros sin contemplaciones, como si hubiésemos asesinado al mismísimo Presidente de los Estados Unidos y a toda su parentela, celebrando después un rito satánico con sus cadáveres. Con tanto terrorista suelto y despliegan un operativo que cuesta un huevo a los ciudadanos, moviendo cielo y tierra, solo para trincar a dos pelagatos. Perdona el calificativo, colega, pero reconoce que eso es lo que somos: unos pelagatos, ni más ni menos.

Ahora estamos en este sucio establo abandonado a varias millas de Omaha, donde hemos llegado en un Ford alquilado con documentación falsa, intentando que se calmen las cosas y poder traspasar sin problemas la frontera de Iowa para dirigirnos a Des Moines, la ciudad donde murió el gran campeón de los pesos pesados Rocky Marciano. The End, Fine, Fin, Das Ende, Koniec.

Bueno, colega, ahora que ya te he puesto al día y conoces la situación pormenorizadamente, sal, coge el coche, acércate al pueblo, husmea un poco, entra en un supermercado y compra varios periódicos, una radio de bolsillo, algo de comida y, esto que no se te olvide, una botella del brebaje con la graduación más alta que encuentres. Cuando regreses haremos planes importantes. Pero déjame antes tu revólver, has mostrado ser incapaz de aprender a disparar durante todo este tiempo. Si te cachean y lo descubren solo conseguirás que te detengan y tú, a fin de cuentas, eres otra de mis víctimas. Vete ya. Hasta luego.

Menos mal que al final me he desecho de su compañía, le estimo tanto. Estoy convencido de que llegarán en menos que canta un gallo. No sé cómo ni por qué, pero saben que andamos por aquí. Confío en que mi colega salve el pellejo, apostaría a que no tienen informaciones o pruebas que puedan incriminarle de forma directa en ninguno de los delitos que hemos cometido. Ya oigo los helicópteros sobrevolando el establo. Y a través de unas rendijas entre las tablas que forman las paredes veo cómo, levantando nubes de polvo, se acercan manadas de coches de polizontes desde los cuatro puntos cardinales. Los desgraciados llevan las sirenas y luces a todo meter, creen que así me van a atemorizar, son bobos de nacimiento.

Ignoran que, aunque he contado siete pelos de mi cogote, no me pienso entregar, que nadie enchirona a Leo Pecas, que aquí se va a armar la de Dios es Cristo. Tengo la boca seca, dos pistolas y he visto cuatro veces Dos hombres y un destino. Ni esto es Bolivia ni yo soy Paul Newman o Robert Redford, mucho menos Butch Cassidy o Sundance Kid. No obstante voy a salir disparando a mansalva, indiscriminadamente, hasta que me acribillen o un madero con buena puntería me mande en el acto al otro barrio. Ignoran también que, desde que abra esa puerta, voy a concentrar todos los pensamientos en mi diosa, en la bella Catalina Fuentes; el recuerdo de su imagen endulzará mis últimos momentos. Los muy estúpidos no sospechan que este cuento se ha acabado, colega.


