De
súbito, despiertas. Abres los ojos, acostado al lado de una mujer desnuda a la
que no conoces. Sobre un colchón que tortura tus vértebras. En la infame habitación
de un mísero motel. Te levantas con dificultad, encogiéndote de dolor.
Descorres las cortinas. Fuera, bajo el sol naciente, un paisaje árido en tonos
ocres. Estás en medio del desierto que a lo lejos atraviesa una carretera
solitaria. Te vuelves y reparas en la insólita belleza de esa misteriosa mujer.
También en su palidez extrema. Te acercas y cuando compruebas que no reacciona
a tus llamadas, que parece no respirar, la abofeteas. Nada. Verificas su pulso
y decides que está muerta. Te entra el canguelo. No hay sangre, tampoco marcas
de violencia en ningún rincón de su preciosa anatomía. Pero te acobardas
porque, además, no logras recordar. No sabes dónde te hallas ni cómo has podido
llegar allí. Ignoras quién es la diosa muerta. Lo ocurrido durante las
anteriores veinticuatro horas sencillamente se ha desvanecido, ya no forma
parte de tu vida, de tu historia. Entonces observas alrededor. Sobre una
pequeña mesa, tumbada y vacía, descansa una botella de bourbon; a su lado, un
cenicero repleto de colillas. En el suelo una vieja máquina de escribir,
destrozada. Y la papelera, llena de folios estrujados. Tomas uno de ellos y
lees la única línea que hay mecanografiada en él. A continuación despliegas
otro que muestra la misma leyenda. Y luego otro y otro más, hasta vaciar la
cubeta. Comienzas a temblar. En todos aquellos papeles, las mismas palabras:
“Hoy encontré a mi musa; va a pagar por todo lo que no hizo”
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domingo, 27 de abril de 2014
sábado, 29 de marzo de 2014
El incómodo embrollo
Shadow Days - Michael Ryan (www.500px.com)
Si bien mi mujer me engaña, no
debería reprochárselo. Multitud de veces le he dicho: "Nena, si se
presenta una oportunidad no la desaproveches, dale alegría a tu cuerpo, que tu
cuerpo es para darle alegría y cosas buenas, ¡ahhhhhhhhhhhhh, Macarena!"
Primero sospeché que la alegría se la proporcionaba un
vecino, la pareja de alguna de sus amigas, el cartero, incluso una de mis
amistades o su místico profesor de tai-chi. Al final, conseguí descubrir que solo
me es infiel con mi otro yo. Y eso sí que no. Ah, no. Por ahí no paso. Toleraría
que me pusiera los cuernos con alguien conocido o cognoscible, pero justamente
con alguien que -por mucho que me lo proponga- jamás llegaré a conocer, eso no
puedo consentirlo. De ninguna de las maneras. Aunque, si me paro a reflexionar,
a estas alturas dudo si culpar a mi esposa o a mi otro yo, el perfecto extraño que
se la beneficia a mis espaldas.
Mi mujer argumenta que no sabe nada, que debe ser
su otra ella la que se entiende a escondidas con mi otro yo. Un día de estos tenemos
que sentarnos a hablar los cuatro para ver si resolvemos, de una vez por todas,
este incómodo embrollo.
sábado, 14 de diciembre de 2013
El día que Santa Claus dijo basta
Para finalizar, el viejo pegó un
puñetazo sobre la mesa, se alzó del sillón, profirió un ensordecedor gruñido, mesó
repetidamente sus barbas y con expresión colérica atisbó a su alrededor. La
legión de fieles elfos, acobardada, se mantenía en completo silencio atenta a cualquier
cosa que su patrón pudiera decir u ordenar a continuación.
-¡Estoy más que harto! -repitió el
gordinflón, dando también una enérgica patada contra el suelo- ¡Este año no
habrá ningún regalo para esos egoístas que pueblan el hemisferio norte!
Inclinó la cabeza y manteniéndola gacha
fue alzando la vista para observar a sus subordinados que, estupefactos, cruzaban
entre sí miradas desconfiadas; era obvio que aquellos minúsculos seres no habían
comprendido ni una sola palabra de su discurso. Nunca antes le habían parecido
tan humanos.
martes, 19 de noviembre de 2013
Próximo destino
Habían atravesado la
capa de nubes y un sol radiante bañaba todo el interior del avión; aunque era
un sol extraño, su luz parecía blanca. Las simpáticas azafatas invitaban a que
los cinturones fuesen desabrochados tras la prolongada y en momentos terrorífica
fase de turbulencias. Sin embargo, los pasajeros no podían dejar de mirarse con
expresiones desconfiadas. Las últimas palabras del comandante difundidas por la
megafonía interior habían sido: “Tengo el
placer de informarles que ha sido una colisión perfecta, afortunadamente
ninguno de nosotros ha sobrevivido. Comiencen a olvidar cualquiera de sus
problemas, pronto llegaremos a destino”.
lunes, 2 de septiembre de 2013
Encuentros en el semáforo
Viernes 19:15
horas
Otra vez parado en el maldito
semáforo de Gran Vía esquina Colón. Estas luces están sincronizadas de forma que
cada día, cuando tomo el camino a casa después de otra insoportable jornada de
trabajo, inevitablemente deba detenerme aquí. Giro la cabeza a la derecha y me
quedo helado: el vehículo lo conduce un sujeto clavado a mí, mi otro yo, pero
mejorado. Una versión superior porque está subido a la grupa de ochenta mil
euros de cuero y acero, lleva puestas unas gafas de sol de dos mil y luce un
traje de alpaca de precio incalculable. El semáforo cambia a verde y cuando el
tipo arranca, decido seguirlo. Es una actitud instintiva. Ignoro por qué
procedo así. No hay ningún pretexto razonable que justifique mi conducta, pero
lo hago con inusitada convicción.
Viernes 19:25 horas
He llamado a casa por el manos
libres y después de preguntar por las niñas he mentido a mi mujer diciéndole
que me retrasaré un poco; un compañero nos invita a unas copas para celebrar su
cumpleaños. Mi otro yo conduce muy deprisa. Intento no perderlo de vista aunque
mi coche no es tan potente. De repente, ya en las afueras, su intermitente
derecho señaliza lo que se antoja una parada. Se acerca al borde de la acera para
recoger a una chica que espera en la puerta de un hotel. La rubia de la
minifalda sube y el deportivo inicia de nuevo la marcha. Toma dirección norte
por la ronda exterior de la ciudad y sale a la autovía. Yo miro el reloj y
continúo tras él.
Viernes 19:40 horas
Mi sosia toma la salida 13 y entra
en un polígono industrial abandonado. Prudentemente, intento que no descubra mi
persecución aminorando la marcha y dejando mucho espacio entre ambos, incluso apago
las luces de posición. Su velocidad también se reduce. Se detiene entre varios
edificios fabriles desvencijados, al lado de un hombre apoyado en un
todoterreno negro. Yo he parado a bastante distancia, convencido de que no
advierten mi presencia. Saco unos potentes binoculares de visión nocturna que
siempre llevo bajo el asiento (soy aficionado a la observación de aves) y veo cómo
una especie de cuervo con piernas entrega una diminuta bolsa blanca a la mano
que sale por la ventanilla del coche que estoy siguiendo. La mano se esconde y
reaparece con un par de billetes que el pájaro atrapa de un rápido picotazo. Mi
otro yo vuelve a arrancar y se incorpora nuevamente a la autovía.
