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domingo, 27 de abril de 2014

Ajuste de cuentas



De súbito, despiertas. Abres los ojos, acostado al lado de una mujer desnuda a la que no conoces. Sobre un colchón que tortura tus vértebras. En la infame habitación de un mísero motel. Te levantas con dificultad, encogiéndote de dolor. Descorres las cortinas. Fuera, bajo el sol naciente, un paisaje árido en tonos ocres. Estás en medio del desierto que a lo lejos atraviesa una carretera solitaria. Te vuelves y reparas en la insólita belleza de esa misteriosa mujer. También en su palidez extrema. Te acercas y cuando compruebas que no reacciona a tus llamadas, que parece no respirar, la abofeteas. Nada. Verificas su pulso y decides que está muerta. Te entra el canguelo. No hay sangre, tampoco marcas de violencia en ningún rincón de su preciosa anatomía. Pero te acobardas porque, además, no logras recordar. No sabes dónde te hallas ni cómo has podido llegar allí. Ignoras quién es la diosa muerta. Lo ocurrido durante las anteriores veinticuatro horas sencillamente se ha desvanecido, ya no forma parte de tu vida, de tu historia. Entonces observas alrededor. Sobre una pequeña mesa, tumbada y vacía, descansa una botella de bourbon; a su lado, un cenicero repleto de colillas. En el suelo una vieja máquina de escribir, destrozada. Y la papelera, llena de folios estrujados. Tomas uno de ellos y lees la única línea que hay mecanografiada en él. A continuación despliegas otro que muestra la misma leyenda. Y luego otro y otro más, hasta vaciar la cubeta. Comienzas a temblar. En todos aquellos papeles, las mismas palabras: “Hoy encontré a mi musa; va a pagar por todo lo que no hizo”


sábado, 29 de marzo de 2014

El incómodo embrollo


Shadow Days - Michael Ryan (www.500px.com)

Si bien mi mujer me engaña, no debería reprochárselo. Multitud de veces le he dicho: "Nena, si se presenta una oportunidad no la desaproveches, dale alegría a tu cuerpo, que tu cuerpo es para darle alegría y cosas buenas, ¡ahhhhhhhhhhhhh, Macarena!"

Primero sospeché que la alegría se la proporcionaba un vecino, la pareja de alguna de sus amigas, el cartero, incluso una de mis amistades o su místico profesor de tai-chi. Al final, conseguí descubrir que solo me es infiel con mi otro yo. Y eso sí que no. Ah, no. Por ahí no paso. Toleraría que me pusiera los cuernos con alguien conocido o cognoscible, pero justamente con alguien que -por mucho que me lo proponga- jamás llegaré a conocer, eso no puedo consentirlo. De ninguna de las maneras. Aunque, si me paro a reflexionar, a estas alturas dudo si culpar a mi esposa o a mi otro yo, el perfecto extraño que se la beneficia a mis espaldas.

Mi mujer argumenta que no sabe nada, que debe ser su otra ella la que se entiende a escondidas con mi otro yo. Un día de estos tenemos que sentarnos a hablar los cuatro para ver si resolvemos, de una vez por todas, este incómodo embrollo.


sábado, 14 de diciembre de 2013

El día que Santa Claus dijo basta




Para finalizar, el viejo pegó un puñetazo sobre la mesa, se alzó del sillón, profirió un ensordecedor gruñido, mesó repetidamente sus barbas y con expresión colérica atisbó a su alrededor. La legión de fieles elfos, acobardada, se mantenía en completo silencio atenta a cualquier cosa que su patrón pudiera decir u ordenar a continuación.

-¡Estoy más que harto! -repitió el gordinflón, dando también una enérgica patada contra el suelo- ¡Este año no habrá ningún regalo para esos egoístas que pueblan el hemisferio norte!