domingo, 7 de julio de 2013

El escarmiento




El pobre diablo de la cicatriz en la mejilla que esta noche me ha abordado en este callejón solitario con evidentes signos de padecer el síndrome de abstinencia y me está amenazando con una mierda de navaja para que le entregue todo el dinero que llevo encima, porque asegura que de lo contrario me mata, es un auténtico gilipollas. En ningún momento se ha parado a pensar que yo podría llevar en el bolsillo un revólver y me resultaría sencillo abrir  nuevas ventanas en su azotea tan solo en un par de segundos. Mientras el imbécil me mira fijamente ladeando esa horrible cara que asoma bajo la original gorra con las iniciales NY bordadas en su frente, estoy ya empuñando la culata y acariciando el gatillo. De repente, el imbécil tiene una reacción imprevista. Su boca esboza una estúpida sonrisa y luego comienza a reír a carcajadas,  enseñando los boquetes de su dentadura y doblándose hacia adelante. Joder, yo te conozco, tío, me suelta el muy tarado. Eres Bob, joder, el hijo de Randy, el de la panadería. Habría jurado que el tipo tenía el mono, pero ahora pienso que está completamente fumado. Oye colega, préstame veinte dólares; se los llevaré a tu padre la semana que viene, sigue farfullando mientras guarda su arma. Tío, ni me llamo Bob ni mi viejo trafica con baguettes. Te voy a dar lo único que mereces y que te va a resultar muy útil. Saco la pistola y le pego un tiro en el pie. El asaltante cae sobre un charco gritando de dolor, menta a mi madre y pregunta por qué lo he hecho. Digamos que, al margen de constituir una lección gratis sobre las consecuencias de la imprudencia, es un favor que te hago al sacarte de la calle durante unos días, “colega”.  Enciendo un pitillo y a continuación le lanzo un billete de veinte pavos a la jeta. Esto es para que le compres unos bollos al bueno de Randy, coméntale que sin proponérselo te ha salvado la vida. Doy media vuelta, dejando a aquel desgraciado retorciéndose en el suelo, y emprendo de nuevo mi camino en busca de la penúltima copa.


martes, 7 de mayo de 2013

Hermano




Hermano, he llegado. No olvides lo que te pedí. Os quiero.” El SMS heló la sangre de Pedro. Pocos minutos antes una locución le había asegurado que el móvil de Mauro estaba apagado o fuera de cobertura, cuando intentó responder a una llamada perdida que ya le sobrecogió, pues acababan de enterrar a su amigo esa misma mañana. Entonces recordó nuevamente sus últimas palabras: “Pedro, hermano, me muero. Sé que todo lo planeaste con María porque estáis enamorados. Tendrás que cuidar de ella y las chicas; confío en ti.


lunes, 22 de abril de 2013

Recuerde su nombre




-Herminio Ramírez, recuerde su nombre. Es el hombre que me mató. Impida que le ponga una mano encima.

El anciano me había susurrado eso al oído mientras permanecía sobre una camilla en los servicios de urgencia del hospital, esperando resultados de las pruebas que me habían realizado ante un probable ataque de apendicitis.

Observé que el hombre entraba y salía libremente de los distintos boxes, vestido con un pijama celeste y ayudándose de un bastón. Los sanitarios no le prestaban ninguna atención, pasaban a su lado ignorándolo como si formase parte del decorado de esa unidad médica.

-Hemos comprobado que efectivamente se trata de una inflamación del apéndice vermicular. Hay que operarle de inmediato, me dijo el doctor que me estaba atendiendo. No debe preocuparse, el compañero que practicará la intervención es estupendo. No le quedará la menor cicatriz

-¿Cómo se llama ese cirujano?, inquirí.

-Fernando Rosales, es catedrático en la universidad. Le repito que es un excelente profesional. Puede usted estar tranquilo. Comenzaremos en veinte minutos.

-De acuerdo, asentí, mientras contenía un espantoso dolor abdominal y rezaba para que los minutos transcurriesen volando.

Después de rasurarme y untar la zona afectada con un yodo amarillento, los enfermeros me trasladaron al quirófano. Una vez allí, un tipo enfundado en un burka verde, con ojos inquietos, se dirigió respetuosamente al jefe del equipo:

-Rosales, estamos listos. Cuando quieras.

-OK, Herminio, puedes empezar con la sedación del paciente.


martes, 16 de abril de 2013

Un silencio




Una noche lluviosa.

Una ciudad.

Una calle estrecha, oscura y solitaria.

Un bar con un rótulo de neón.

Un individuo apoyado en la barra, con un vaso de licor en su mano.

Una desconocida que franquea el umbral.

Un cruce de miradas.

Una invitación.

Una charla insustancial.

Unas risas.

Un silencio.

Un cruce de miradas.

Un guiño.

Un susurro al oído.

Un coche que arranca, iluminando el asfalto mojado.

Un semáforo en rojo.

Un cruce de miradas.

Una caricia.

Un beso.

Un silencio.