Viernes 19:55 horas
El bólido abandona la autopista por
la salida 6 y entra en el parking de un Motel de carretera. Bajan los ocupantes
y el hombre, tomando de la cintura a la sonriente joven, se dirige a Recepción.
A los cinco minutos, con una botella de champán en la mano y lo que parecen
unos snacks, se introducen en el bungalow número 17. A pesar de la penumbra, he
podido comprobar que Mi otro yo es perfectamente equivalente a mí. Misma
complexión, misma mirada, misma debilidad capilar, mismo sobrepeso e incluso idéntica
la leve cojera que padezco por desgaste de la cabeza del fémur.
Viernes 20:20 horas
Desconozco cuánto tiempo durará el
presunto revolcón amenizado con espumoso, patatas fritas y estupefacientes, pero
necesito estirar las piernas. Salgo del coche y camino por el aparcamiento de
arriba abajo. Es de noche. No se ve un alma y excepto el lejano sonido de una
televisión en el área de recepción, todo permanece tranquilo. Me acerco al auto
de Mi otro yo, un biplaza nuevo de trinqui, y miro a través de los cristales.
Tanteo el tirador de la puerta y para mi sorpresa compruebo que el vehículo
está abierto. Se dispara mi adrenalina cuando accedo y me siento en el lugar
del conductor. ¡Joder! ¡Hasta usa el
mismo perfume que yo! Esto es el colmo. ¿De dónde ha salido este tipo? Abro la
guantera y extraigo la documentación. El fulano se llama Ricardo Sucre (mierda,
las mismas iniciales) y vive en la zona residencial de un municipio cercano a
la capital. Vuelvo a hurgar en la caja del salpicadero y doy con una foto en la
que Sucre aparece con las que posiblemente son su mujer e hijas. Todas ellas de
similar edad a las mías. No hay más evidencias sobre Mi otro yo, excepto una
tarjeta de acreditación de la que imagino es la empresa donde trabaja o a la
que representa: “Morningdays”. Una
conocida multinacional dedicada a la comercialización de semillas transgénicas
y fertilizantes supuestamente venenosos. Dejo todo otra vez en su sitio, cierro
cuidadosamente la guantera y salgo del automóvil, dirigiéndome al mío.
Viernes 22:35 horas
Hace un rato he tenido que volver a engañar a mi mujer
diciéndole que, tras la celebración, el jefe se ha empeñado a invitarnos a una
última ronda en el Flynn’s, el pub de moda entre los pijos. Ella sabe que es
imposible rehusar la invitación de un jefe.
La pareja sale del bungalow y
vuelve a subir al coche. Ricardo toma rumbo a la ciudad y deposita su mercancía
a la puerta de otro hotel, esta vez en el centro. Entonces se me ocurre que la
rubia podría escribir una guía de hospedajes más completa y fiable que la de
muchos concienzudos especialistas. Mi otro yo se pone de nuevo en marcha y por
la dirección que elige creo que ha decidido irse a casa. El deportivo para
junto a la verja de una vivienda cerrada, en completa oscuridad. Paso delante
de él, deteniéndome discretamente a un centenar de metros. Mientras la verja se
está abriendo, a través de mis binoculares aprecio con claridad como el hombre
llora. Se enjuga las lágrimas con un pañuelo pero acto seguido cabecea de nuevo
entre perceptibles sollozos. Me estoy viendo llorar en la piel de otra persona
y eso me produce un hondo desasosiego. Al cabo, Ricardo consigue contener sus
penas, guarda el pañuelo y cruza la verja. Doy la vuelta y me sitúo frente a
ella. Veo encenderse una luz en la primera planta y a continuación oigo un
disparo. El sobresalto es espantoso, doy vuelta a la llave y salgo a toda velocidad,
regalando un cinco por ciento de las gomas de mis neumáticos al seco asfalto.
Lunes 19:15 horas
Otra vez parado en el mismo
semáforo de siempre, maldición. Giro la cabeza hacia la izquierda y me
encuentro con una furgoneta vieja, llena de arañazos y golpes, rotulada como
“Román Sierra, Limpieza de fosas sépticas”. Un escalofrío recorre mi columna
cuando compruebo que el conductor es idéntico a Ricardo Sucre, es decir,
idéntico a mí, y tiene las mismas iniciales. Es Otro Mi otro yo, pero
empeorado, una versión inferior, con su mono beige repleto de salpicaduras y lamparones
en distintos tonos ocre y una gorra deshilachada. Observo que han dejado de
pasar los peatones y segundos antes de que la luz verde lo permita arranco aparatosamente, dejando más caucho sobre el pavimento. No voy a permitir que
Otro Mi otro yo me persiga. He de llegar a casa cuanto antes y abrazar a mi
familia.
domingo, 28 de julio de 2013
Mi Rat Pack (1)
Me llamo Frank y en mi casa tengo
el nuevo y actualizado Rat Pack. Mi gato se llama Martin, es blanco con una
mancha oscura en forma de pajarita bajo el cuello. Es un felino seductor, que maúlla
y ronronea tentadoramente a las hembras que recorren el tejado. Por otro lado,
a mi perro le puse Sammy; lo encontré un día sentado a la salida de casa, como
esperando que me hiciese cargo de él. Es negro y tampoco pertenece a ninguna
raza cotizada, más bien parece un vulgar chucho callejero, pero enseguida me
robó el corazón con sus zalamerías. Al pobre le faltaba el ojo izquierdo, es
posible que un gamberro se lo sacara de una paliza. El veterinario le colocó en
el hueco uno de cristal, de ahí su apelativo.
Lo alucinante de Sammy es que en
multitud de ocasiones se planta delante, mirándome fijamente. Entonces observo
en su ojo sano mi reflejo pero en el de cristal se reproducen imágenes de esas
actividades que aparco de forma indefinida y que debería haber hecho o estar
haciendo en ese momento: visitar a mis padres o a un amigo enfermo, pintar el
salón, escribir una carta a mi hermana que vive en un lejano país, reparar los
desagües, reemprender la escritura de la novela que empecé hace años y duerme
en un cajón, invitar a los vecinos a una barbacoa, volver a colaborar con
aquella organización humanitaria, telefonear a Grace y hacer las paces… Es como
si el ojo de cristal de Sammy intentase convencerme con sus películas de
ficción que valore y emplee mi vida, que
no malgaste el tiempo en idioteces. Que hay personas que me quieren, tal vez
que me necesitan, y todavía confían en mí.
Cualquier día de estos me pillará
en la hora tonta y atenderé alguna de las súplicas de Sammy. Mientras tanto,
seguiré viviendo “a mi manera”.