Inclinó la cabeza y manteniéndola gacha fue alzando la vista para observar a sus subordinados que, estupefactos, cruzaban entre sí miradas desconfiadas; era obvio que aquellos minúsculos seres no habían comprendido ni una sola palabra de su discurso. Nunca antes le habían parecido tan humanos.


martes, 19 de noviembre de 2013

Próximo destino




Habían atravesado la capa de nubes y un sol radiante bañaba todo el interior del avión; aunque era un sol extraño, su luz parecía blanca. Las simpáticas azafatas invitaban a que los cinturones fuesen desabrochados tras la prolongada y en momentos terrorífica fase de turbulencias. Sin embargo, los pasajeros no podían dejar de mirarse con expresiones desconfiadas. Las últimas palabras del comandante difundidas por la megafonía interior habían sido: “Tengo el placer de informarles que ha sido una colisión perfecta, afortunadamente ninguno de nosotros ha sobrevivido. Comiencen a olvidar cualquiera de sus problemas, pronto llegaremos a destino”.



lunes, 2 de septiembre de 2013

Encuentros en el semáforo




Viernes 19:15 horas
Otra vez parado en el maldito semáforo de Gran Vía esquina Colón. Estas luces están sincronizadas de forma que cada día, cuando tomo el camino a casa después de otra insoportable jornada de trabajo, inevitablemente deba detenerme aquí. Giro la cabeza a la derecha y me quedo helado: el vehículo lo conduce un sujeto clavado a mí, mi otro yo, pero mejorado. Una versión superior porque está subido a la grupa de ochenta mil euros de cuero y acero, lleva puestas unas gafas de sol de dos mil y luce un traje de alpaca de precio incalculable. El semáforo cambia a verde y cuando el tipo arranca, decido seguirlo. Es una actitud instintiva. Ignoro por qué procedo así. No hay ningún pretexto razonable que justifique mi conducta, pero lo hago con inusitada convicción.

Viernes 19:25 horas
He llamado a casa por el manos libres y después de preguntar por las niñas he mentido a mi mujer diciéndole que me retrasaré un poco; un compañero nos invita a unas copas para celebrar su cumpleaños. Mi otro yo conduce muy deprisa. Intento no perderlo de vista aunque mi coche no es tan potente. De repente, ya en las afueras, su intermitente derecho señaliza lo que se antoja una parada. Se acerca al borde de la acera para recoger a una chica que espera en la puerta de un hotel. La rubia de la minifalda sube y el deportivo inicia de nuevo la marcha. Toma dirección norte por la ronda exterior de la ciudad y sale a la autovía. Yo miro el reloj y continúo tras él.

Viernes 19:40 horas
Mi sosia toma la salida 13 y entra en un polígono industrial abandonado. Prudentemente, intento que no descubra mi persecución aminorando la marcha y dejando mucho espacio entre ambos, incluso apago las luces de posición. Su velocidad también se reduce. Se detiene entre varios edificios fabriles desvencijados, al lado de un hombre apoyado en un todoterreno negro. Yo he parado a bastante distancia, convencido de que no advierten mi presencia. Saco unos potentes binoculares de visión nocturna que siempre llevo bajo el asiento (soy aficionado a la observación de aves) y veo cómo una especie de cuervo con piernas entrega una diminuta bolsa blanca a la mano que sale por la ventanilla del coche que estoy siguiendo. La mano se esconde y reaparece con un par de billetes que el pájaro atrapa de un rápido picotazo. Mi otro yo vuelve a arrancar y se incorpora nuevamente a la autovía.

Viernes 19:55 horas
El bólido abandona la autopista por la salida 6 y entra en el parking de un Motel de carretera. Bajan los ocupantes y el hombre, tomando de la cintura a la sonriente joven, se dirige a Recepción. A los cinco minutos, con una botella de champán en la mano y lo que parecen unos snacks, se introducen en el bungalow número 17. A pesar de la penumbra, he podido comprobar que Mi otro yo es perfectamente equivalente a mí. Misma complexión, misma mirada, misma debilidad capilar, mismo sobrepeso e incluso idéntica la leve cojera que padezco por desgaste de la cabeza del fémur.