Una puñalada.

Una puerta que se abre.

Un cuerpo que cae en medio de una calle estrecha, oscura y solitaria.

Un coche que arranca, iluminando el asfalto mojado, y desaparece en una ciudad en una noche lluviosa.

Un silencio.


miércoles, 10 de abril de 2013

El jefe de los zombis




La gente no cesa de mirarme. Es sábado por la tarde. Camino rápido por la Gran Vía con la gabardina en la mano. Llevo el ojo izquierdo reventado, manando sangre. Ésta surca las mejillas, resbala hacia la barbilla y desde ahí gotea sobre mi pálida camisa. Una prenda que se ha convertido en un mapa de tonos amarantos y granates. La sangre traspasa además el fino algodón, calando mi piel. Siento escalofríos cuando el aire gélido de diciembre sopla sobre mi húmedo tórax. La gente es impertinente, no deja de observarme. Exhiben caras de sorpresa, de miedo, de asco. Agrando mis zancadas y la expectación aumenta entre los transeúntes que se cruzan en mi camino. Un hombre mayor me pregunta si necesito ayuda. Le mando a la mierda. Al instante, me arrepiento. Vuelvo sobre mis pasos y me disculpo apresuradamente. Reanudo la marcha. Extraigo un pañuelo del bolsillo de la americana, también salpicada de hematíes. Me lo cruzo alrededor de la cabeza, protegiendo la superficie del ojo lisiado. Ahora la curiosidad se multiplica por mil: un tipo trota atléticamente por las abarrotadas aceras del centro de la ciudad, con un ojo cubierto por un pañuelo impregnado en sangre. Me abro sitio a codazos entre un ejército de compradores navideños sin rumbo conocido. Parezco un zombi más, qué digo, parezco el jefe de los zombis. Al fin, alcanzo un bar. Entro y pido una copa. Mientras me sirven voy al servicio. Me lavo la cara y me adecento un poco. La sangría se está deteniendo, benditas plaquetas. Compruebo que no tengo visión en el ojo dañado. Recuerdo el famoso dicho del tuerto en el país de los ciegos y me cago en todo lo que se menea. Me coloco unas oscuras gafas de sol. Acomodado en la barra, pego unos tragos al escocés con hielo, saboreándolo tal y como no es mi costumbre. Deposito unas monedas en el mostrador y me despido. Salgo a la calle y sigo caminando hacia el hospital más cercano.

Debí haberle creído cuando me juró que si me veía con otra me sacaría los ojos. Si no hay suerte, al menos habré salvado uno de ellos.


domingo, 7 de abril de 2013

La risa puede ser peligrosa




Este gordo ocupa mucho lugar. No sé qué voy a hacer con su cadáver. Ni siquiera sé si podré moverlo. Comprendo que me precipité al dispararle, pero sin embargo no me arrepiento de ello. Esa inmunda bola de sebo estaba trompa, vomitó sobre mis Ferragamo y luego comenzó a burlarse. Creo que fue precisamente su risa histérica la que hizo que algunos cables se cruzasen en el interior de mi cabeza;  me recordó a mi padre cuando era niña y, después de revisar mis calificaciones escolares, se tronchaba a carcajadas para terminar diciendo: “nunca llegarás a nada, querida”.


miércoles, 27 de marzo de 2013

Muertes súbitas



 ·        Punto para el servicio

“Oye, nena, he de hacerte una pregunta”, dijo el hombre.
“¡Dispara!”, respondió ella.
Entonces Bob sacó una Smith & Wesson del 38, la apoyó en el pecho de Kate y apretó el gatillo dos veces.
Mientras observaba el cadáver, Bob pensó: “¡Joder, que perspicaz era, tenía la respuesta preparada!”

 ·        Punto para el resto

“¡Ya no soporto más que siempre te salgas con la tuya, Susan!” exclamó Pete nerviosamente.
“¡Muérete, saco de mierda!”, contestó la mujer.
Pete abrió la ventana y se lanzó desde el decimonoveno piso de un edificio en el Bronx.