(1) Rat Pack (Pandilla de ratas) fue el nombre con el que se
conoció a un grupo de actores y músicos estadounidenses que, reunidos como
amigos, se generó alrededor primero de Humphrey Bogart y, a su muerte, alrededor de Frank Sinatra, y que trabajaron juntos en películas, conciertos, espectáculos,
incluso en eventos políticos. Activo entre mediados de la década de 1950 y mediados de la de 1960, sus miembros más conocidos fueron, aparte de Sinatra, Dean Martin, Sammy
Davis Jr., Peter
Lawford y Joey
Bishop, como núcleo principal.
lunes, 22 de julio de 2013
Capítulo Dos
Sí, colega, nos vienen pisando los
talones. A ti y a mí. Solo faltan los típicos perros de presa olfateando
nuestras huellas, arrastrando a sus amos con las correas de cuero, ladrando
como posesos y exhibiendo sus temibles y afilados colmillos. No hagas esas
muecas de extrañeza, debes saber de qué te hablo. Vaya, por tu cara comprendo
que no recuerdas lo que pasó en el anterior capítulo. También sería posible que
no lo hayas leído todavía o, aún peor, que en mi extraordinaria confusión ni
siquiera lo haya escrito, que esté atrapado en una telaraña dentro de esta atolondrada
cabeza. Pero estás aquí, eres mi cómplice. Siento el aliento de nuestros
perseguidores en la nuca. ¿Tú no? Los tenemos muy cerca. Permaneces en silencio
con esa cara de besugo recién capturado, ojos y boca bien abiertos, no te estás
enterando de nada, ¿verdad? Con esa actitud me obligas a que relate todo lo
sucedido. Lee cuidadosamente, no me gusta escribir las cosas dos veces, en
ocasiones ni tan solo una, por eso quizás obvié el primer episodio de nuestras correrías…
Me llamo Leocadio Smith y nací en
un pueblucho de Nuevo México. Soy hijo de un gringo pelirrojo y una chicana, quienes
al no ponerse de acuerdo para darme nombre, recurrieron al azar usando el libro
de santos del abuelo (página sexagésimo nona, décima línea: San Leocadio, bingo).
En el Instituto comenzaron a apodarme Leo Pecas, innecesaria cualquier
explicación. Me expulsaron cuando le reventé las narices a Kevin Grant, el hijo
del Sheriff Grant, el pijo de mierda que intentó levantarme a mi chica,
Catalina Fuentes. Entonces comencé a ayudar a mis padres en la granja familiar,
pero fue precisamente en esa época cuando las autoridades sanitarias nos hostigaron
con continuas inspecciones. Bajo la excusa de no cumplir rigurosos controles y carecer de los permisos
establecidos en la normativa, nos prohibieron seguir dedicándonos, como siempre
hicimos e hicieron nuestros antepasados, a vender la leche y el queso obtenido
de nuestras vacas, a criar gorrinos y gallinas, a comerciar con su carne y huevos.
Mi padre vendió finalmente todos esos animales y con lo que obtuvo compró un
gran rebaño de ovejas; alguien nos informó que los ovinos están menos sometidos
a la reglamentación o, en otras palabras, no amenazan tanto los intereses de
las grandes compañías alimentarias. Los ingresos decayeron y empecé a buscar trabajo,
ardua tarea en un pueblo insignificante ubicado en el sexto pino. Después de casi
dos años trampeando aquí y allá, de encargado de un video-club a camarero, de
asistente de un veterinario rural a mozo en una pensión de mala muerte, decidí
emigrar.
Escucha, ¿no oyes voces a lo lejos?
Ten cuidado, habla bajo, no hagas ruido. Sé que nos han localizado. Ignoro si
serán agentes o caza-recompensas. Anoche vi el aviso pegado en la fachada de la
cantina:
SE BUSCAN
VIVOS O MUERTOS
Leo Pecas y su Lector/a
Recompensa: 30.000 $
(25.000 $ por
Leo, 5.000 $ por su secuaz)
¿Qué diantres pensabas? Es normal
que por el jefe de la banda ofrezcan más dinero ¿no? Además, tu intervención en
mis fechorías se ha limitado a llevarme arriba y abajo en el coche, no tienes
ficha policial. Mientras mi retrato es muy nítido, el tuyo solo muestra una
difusa mancha gris, no se advierte si eres hombre o mujer. A ti solo te prenderán si estás a mi
lado cuando me detengan o me maten. Tengo una idea: como no pueden reconocerte,
sal del establo, ve a dar una vuelta por ese villorrio, infórmate de cómo andan
las cosas ahí fuera y tráeme una botella de whisky. ¿Que quieres saber el resto
de la historia? ¿Que cómo has llegado hasta aquí? Bueno, pero prométeme que inmediatamente
después de referírtelo todo harás lo que te he dicho.
Prosigo. En Alamogordo, el lugar
donde se detonó la primera bomba atómica, residí seis meses. Trabajé ese tiempo
en una gasolinera y ahorré el puñado de dólares que me costó un Chevrolet del
año de la Polka, el vetusto pick-up
que tan bien nos ha venido. Cuando llegué a Santa Fe tuve suerte de emplearme
como recepcionista en el Club de Seniors. Poco trabajo y largas horas de tedio,
que mitigué gracias a la lectura de muchos volúmenes de la biblioteca del club,
más tarde con la escritura, con mis patéticos cuentos, como éste en el que estamos
envueltos ahora. Esta historia sin pies ni cabeza titulada Outsiders in Nebraska, un
relato malo de solemnidad, en el que el protagonista se llama como mi alias,
solo que en la ficción soy un tipo algo mayor, cruel, analfabeto pero
inteligente, sin amigos y alcohólico. Huérfano desde la niñez, abandonado después
por mis familiares más cercanos (o menos lejanos, según se mire) paso las de
Caín buscando el sustento en los confines de la sociedad de Lincoln, Nebraska.
Primero son pequeños hurtos de mercancías que luego vendo, lo que me proporciona
un modus vivendi sencillo aunque
miserable. Más tarde aprendo un par de útiles timos que practico con petimetres
locales, es una actividad más rentable pero con un mercado tan reducido que al
final me veo forzado a abandonar el negocio y decido pasar al atraco a mano
armada. Precisamente entonces apareces tú en medio del primer capítulo y, como
no te puedes resistir a la fascinante personalidad del Leo inventado, permites que
te reclute como camarada de fatigas, involucrándote de lleno en mis hazañas
criminales. No comprendo cómo llegaste a este texto siendo solo un borrador, pero
estoy seguro de que te traicionó el subconsciente, querías vivir a toda costa una
gran aventura y solo has logrado situarte fuera de la ley, poner tu existencia
en serio peligro.
Necesito un trago, colega. Me va a faltar
saliva para acabar la narración. Júrame que en cuanto termine saldrás y me
traerás esa botella de algo consistente. Lo has jurado, recuerda.
Ya que continúas mostrando esa alelada
cara de despiste supino, te informo que empezamos con los bazares asiáticos.
Esos rollitos primavera eran pan comido, muchos de ellos inmigrantes ilegales
que se defecaban encima cuando les apuntabas con un revólver, que no se
atrevían a interponer denuncias, a algunos les robamos en varias ocasiones.