Viernes 20:20 horas
Desconozco cuánto tiempo durará el presunto revolcón amenizado con espumoso, patatas fritas y estupefacientes, pero necesito estirar las piernas. Salgo del coche y camino por el aparcamiento de arriba abajo. Es de noche. No se ve un alma y excepto el lejano sonido de una televisión en el área de recepción, todo permanece tranquilo. Me acerco al auto de Mi otro yo, un biplaza nuevo de trinqui, y miro a través de los cristales. Tanteo el tirador de la puerta y para mi sorpresa compruebo que el vehículo está abierto. Se dispara mi adrenalina cuando accedo y me siento en el lugar del conductor. ¡Joder!  ¡Hasta usa el mismo perfume que yo! Esto es el colmo. ¿De dónde ha salido este tipo? Abro la guantera y extraigo la documentación. El fulano se llama Ricardo Sucre (mierda, las mismas iniciales) y vive en la zona residencial de un municipio cercano a la capital. Vuelvo a hurgar en la caja del salpicadero y doy con una foto en la que Sucre aparece con las que posiblemente son su mujer e hijas. Todas ellas de similar edad a las mías. No hay más evidencias sobre Mi otro yo, excepto una tarjeta de acreditación de la que imagino es la empresa donde trabaja o a la que representa: “Morningdays”. Una conocida multinacional dedicada a la comercialización de semillas transgénicas y fertilizantes supuestamente venenosos. Dejo todo otra vez en su sitio, cierro cuidadosamente la guantera y salgo del automóvil, dirigiéndome al mío.

Viernes 22:35 horas
Hace un rato  he tenido que volver a engañar a mi mujer diciéndole que, tras la celebración, el jefe se ha empeñado a invitarnos a una última ronda en el Flynn’s, el pub de moda entre los pijos. Ella sabe que es imposible rehusar la invitación de un jefe.
La pareja sale del bungalow y vuelve a subir al coche. Ricardo toma rumbo a la ciudad y deposita su mercancía a la puerta de otro hotel, esta vez en el centro. Entonces se me ocurre que la rubia podría escribir una guía de hospedajes más completa y fiable que la de muchos concienzudos especialistas. Mi otro yo se pone de nuevo en marcha y por la dirección que elige creo que ha decidido irse a casa. El deportivo para junto a la verja de una vivienda cerrada, en completa oscuridad. Paso delante de él, deteniéndome discretamente a un centenar de metros. Mientras la verja se está abriendo, a través de mis binoculares aprecio con claridad como el hombre llora. Se enjuga las lágrimas con un pañuelo pero acto seguido cabecea de nuevo entre perceptibles sollozos. Me estoy viendo llorar en la piel de otra persona y eso me produce un hondo desasosiego. Al cabo, Ricardo consigue contener sus penas, guarda el pañuelo y cruza la verja. Doy la vuelta y me sitúo frente a ella. Veo encenderse una luz en la primera planta y a continuación oigo un disparo. El sobresalto es espantoso, doy vuelta a la llave y salgo a toda velocidad, regalando un cinco por ciento de las gomas de mis neumáticos al seco asfalto.

Lunes 19:15 horas

Otra vez parado en el mismo semáforo de siempre, maldición. Giro la cabeza hacia la izquierda y me encuentro con una furgoneta vieja, llena de arañazos y golpes, rotulada como “Román Sierra, Limpieza de fosas sépticas”. Un escalofrío recorre mi columna cuando compruebo que el conductor es idéntico a Ricardo Sucre, es decir, idéntico a mí, y tiene las mismas iniciales. Es Otro Mi otro yo, pero empeorado, una versión inferior, con su mono beige repleto de salpicaduras y lamparones en distintos tonos ocre y una gorra deshilachada. Observo que han dejado de pasar los peatones y segundos antes de que la luz verde lo permita arranco aparatosamente, dejando más caucho sobre el pavimento. No voy a permitir que Otro Mi otro yo me persiga. He de llegar a casa cuanto antes y abrazar a mi familia.


domingo, 28 de julio de 2013

Mi Rat Pack (1)