  • Set point

“Cariño, este bourbon que me has servido es puro veneno”, farfulló Sam con una mueca de profunda repugnancia.
“¿Y quién dijo que ‘eso’ fuera whisky, desgraciado?” preguntó la rubia platino, recostada en el sofá.
Sam se incorporó a duras penas, tambaleándose ligeramente durante unos segundos y vino a caer pesadamente sobre la mesa de centro, destrozando también el cenicero de cristal y un jarrón chino de dudoso gusto.

·        Match point
“¡Estoy más que harta, Bill! ¡Te juro que la próxima vez que me mientas lo nuestro habrá acabado para siempre!”
“No dramatices, pequeña”, susurró Bill tras separar el pitillo de sus labios. “¡Esto no es el fin del mundo!”
En ese preciso instante, un meteorito de extraordinarias dimensiones impactó con nuestro planeta, y la Tierra y todos sus habitantes se fueron a hacer puñetas.



Consumir preferentemente antes de morir



“Ya son tres las víctimas. Y las autoridades aún desconocen las causas”, manifiesta el periodista a la cámara en el lugar de los hechos, mientras con una mano sostiene el micrófono y con la otra una humeante taza.

“Muchísimas gracias, señora. Le aseguro que es el mejor chocolate que he probado nunca”, había afirmado satisfecho el inspector, antes de examinar los cadáveres de los testigos de Jehová que yacían en el zaguán.

“Pobrecillos míos… ¡Con este frío y los dos sin abrigo! No se vayan todavía, que enseguida les preparo algo calentito”, sugirió la venerable anciana esbozando una extraña sonrisa.


lunes, 18 de marzo de 2013

El dulce y suave perfume




Los últimos días George mostró un misterioso comportamiento. Había bajado casi por completo todas las persianas, nunca encendía las luces  (varias veces tropezó conmigo al cruzarnos de noche por el negro pasillo), mantenía desconectado su teléfono y bebía y fumaba nerviosamente. Tampoco se sentaba al ordenador ni salía de casa, aunque la débil bombilla del refrigerador iluminaba cada vez menos alimentos. Se afeitó la barba, apenas me hablaba y evitaba cualquier contacto físico, se le notaba muy preocupado y en ocasiones le sorprendí llorando a escondidas, estremecido.

La pasada madrugada, mientras yo dormía y él se dedicaba como siempre a ver la televisión, llamaron a la puerta insistentemente. Desde el umbral de la habitación pude ver cómo George desconectó el  receptor y se quedó inmóvil en el sofá, con las palmas de las manos cubriendo sus oídos, los ojos cerrados y la cabeza entre sus rodillas. Oí un fuerte impacto, seguido de un ruido de tablas rotas, bisagras chirriantes, el interruptor de la luz y los pasos de dos personas dirigiéndose apresuradamente al salón. Inquieto, me oculté a hurtadillas en la penumbra del baño; allí me quedé, observando cómo un extraño con la señal de un profundo arañazo en el rostro agarraba del cabello a George y lo alzaba, reventándole la nariz con su puño. Aunque le estaban gritando, no acerté a comprender lo que decían. Escuché palabras extrañas como joder, coca, jefe, pasta, cabrón y otras que ni recuerdo ni conozco, solo sé que George, tumbado sobre la alfombra, se mantuvo todo el tiempo callado, emitiendo únicamente jadeos de dolor. Los dos tipos se alternaron en patear su vientre de forma repetida y después el del arañazo, eso sí lo recuerdo bien, pronunció la frase vas a morir, maldito hijo de puta. Sacó un extraño objeto reluciente del bolsillo y dirigiéndolo a la cabeza de George lo hizo estallar dos veces. De su sien comenzó a brotar un espeso líquido rojo, que por lo que pude percibir no olía nada mal.


Al instante el otro desconocido giró la cabeza, me miró fijamente y apuntó también algo metálico hacia mí. Su compañero dijo una cosa rara, algo así como andando, al gato que le den y se fueron deprisa, por donde habían venido.