Eran trabajos tan fáciles que me avergüenza rememorarlos, tú al volante del destartalado
Chevrolet, motor en marcha, esperando que yo saliera con un fajo de billetes y
montones de relojes y teléfonos móviles metidos en una saca, para salir pitando
por las solitarias carreteras de Nebraska, donde ni tú ni yo hemos estado jamás
en la vida real. Solo nos dieron un susto, fue una noche en el Beijing Express, ya les habíamos atracado
tres veces y nos estaban esperando; cuando me vieron entrar, dos tipos con
pinta de ninja, armados hasta las cejas, surgieron inesperadamente de algún
lugar situado detrás de las estanterías. Ése día no se me olvidará, una bala
pasó rozando el lóbulo de mi oreja derecha, nos salvamos por los pelos, colega.
Ya éramos conocidos por todos los
comerciantes orientales, debíamos cambiar de sector. Los restaurantes abiertos
las 24 horas representaban un negocio poco lucrativo pero bastante seguro. En Lincoln
y sus alrededores, a las tres de la mañana no hay mucha gente que frecuente
esos lugares. Y los borrachos no nos inquietaban. Fue otra época bastante
buena, cenas gratis y dinero fácil a cambio de un riesgo pequeño y controlado.
Recuerdo que vivíamos bien allí, en el Motel Elvis. A veces montábamos unas juergas
legendarias, en las que corrían sin límite el bourbon y los estupefacientes. La
putada llegó cuando descubrimos que las malditas cámaras de seguridad habían
dejado la imborrable huella de mi cara en sus grabaciones. Ese mismo día nos mudamos
a Omaha.
Fue una tórrida mañana de julio
cuando la patria chica de Fred Astaire, Marlon Brando, Monty Clift y Nick Nolte
nos recibió con los brazos abiertos. Aunque no íbamos cortos de guita, no queríamos
dormirnos en los laureles, era preciso seguir recaudando, aspirar al Oscar de
los mangantes. Pero para eso teníamos que reinventarnos, dar un salto
cualitativo y cuantitativo en nuestra carrera: nada de tiendas chinas,
restaurantes de 24 horas ni chorradas por el estilo. Me diste la idea al
preguntar dónde guarda la gente la pasta, colega. En los bancos, te respondí.
La idea era visitar varias oficinas y observar los movimientos de los empleados
y de los clientes, los elementos de seguridad y las vías de escape. Decidimos
debutar en el Basura Bank. Si bien el botín fue irrisorio, la experiencia resultó
enriquecedora. Después visitamos el Poquito Bank, con rendimientos más
aceptables aunque todavía insuficientes. A éste le siguió el Ricachones Bank,
en el que asumimos grandes riesgos pero obtuvimos unas considerables utilidades
y, de paso, un precio por nuestras cabezas.
Pero en el último trabajo, en el
Millonetis Bank, la cagamos con todo el equipo. Debí atender tus advertencias
cuando, como ya hiciste la noche del Beijing
Express, te arrancaste un número aleatorio de pelos del cogote, los
contaste y me dijiste: “Impar, dejémoslo”.
Era tu absurda y supersticiosa forma de predecir si nuestra misión tendría
éxito o no. Sabes que yo nunca creí en semejante idiotez pero, joder, aquella
vez volviste a acertar de pleno. Me empeñé en probar el sinsentido de tu
técnica profética y lo único que conseguí fue demostrar que la avaricia rompe
el saco, que a todo cerdo le llega su San Martín. Me vi obligado a disparar a
un vigilante nerviosito y nos marchamos sin un centavo, con el rabo entre las
piernas. El capullo del guardia solo está grave, cualquiera puede seguir viviendo
sin el puñetero bazo, pero al ser sobrino de un Consejero del banco, que por
más señas se postula para candidato al Senado en las próximas elecciones, la
bofia se ha lanzado tras nosotros sin contemplaciones, como si hubiésemos
asesinado al mismísimo Presidente de los Estados Unidos y a toda su parentela,
celebrando después un rito satánico con sus cadáveres. Con tanto terrorista
suelto y despliegan un operativo que cuesta un huevo a los ciudadanos, moviendo
cielo y tierra, solo para trincar a dos pelagatos. Perdona el calificativo,
colega, pero reconoce que eso es lo que somos: unos pelagatos, ni más ni menos.
Ahora estamos en este sucio establo
abandonado a varias millas de Omaha, donde hemos llegado en un Ford alquilado
con documentación falsa, intentando que se calmen las cosas y poder traspasar
sin problemas la frontera de Iowa para dirigirnos a Des Moines, la ciudad donde
murió el gran campeón de los pesos pesados Rocky Marciano. The End, Fine, Fin, Das
Ende, Koniec.
Bueno, colega, ahora que ya te he
puesto al día y conoces la situación pormenorizadamente, sal, coge el coche,
acércate al pueblo, husmea un poco, entra en un supermercado y compra varios
periódicos, una radio de bolsillo, algo de comida y, esto que no se te olvide, una
botella del brebaje con la graduación más alta que encuentres. Cuando regreses
haremos planes importantes. Pero déjame antes tu revólver, has mostrado ser
incapaz de aprender a disparar durante todo este tiempo. Si te cachean y lo
descubren solo conseguirás que te detengan y tú, a fin de cuentas, eres otra de
mis víctimas. Vete ya. Hasta luego.
Menos mal que al final me he desecho
de su compañía, le estimo tanto. Estoy convencido de que llegarán en menos que
canta un gallo. No sé cómo ni por qué, pero saben que andamos por aquí. Confío
en que mi colega salve el pellejo, apostaría a que no tienen informaciones o
pruebas que puedan incriminarle de forma directa en ninguno de los delitos que
hemos cometido. Ya oigo los helicópteros sobrevolando el establo. Y a través de
unas rendijas entre las tablas que forman las paredes veo cómo, levantando
nubes de polvo, se acercan manadas de coches de polizontes desde los cuatro
puntos cardinales. Los desgraciados llevan las sirenas y luces a todo meter,
creen que así me van a atemorizar, son bobos de nacimiento.
Ignoran que, aunque he contado siete
pelos de mi cogote, no me pienso entregar, que nadie enchirona a Leo Pecas, que
aquí se va a armar la de Dios es Cristo. Tengo la boca seca, dos pistolas y he
visto cuatro veces Dos hombres y un
destino. Ni esto es Bolivia ni yo soy Paul Newman o Robert Redford, mucho
menos Butch Cassidy o Sundance Kid. No obstante voy a salir disparando a
mansalva, indiscriminadamente, hasta que me acribillen o un madero con buena
puntería me mande en el acto al otro barrio. Ignoran también que, desde que
abra esa puerta, voy a concentrar todos los pensamientos en mi diosa, en la
bella Catalina Fuentes; el recuerdo de su imagen endulzará mis últimos momentos.
Los muy estúpidos no sospechan que este cuento se ha acabado, colega.
jueves, 27 de junio de 2013
La sospecha
Siempre
intuí que no eran mis padres biológicos. Y el presentimiento se acentuaba esas
noches en las que me ordenaban callar cuando aullaba a la luna llena.
miércoles, 19 de junio de 2013
Buenas noches y buena suerte
FECHA 1
Hoy tuve un gran día. Esta mañana el
jefe me felicitó calurosamente por mi eficacia en la elaboración de un
relevante informe. Es buen tío, es guay, mi jefe. Luego coincidí con Sonia y otras
compañeras en el restaurante. Sonia, la preciosidad que trabaja en el
Departamento Fiscal y a la que, en la primera oportunidad que se presente, le
voy a pedir que acepte cenar conmigo. Tiene unos ojos y una sonrisa que
enamoran. Y esta noche mi equipo pasó otra ronda en la Champions después de
ofrecer un espectáculo irrepetible. Ha sido un día estupendo.