Me llamo Frank y en mi casa tengo el nuevo y actualizado Rat Pack. Mi gato se llama Martin, es blanco con una mancha oscura en forma de pajarita bajo el cuello. Es un felino seductor, que maúlla y ronronea tentadoramente a las hembras que recorren el tejado. Por otro lado, a mi perro le puse Sammy; lo encontré un día sentado a la salida de casa, como esperando que me hiciese cargo de él. Es negro y tampoco pertenece a ninguna raza cotizada, más bien parece un vulgar chucho callejero, pero enseguida me robó el corazón con sus zalamerías. Al pobre le faltaba el ojo izquierdo, es posible que un gamberro se lo sacara de una paliza. El veterinario le colocó en el hueco uno de cristal, de ahí su apelativo.

Lo alucinante de Sammy es que en multitud de ocasiones se planta delante, mirándome fijamente. Entonces observo en su ojo sano mi reflejo pero en el de cristal se reproducen imágenes de esas actividades que aparco de forma indefinida y que debería haber hecho o estar haciendo en ese momento: visitar a mis padres o a un amigo enfermo, pintar el salón, escribir una carta a mi hermana que vive en un lejano país, reparar los desagües, reemprender la escritura de la novela que empecé hace años y duerme en un cajón, invitar a los vecinos a una barbacoa, volver a colaborar con aquella organización humanitaria, telefonear a Grace y hacer las paces… Es como si el ojo de cristal de Sammy intentase convencerme con sus películas de ficción que valore y emplee mi vida,  que no malgaste el tiempo en idioteces. Que hay personas que me quieren, tal vez que me necesitan, y todavía confían en mí.

Cualquier día de estos me pillará en la hora tonta y atenderé alguna de las súplicas de Sammy. Mientras tanto, seguiré viviendo “a mi manera”.

(1) Rat Pack (Pandilla de ratas) fue el nombre con el que se conoció a un grupo de actores y músicos estadounidenses que, reunidos como amigos, se generó alrededor primero de Humphrey Bogart y, a su muerte, alrededor de Frank Sinatra, y que trabajaron juntos en películas, conciertos, espectáculos, incluso en eventos políticos. Activo entre mediados de la década de 1950 y mediados de la de 1960, sus miembros más conocidos fueron, aparte de Sinatra, Dean Martin, Sammy Davis Jr., Peter Lawford y Joey Bishop, como núcleo principal.


lunes, 22 de julio de 2013

Capítulo Dos




Sí, colega, nos vienen pisando los talones. A ti y a mí. Solo faltan los típicos perros de presa olfateando nuestras huellas, arrastrando a sus amos con las correas de cuero, ladrando como posesos y exhibiendo sus temibles y afilados colmillos. No hagas esas muecas de extrañeza, debes saber de qué te hablo. Vaya, por tu cara comprendo que no recuerdas lo que pasó en el anterior capítulo. También sería posible que no lo hayas leído todavía o, aún peor, que en mi extraordinaria confusión ni siquiera lo haya escrito, que esté atrapado en una telaraña dentro de esta atolondrada cabeza. Pero estás aquí, eres mi cómplice. Siento el aliento de nuestros perseguidores en la nuca. ¿Tú no? Los tenemos muy cerca. Permaneces en silencio con esa cara de besugo recién capturado, ojos y boca bien abiertos, no te estás enterando de nada, ¿verdad? Con esa actitud me obligas a que relate todo lo sucedido. Lee cuidadosamente, no me gusta escribir las cosas dos veces, en ocasiones ni tan solo una, por eso quizás obvié el primer episodio de nuestras correrías…