A las once y media, cuando me disponía a leer
algo en la tablet antes de irme a la cama, ha sonado el teléfono y desde un
número desconocido la voz de una mujer madura ha preguntado por Samuel, el
vidente. No sabría justificar el motivo, pero el caso es que no he podido
resistir la tentación de responder que sí, que era Samuel el que estaba al
aparato. Entonces ella me explica que se llama Felicidad aunque todo el mundo
la conoce como Feli, que ha sido su amiga Rosa quien le ha facilitado mi
teléfono porque asegura que soy infalible en el tarot y que necesita que le haga
una predicción urgente. Ah, claro, Rosa, le contesto siguiéndole el rollo, una
buena y querida amiga, por supuesto. Pues usted dirá, Feli, descríbame su
casuística, por favor, y veremos qué le depara el futuro. Y la tal Felicidad,
que comentó tener 63 años, me empezó a contar su vida, demostrando en pocos
minutos la incompetencia de sus padres para elegir nombres de pila; seguro que
si en lugar de Felicidad le hubiesen llamado Inocencia, habría salido un pendón
verbenero. Entre otras cosas, la mujer era viuda de un bombero que murió en un
incendio forestal, estaba enferma y tenía un hijo enganchado a la droga que
había acabado con sus escasos ahorros y también se estaba apropiando ahora de
buena parte de su pensión. La verdad es que la señora me dio mucha lástima, al
punto de arrepentirme horrores por haber suplantado a un experto en la materia,
pero por otro lado pensaba que desenmascararme ahora, incluso el simple hecho
de colgar fríamente el teléfono, solo podría empeorar el estado de ansiedad de la
pobre Feli. Por eso tuve que improvisar y lo primero que se me ocurrió fue decirle
que estaba barajando las cartas, mientras movía las hojas de unos periódicos
que tenía a mano para producir un ruido similar. Bueno, Feli, para ser sincero,
amiga, la verdad es que solo intuyo cosas positivas, el destino parece tenerle preparado
un esperanzador porvenir, mentí. Sus preocupaciones van a acabar muy pronto,
cariño. Intenté decir esto último con la entonación más tierna posible,
recordando cuando de estudiante interpretaba pequeños papeles en la compañía de
teatro de la Facultad. Sí, sí, Samuel, pero ¿qué carta ha salido? ¿Es un arcano
mayor o un arcano menor? ¿Ha salido boca arriba o boca abajo? ¡Me cago en la
leche! En ese momento hubiese preferido emplear mi compasión abrazando
fuertemente a un puercoespín deprimido. ¡Estaba hablando con una consumada profesional
de las consultas proféticas! Y era como si Stephen Hawking preguntase a un
alumno de Primaria su opinión sobre la termodinámica de los agujeros negros.
Mientras en el navegador de la tablet le preguntaba a mi estimado Google por el
significado de los naipes de tarot, empecé a darle largas. Le comenté con
largas y rimbombantes frases que prefería no declarar qué carta había extraído
porque un gran maestro inglés de las artes cósmicas adivinatorias me reveló que
hacerlo podría revertir el resultado de la predicción. Me contestó que eso eran
pamplinas, que los ingleses no entienden de tarot, que los verdaderos
especialistas están en Francia y en Italia y ellos siempre muestran las cartas.
Estuve a punto de mandarla a freír puñetas cuando mi amado buscador me sacó de
apuros. Bien, Feli, pues he de confesarte que ha salido la Estrella y boca
arriba, ¿contenta? ¿Eso significa que me voy a curar? Pues claro, mujer, ¿qué
otra cosa podría significar? ¿Y qué me dice de mi hijo? Saque otra carta, a ver.
Espere. Volví a menear los diarios mientras consultaba en la tablet. Aunque
entonces tuve otra idea, se me ocurrió soltarle que había aparecido la Muerte.
Boca arriba. Creí que así se acojonaría y me dejaría en paz. Caray, ¿eso es
maravilloso, no? Claro, claro, manifesté, poco convencido de ello. Quiere decir
que todo lo malo se va a acabar, ¿verdad? Pues claro, Feli, su hijo dejará las
drogas y su pesadilla habrá terminado… Eres un sol, Samuel. Cuando Rosa me dé
tus señas, paso y te abono los servicios. No se moleste, señora, que me doy por
bien pagado sabiendo que viene de parte de Rosa y que sus problemas se van a
solucionar muy pronto. Colgué, grabé el número en la agenda del móvil para no
contestar nunca más sus llamadas y después lo desconecté, por si las moscas.
FECHA 1+N
Hoy ha sido un desastre. Mi jefe me
ha pegado una bronca de tres pares por retrasarme una semana en la presentación
de otro jodido informe. El inútil, que no entiende que estoy de faena hasta la
cabeza, encima me endilga la que a él le encarga el Director General. Es
idiota. Luego me he enterado que Sonia ha empezado a salir con Borja, el
secretario personal del Gerente. Jamás hubiera imaginado que le van los
aduladores lameculos. Me ha defraudado Sonia, con su carita de no haber roto un
plato, claro que con su pusilánime carácter pienso que nunca hubiésemos
congeniado… Además, me he dado cuenta de que bizquea un poco y tiene los
dientes amarillos del tabaco. Y para rematar esta fatídica jornada, mi equipo
ha palmado por cuatro a cero contra unos italianos de medio pelo. ¿Cómo pueden
aguantar a un entrenador tan impresentable y a esas carísimas figuras de
pitiminí que solo sirven para ilustrar anuncios de perfumes? Vaya fiasco. Lo
peor será mañana en la Oficina, los seguidores del máximo rival me van a
amargar de lo lindo con sus chanzas de mierda.
Esta
noche va a resultar difícil conciliar el sueño con tanto disgusto acumulado.
Espero que un poco de lectura me haga olvidar todos esos sinsabores y me relaje
lo suficiente. Inesperadamente suena el teléfono en cuya pantalla aparecen las
palabras “número oculto”. Joder, no me gustan esas llamadas, pero por la hora
que es podría ser algo urgente, no me atrevo a ignorarla. Sí, diga. A partir de
ese momento y sin que sea capaz de meter la cuchara, una señora mayor comienza
un monólogo supersónico: Hola Samuel, soy Angelines, amiga de la Feli, que es
amiga de la Rosa. La Feli me ha encargado que le comunique que como usted
predijo, ya se arreglaron sus problemas. El Estado revisó el expediente y le ha
otorgado una indemnización y una pensión extraordinaria por la muerte de su
marido en acto de servicio, ella al final no tenía la enfermedad que le habían
diagnosticado, fue un error médico, tenía otra cosa, le están medicando y se
encuentra bien, y su hijo se lió con una búlgara y se ha ido a vivir con ella a
su país, dejando en paz a la Feli. Ya sé que es un poco tarde, pero estoy
desesperada, por eso le llamo, para que me eche las cartas en un momentito si
es usted tan amable. Hola y encantado, Angelines, pero debe existir algún error
con el número que ha marcado. Ni yo me llamo Samuel ni conozco a ninguna Feli
ni a ninguna Rosa y no sé a qué cartas se refiere usted. Lo siento mucho, perdone
señora. Buenas noches y buena suerte. Adiós, Angelines.
domingo, 2 de junio de 2013
Epístola
Mi apreciado y respetado amigo Don
Arístides Peribáñez:
Confío que al recibo de la presente
tanto usted como su honorable familia se encuentren pletóricos de salud.