Me llamo Leocadio Smith y nací en un pueblucho de Nuevo México. Soy hijo de un gringo pelirrojo y una chicana, quienes al no ponerse de acuerdo para darme nombre, recurrieron al azar usando el libro de santos del abuelo (página sexagésimo nona, décima línea: San Leocadio, bingo). En el Instituto comenzaron a apodarme Leo Pecas, innecesaria cualquier explicación. Me expulsaron cuando le reventé las narices a Kevin Grant, el hijo del Sheriff Grant, el pijo de mierda que intentó levantarme a mi chica, Catalina Fuentes. Entonces comencé a ayudar a mis padres en la granja familiar, pero fue precisamente en esa época cuando las autoridades sanitarias nos hostigaron con continuas inspecciones. Bajo la excusa de no cumplir  rigurosos controles y carecer de los permisos establecidos en la normativa, nos prohibieron seguir dedicándonos, como siempre hicimos e hicieron nuestros antepasados, a vender la leche y el queso obtenido de nuestras vacas, a criar gorrinos y gallinas, a comerciar con su carne y huevos. Mi padre vendió finalmente todos esos animales y con lo que obtuvo compró un gran rebaño de ovejas; alguien nos informó que los ovinos están menos sometidos a la reglamentación o, en otras palabras, no amenazan tanto los intereses de las grandes compañías alimentarias. Los ingresos decayeron y empecé a buscar trabajo, ardua tarea en un pueblo insignificante ubicado en el sexto pino. Después de casi dos años trampeando aquí y allá, de encargado de un video-club a camarero, de asistente de un veterinario rural a mozo en una pensión de mala muerte, decidí emigrar.

Escucha, ¿no oyes voces a lo lejos? Ten cuidado, habla bajo, no hagas ruido. Sé que nos han localizado. Ignoro si serán agentes o caza-recompensas. Anoche vi el aviso pegado en la fachada de la cantina:

SE BUSCAN
VIVOS O MUERTOS
Leo Pecas y su Lector/a
Recompensa: 30.000 $
(25.000 $ por Leo, 5.000 $ por su secuaz)

¿Qué diantres pensabas? Es normal que por el jefe de la banda ofrezcan más dinero ¿no? Además, tu intervención en mis fechorías se ha limitado a llevarme arriba y abajo en el coche, no tienes ficha policial. Mientras mi retrato es muy nítido, el tuyo solo muestra una difusa mancha gris, no se advierte si eres hombre o  mujer. A ti solo te prenderán si estás a mi lado cuando me detengan o me maten. Tengo una idea: como no pueden reconocerte, sal del establo, ve a dar una vuelta por ese villorrio, infórmate de cómo andan las cosas ahí fuera y tráeme una botella de whisky. ¿Que quieres saber el resto de la historia? ¿Que cómo has llegado hasta aquí? Bueno, pero prométeme que inmediatamente después de referírtelo todo harás lo que te he dicho.

Prosigo. En Alamogordo, el lugar donde se detonó la primera bomba atómica, residí seis meses. Trabajé ese tiempo en una gasolinera y ahorré el puñado de dólares que me costó un Chevrolet del año de la Polka, el vetusto pick-up que tan bien nos ha venido. Cuando llegué a Santa Fe tuve suerte de emplearme como recepcionista en el Club de Seniors. Poco trabajo y largas horas de tedio, que mitigué gracias a la lectura de muchos volúmenes de la biblioteca del club, más tarde con la escritura, con mis patéticos cuentos, como éste en el que estamos envueltos ahora. Esta historia sin pies ni cabeza titulada Outsiders in Nebraska, un relato malo de solemnidad, en el que el protagonista se llama como mi alias, solo que en la ficción soy un tipo algo mayor, cruel, analfabeto pero inteligente, sin amigos y alcohólico. Huérfano desde la niñez, abandonado después por mis familiares más cercanos (o menos lejanos, según se mire) paso las de Caín buscando el sustento en los confines de la sociedad de Lincoln, Nebraska. Primero son pequeños hurtos de mercancías que luego vendo, lo que me proporciona un modus vivendi sencillo aunque miserable. Más tarde aprendo un par de útiles timos que practico con petimetres locales, es una actividad más rentable pero con un mercado tan reducido que al final me veo forzado a abandonar el negocio y decido pasar al atraco a mano armada. Precisamente entonces apareces tú en medio del primer capítulo y, como no te puedes resistir a la fascinante personalidad del Leo inventado, permites que te reclute como camarada de fatigas, involucrándote de lleno en mis hazañas criminales. No comprendo cómo llegaste a este texto siendo solo un borrador, pero estoy seguro de que te traicionó el subconsciente, querías vivir a toda costa una gran aventura y solo has logrado situarte fuera de la ley, poner tu existencia en serio peligro.