Espero no originar ningún incomodo al
entretenerle unos instantes con este sucinto escrito. Conocedor que soy de las
refinadas inclinaciones de su señora Doña Celedonia, Ilustrísima Baronesa de la
Vida Regalada, y a sabiendas del interés que siempre mostró por disponer en su
suntuoso palacio de un espectro de plena confianza, aprovecho para ofrecerles
los servicios de mi espíritu, Salustiano Bracamonte, que durante siglos ha cumplido
correcta y fielmente sus deberes con varias generaciones de mi linaje. Como
usted bien sabe, las inclemencias financieras que envuelven a esta endiablada
sociedad han hecho también considerable mella en mi patrimonio, compeliéndome a
enajenar la mansión de la Calle Concejo de Carcamales. El señor Marqués de la
Inutilidad Pasmosa nos ha presentado una proposición que ha resultado inadecuado
rechazar, aunque declina el traspaso de nuestro fantasma junto con el inmueble,
por detentar ya plenos derechos sobre otras ánimas que satisfacen con creces
todas sus necesidades.
El hecho es que en próximas fechas
nos trasladaremos a vivir a nuestro cortijo de La Dulce Alcaparra. Usted ya imaginará
que es del todo imposible transportar fuera de la capital a Salustiano sin grave
riesgo de que el pobre se desvanezca por siempre jamás. Ante tales
circunstancias y en aras a nuestra antigua y duradera confraternidad, me tomo la
libertad de sugerirle su adopción por cantidad ecuánime que contente a ambas
partes. Como no es cortés mencionar sumas por escrito, le encarezco responda
este mensaje a su más breve comodidad notificando si estaría interesado en
llegar a un acuerdo, en cuyo caso podríamos entrevistarnos en el Club de los
Rancios y Casposos Abolengos cuando a usted mejor le plazca.
Suyo afectísimo, le reitero mi más
distinguida consideración y beso la mano de la señora Baronesa.
Tancredo Constantino Dionisio de
las Tres Cruces en el Monte del Olvido y Camino Verde que va a la Ermita, Vizconde de la Pena Negra.
lunes, 27 de mayo de 2013
El tiburón y la bicicleta
Hèctor Sendra
tiene cincuenta y un años y es un triunfador. Ninguno de los profesores de su
Instituto hubiese dado un céntimo por su futuro, pues como estudiante fue entre
malo y pésimo. Pero, aunque le disgustaban los libros, era un joven bastante despierto.
A su padre, Damià, Secretario de un pequeño Ayuntamiento cercano a la ciudad de
Valencia, le hubiera gustado que, siguiendo su ejemplo, su único hijo cursara
Derecho y se dedicara a las Leyes. El hombre, que por su cuenta y riesgo ya
fracasó en sucesivas oposiciones, siempre había soñado con poder presumir de un
Sendra fiscal o juez de la Audiencia. Sin embargo, el expediente académico de Hèctor
en Bachillerato le quitó la venda de los ojos, le estrelló contra la cruda realidad.
A través de
los contactos de su progenitor, a principio de los años ochenta se colocó como
oficinista en una empresa constructora. El señor Rocamora, su dueño, lo trató
desde el primer día como al descendiente que nunca tuvo. Rocamora había enviudado
a los treinta y tantos, volviéndose a casar luego con la hermana soltera de su
mujer. Si con la primera esposa no tuvo hijos, tampoco lo consiguió con la
segunda. “Es obvio que arrastran una tara
hereditaria”, le comentó un día un médico, amigo íntimo, que no se atrevía
a confesarle que el único estéril era él.
Tanto cariño
y confianza se granjeó con su jefe, que a mediados de los noventa Hèctor era su
mano derecha, su principal asesor. Nombrado Director General de la compañía,
fue su mandamás hasta el fallecimiento de Rocamora, recién estrenado el siglo.
La viuda del constructor no compartía los sentimientos del finado por su
protegido y, aconsejada por sus sobrinos y para júbilo de éstos, decidió liquidar
el negocio.
Con la gran
experiencia atesorada, algunos ahorros y un capital que Rocamora le dejó en
herencia, Hèctor Sendra parió una nueva empresa a la que bautizó con el
rimbombante nombre de SENDRA INTERHOLDING. Dedicada en principio a la actividad
puramente constructora, su creador pronto vislumbró en la creciente
especulación de terrenos una oportunidad demasiado rentable como para ignorarla
o despreciarla. En muy poco tiempo, muchos de sus contactos habían multiplicado
por diez inversiones millonarias. Volcó pues su ocupación en comprar y vender
solares, sin abandonar la edificación y urbanización de nuevos barrios,
aprovechando los disparatados precios que las viviendas habían alcanzado. En un
tiempo récord, Sendra hizo muchísimo dinero negro en transacciones
especulativas, dinero que puso a su propio nombre y a buen recaudo en el banco
de un paraíso fiscal cercano en el mapa, mas inalcanzable para las zarpas de la
arruinada Hacienda española.
Cuando
sobrevino la crisis, SENDRA INTERHOLDING se vio también muy afectada y despidió
a casi todos sus trabajadores. Al final se declaró en quiebra, pero como el
hábil accionista mayoritario no garantizaba ninguna de las operaciones
societarias, pudo salirse de rositas con toda la facilidad del mundo. Hèctor
siguió y sigue fumando Montecristos, conduciendo Mercedes, cuidando su cuerpo en
un gimnasio de cinco estrellas, pagando mariscadas en efectivo, viviendo a
tutiplén en su mansión situada en plena Sierra Calderona y haciendo esporádicos
viajes a Montecarlo, en donde también dispone de un apartamento de lujo y un
yate.
Este
viernes, en una reunión con muchas langostas y unos cuantos alemanes, Hèctor ha
apalabrado la venta de la vieja masía familiar, al norte de la ciudad. La finca,
compuesta de una enorme casa rodeada de algunas hanegadas de naranjales
actualmente abandonados por su mísero rendimiento económico, la recibió en
herencia de su padre, que a su vez la heredó del suyo y éste de anteriores
generaciones. Los teutones, que quieren instalar allí un centro geriátrico de
alto standing, le han prometido un buen pellizco de millones, más de la mitad
de los cuales irán a parar a la cuenta opaca del banco monegasco con el que
opera.
Al regresar
a casa, Celia, su mujer, ha salido a su encuentro con una amplia sonrisa y le ha
dicho que tiene una sorpresa para él. En el salón hay una gran caja que entregó
una conocida empresa de mensajería. Hèctor inspecciona la etiqueta. Así como
todos sus datos son correctos, no se muestra el nombre del remitente. Toma unas
tijeras y comienza a desgarrar el cartón. Aparece entonces una flamante
bicicleta, una espectacular máquina de devorar kilómetros con un cuerpo de
carbono que quita el sentido. Aunque a Hèctor siempre le encantó, han pasado
más de quince años desde la última vez que rodara por ahí. Conserva una buena
forma gracias al spinning; este regalo de quién sabe qué agradecido amigo le
dará la oportunidad mañana mismo de ponerse a prueba en la carretera.
Sábado por
la mañana. Ha salido un día estupendo. Hèctor ha madrugado. Apenas ha podido pegar
ojo, diseñando la ruta que va a seguir. Completamente equipado se sube a la
bicicleta y, tras despedirse de su esposa e hija que miran a través de la
ventana, la deja rodar cuesta abajo. Después de saludar al guarda, franquea el
puesto de vigilancia de la urbanización y comienza a pedalear. Su intención es
continuar por calzadas locales poco transitadas y subir al Norte hasta Nàquera
para luego atravesar Serra y llegar a Torres-Torres, bajando por la antigua
carretera nacional hasta Puçol y regresar a casa. Una etapa dura al principio,
cómoda al final.
No obstante,
cuando lleva solo unos cientos de metros circulando, Hèctor advierte que la
bicicleta está tomando sus propias decisiones. Cuando quiere doblar a la
derecha, la máquina no se lo permite, sigue moviéndose en línea recta, los
pedales giran sin que él imprima ningún esfuerzo, las marchas cambian solas. Es
una sensación extraña. Intenta detenerse para poder revisar el manillar y
las demás piezas, pero los frenos no responden.
La bici continúa rodando a su albedrío y se dirige a toda pastilla hacia el
Sur, camino de Valencia. Si bien el ciclista está atemorizado, no deja por ello
de sentir extraordinaria curiosidad por el final de la intrigante aventura que
está viviendo.
Otros
fenómenos insólitos se suman al del velocípedo automotor; el paisaje, que
conoce perfectamente, se modifica a medida que lo recorre: desaparecen
construcciones que antes estaban allí, surgen campos y huertas sustituidas hace
años por cemento y asfalto, los pueblos empequeñecen. Además, la gente que se
cruza viste de forma cada vez más anticuada y la ropa empieza a quedarle
grande, siente cómo su pelo ha crecido, que ha recuperado visión, en suma, experimenta
un rejuvenecimiento progresivo al paso de los kilómetros. La bicicleta llega a
las puertas del pueblo de Alboraya y tras recorrer un largo trecho por caminos
rurales, se adentra en la masía familiar. Los árboles están en flor, la esencia
del azahar es revitalizante, los campos están mejor cuidados que nunca, como
antes de que muriese su iaio [1]
Batiste. La casa se ve preciosa, da gusto contemplarla recién pintada de cal.
La
bicicleta va aminorando la velocidad y se para justo al lado del porche, donde,
en una mecedora, descansa Batiste mientras pela unas habas. A sus pies está Trueno, el viejo perro de la familia,
que cuando le ve empieza a mover la cola. Hèctor desciende de la bici y con la
voz atiplada de un niño de trece años pregunta “¿Iaio?”. Batiste gira la cabeza, sonríe y le dice “Xé, xiquet, ¿cóm vas vestit? Acosta’t açí
un moment, rei [2]”.
El tiburón de los negocios, convertido en un chiquillo, se aproxima al anciano,
le acaricia la cara y besa su mejilla. El abuelo, tal vez recordando que al ser
su nuera aragonesa el chaval habla castellano en casa, cambia de lengua y le
propone: “Ven conmigo, Hèctor”. Se levanta de la mecedora y le toma de la mano.
Caminan juntos hacia el huerto de naranjos frente a la casa y cuando llegan, el
patriarca se agacha y coge un montón de tierra en la mano. “¿La ves, Hèctor?
Tócala, tócala, ésta es nuestra tierra. Cuando tu papá tenía tu edad le hice
jurar que nunca dejaría de amarla, que siempre seguirá siendo nuestra. Ahora es
tu turno, bésala y haz el mismo juramento que yo hice a mi iaio y tu padre me hizo a mí”. Hèctor Sendra, un cerebro cincuentón
en un cuerpo púber, rememora ahora claramente aquel olvidado momento, la mañana
en que besó la tierra y prometió al iaio
querer, mantener y preservar los bienes de la familia. La lava de la emoción derrite
su corazón de piedra y abrazándose a Batiste comienza a llorar a moco tendido,
como un inocente niño de trece años.
miércoles, 22 de mayo de 2013
La peste
Mi gran amigo Iván me lo confesó una noche de formidable borrachera:
-David, no te lo vas a creer, esto no se lo he comentado nunca a nadie,
pero desde pequeño huelo los sentimientos de las personas. No tengo olfato para
las cosas materiales, no noto el supuesto aroma de los perfumes, de los
alimentos, de las flores, no advierto la fetidez que atribuyen a la basura y a
las cosas desagradables, de nada que pueda verse o tocarse. Pero sé distinguir perfectamente
el olor de la cobardía, del cariño, de la inseguridad, de cualquier emoción que
el ser humano que tenga delante pueda experimentar. Y te aseguro que es una terrible
maldición, a medida que maduro se acentúa más y más. Ahora mismo percibo el
hedor de tus dudas, quieres creer lo que te estoy diciendo pero tu cerebro se
resiste.
Me quedé de piedra. Acababa de leer
mi mente, como había hecho antes en incontables ocasiones sin que yo hubiera
sabido cómo. Tras procesar la información, entendí al instante por qué había
estudiado Psicología y también por qué abandonó su consultorio después de solo
unos pocos meses de ejercicio profesional. Comprendí que, aunque descifrase los
sentimientos de sus pacientes y pudiera guiarles tal vez mejor que nadie en su
alivio y curación, debía ser espantoso enfrentarse continuamente a la
pestilencia de odios, celos, tristezas, envidias, frustraciones, miedos, de
cualquier tipo de trauma, fobia o manía que todas y cada una de las personas
almacenamos en nuestro interior.
David me aseguró que sus fragancias
preferidas eran las del amor, la amistad y la confianza, pero que cada vez era más
insoportable el tufo que tenía que respirar. La tensión estaba a flor de piel
en cada ciudadano, la podredumbre reinaba sobre cualquier otra cosa, no podía
aguantar más. Había decidido irse a vivir a un alejado pueblecito del interior
con apenas una treintena de ancianos habitantes. Allí, pensaba, el aire sería
más limpio.
Esta mañana me ha llamado el padre
de Iván para comunicarme que ayer, cerca
de la aldea, encontraron su cuerpo sin vida suspendido de un árbol. Con voz
sollozante me ha dicho que llevaba en su bolsillo una nota en la que había
escrito: “Decidle a David que ahí donde
haya una persona, ahí está la peste”.
lunes, 13 de mayo de 2013
La persecución
MUJER madura, noctámbula y liberal, aficionada al cine, grupo
sanguíneo O+, busca vampiro compatible (no importa edad ni condición) para invitarle
a cenar y que de paso la haga inmortal. Interesados, llamen al 83388338 y
pregunten por Gertrudis. Se ruega discreción.
**********
SEÑORA sana y lozana como una manzana, muy interesada por la
investigación y nuevas tecnologías, donaría su cuerpo a doctor o científico
ducho en reanimaciones post-mortem. Teléfono 83388338, me llamo Gertrudis. Curiosos
abstenerse.
**********
ADULTA sin prejuicios, adicta a la literatura gótica, establecería
contacto con diablo experto en pactos, para sellar contrato de vida eterna.
Condiciones negociables. Mi nombre es Gertrudis, y mi móvil 83388338. Solo
profesionales.
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VIUDA con posibles, hedonista y viciosilla, amante del arte en
todas sus dimensiones, contrataría los servicios de un pintor de la escuela de Basil
Hallward para retrato hiperrealista de mi alma. Pago bien, pero exijo
referencias. Gertrudis, Tf. 83388338.
**********
**********
sábado, 11 de mayo de 2013
Un negro para Ana
Hace unas noches soñé que era
invierno y paseaba por la solitaria playa de La Malvarrosa. Tropecé entonces con
una botella de cristal verde oscuro que las olas habían arrojado a la orilla.
Me fijé que estaba bien lacrada, por lo que procedí a romperla contra una
piedra, extrayendo una cápsula hermética de plástico que contenía. En el interior
de esa vaina transparente, que destapé sin mayor dificultad, se alojaba un
billete de un millón de euros. Sé que en realidad no existe ningún billete de semejante
calibre, pero el protagonista de mi sueño (es decir, yo), aunque nunca antes se
topó con esa clase de documento, no albergaba ninguna sospecha sobre su validez
legal y monetaria. Recuerdo que lo que más reclamó mi atención fue que el papel
estuviese tintado de color negro. En ese momento me asaltaron algunas reflexiones.
Lo primero que consideré es que en
cuestión de cuartos casi todo el mundo es envidiablemente tolerante, y no lo
digo solo por el color de la moneda, también por su procedencia. Hay personas
racistas y xenófobas que preferirán sin duda el dinero negro y fácil, no
importa de dónde se salga o, mejor dicho, a costa de quién se obtenga. También pensé
que casi todas las personas (creyentes, escépticas, incluso ateas) se ponen
tácitamente de acuerdo en adorar el dinero como a un dios todopoderoso. Si bien
al principio relacioné el origen de los apocalípticos mensajes que proclaman
muchas doctrinas con un ente infernal, que no podría ser otro que el maldito
parné, luego deduje que era imposible, pues la mayoría de las jerarquías
religiosas se muestran más interesadas en acumular riquezas que en repartirlas,
contrariamente a las prédicas de todos los libros sagrados, habidos y por haber.
Y solo una especie de teoría del caos podría explicar, intuyo que de forma torticera,
que el bien y el mal son la misma cosa.
Por último, me di cuenta de que debe
haber un incontable número de individuos que matarían por uno de esos billetes.
Con independencia del patrimonio, las necesidades o convicciones que tengan,
siempre habrá un colosal ejército de prójimos que inmolarían a otros seres
humanos a cambio de ese montón de pasta. Fue entonces cuando lo escondí en mi bolsillo
y emprendí el regreso a casa.
Una vez allí, extraje de nuevo el
pedazo de papel y analizándolo con más rigor, pude apreciar que al dorso, en su
borde inferior, llevaba escrita también en tinta negra una nota de caracteres
casi microscópicos. Solo mediante la ayuda de una lupa pude descifrar la
inscripción:
“Ana – Calle Arbergina 15-3”
Desconocía esa dirección, de
entrada pensé que el domicilio correspondía a otra ciudad. Pero mi efervescente
curiosidad me conminó a seguir investigando, por lo que eché mano de una guía y
pude comprobar, no sin sorpresa y aceleración de mi ritmo cardíaco, que la
calle existía. Estaba ubicada al norte, en un barrio de mala reputación
enclavado en un gran suburbio de la periferia.
Como vivía un sueño, me transporté al
instante a ese barrio. Tras preguntar a varios vecinos, la mayoría jóvenes
desempleados con semblante poco amigable, jubilados canijos e inmigrantes con y
sin papeles asimismo desocupados, localicé pronto la calle. Mientras me dirigía
al edificio número 15 pasé por delante de una peluquería, un kiosco y un bar.
Sus cristaleras lucían un póster con el retrato de una niña de unos ocho o
nueve años. “Ayuda a Ana”, rezaba, “Colabora para salvar su vida. Necesitamos
un millón de euros”. Antes de proseguir mi marcha entré en el bar, un
chiringuito sucio y cochambroso curiosamente rotulado como “El Palacio del
Colesterol”. Pedí un café y pregunté al amable barman colombiano por Ana. Me
comentó que era una vecinita que sufría una rara pero terrible enfermedad; su
familia necesitaba con urgencia el dinero para llevarla a Alemania, donde en un
célebre hospital podrían someterla a un costoso tratamiento, el único en el
mundo que se había revelado efectivo. El hombre me informó que el barrio se
había volcado con ella, que incluso los más desfavorecidos, personas que vivían
en la calle de limosnas, habían cooperado. Pero era muchísimo dinero, muy
difícil de reunir y todas las autoridades se habían desentendido del asunto. Pagué,
me despedí y reanudé mi marcha.
Cuando llegué al número 15 percibí
que en la fachada, a cada lado del portal, que permanecía abierto, estaban
pegados los mismos pósters. Me introduje en el patio y vi a la izquierda una mesa
rescatada de la basura, sobre la que reposaba una sencilla caja de cartón, con
una ranura en su parte superior, donde se leía: “Introduzca aquí su aportación. Gracias”. En eso, un hombre entró y
me dijo: “¿Quiere ver a Ana? Suba, suba, soy Mauricio, su padre”. Me
quedé perplejo por la invitación, esa gente no me conocía de nada y sin embargo
me invitaba a su casa. Se me antojaba descortés rehusar el ofrecimiento y,
además, sentía inquietud por ver a la pequeña, así que seguí los pasos de
Mauricio. La puerta número 3, en el primer piso, estaba también abierta de par
en par. Parecía que allí todo el mundo era bienvenido. Atravesando el salón, en
el que varias mujeres platicaban con la madre, el papá de Ana me condujo a su
habitación. La niña, con rostro macilento y el brazo encadenado a un gotero,
reposaba en su cama respirando el oxígeno que le proporcionaba una bombona del
mismo color que la botella escupida por el mar. A su lado, una amiguita le leía
un cuento. “Cariño ¡Mira quién ha venido
a verte!”, le anunció Mauricio. Ana me miró y, con la voz rota y mucho
esfuerzo, me dijo sonriendo: “¡Rafa, eres
tú, te he estado esperando!”. La conmoción que me causó su recibimiento fue
tremenda. Solo pude reprimir el llanto mordiéndome la lengua y los labios,
conteniendo la respiración, pellizcándome los brazos. Cuando recobré un ápice
de serenidad, me acerqué a su cabecera y tras besar su frente, le susurré: “Ana, pronto estarás bien, te lo prometo.”
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