Necesito un trago, colega. Me va a faltar saliva para acabar la narración. Júrame que en cuanto termine saldrás y me traerás esa botella de algo consistente. Lo has jurado, recuerda.

Ya que continúas mostrando esa alelada cara de despiste supino, te informo que empezamos con los bazares asiáticos. Esos rollitos primavera eran pan comido, muchos de ellos inmigrantes ilegales que se defecaban encima cuando les apuntabas con un revólver, que no se atrevían a interponer denuncias, a algunos les robamos en varias ocasiones. Eran trabajos tan fáciles que me avergüenza rememorarlos, tú al volante del destartalado Chevrolet, motor en marcha, esperando que yo saliera con un fajo de billetes y montones de relojes y teléfonos móviles metidos en una saca, para salir pitando por las solitarias carreteras de Nebraska, donde ni tú ni yo hemos estado jamás en la vida real. Solo nos dieron un susto, fue una noche en el Beijing Express, ya les habíamos atracado tres veces y nos estaban esperando; cuando me vieron entrar, dos tipos con pinta de ninja, armados hasta las cejas, surgieron inesperadamente de algún lugar situado detrás de las estanterías. Ése día no se me olvidará, una bala pasó rozando el lóbulo de mi oreja derecha, nos salvamos por los pelos, colega.

Ya éramos conocidos por todos los comerciantes orientales, debíamos cambiar de sector. Los restaurantes abiertos las 24 horas representaban un negocio poco lucrativo pero bastante seguro. En Lincoln y sus alrededores, a las tres de la mañana no hay mucha gente que frecuente esos lugares. Y los borrachos no nos inquietaban. Fue otra época bastante buena, cenas gratis y dinero fácil a cambio de un riesgo pequeño y controlado. Recuerdo que vivíamos bien allí, en el Motel Elvis. A veces montábamos unas juergas legendarias, en las que corrían sin límite el bourbon y los estupefacientes. La putada llegó cuando descubrimos que las malditas cámaras de seguridad habían dejado la imborrable huella de mi cara en sus grabaciones. Ese mismo día nos mudamos a Omaha.

Fue una tórrida mañana de julio cuando la patria chica de Fred Astaire, Marlon Brando, Monty Clift y Nick Nolte nos recibió con los brazos abiertos. Aunque no íbamos cortos de guita, no queríamos dormirnos en los laureles, era preciso seguir recaudando, aspirar al Oscar de los mangantes. Pero para eso teníamos que reinventarnos, dar un salto cualitativo y cuantitativo en nuestra carrera: nada de tiendas chinas, restaurantes de 24 horas ni chorradas por el estilo. Me diste la idea al preguntar dónde guarda la gente la pasta, colega. En los bancos, te respondí. La idea era visitar varias oficinas y observar los movimientos de los empleados y de los clientes, los elementos de seguridad y las vías de escape. Decidimos debutar en el Basura Bank. Si bien el botín fue irrisorio, la experiencia resultó enriquecedora. Después visitamos el Poquito Bank, con rendimientos más aceptables aunque todavía insuficientes. A éste le siguió el Ricachones Bank, en el que asumimos grandes riesgos pero obtuvimos unas considerables utilidades y, de paso, un precio por nuestras cabezas.

Pero en el último trabajo, en el Millonetis Bank, la cagamos con todo el equipo. Debí atender tus advertencias cuando, como ya hiciste la noche del Beijing Express, te arrancaste un número aleatorio de pelos del cogote, los contaste y me dijiste: “Impar, dejémoslo”. Era tu absurda y supersticiosa forma de predecir si nuestra misión tendría éxito o no. Sabes que yo nunca creí en semejante idiotez pero, joder, aquella vez volviste a acertar de pleno. Me empeñé en probar el sinsentido de tu técnica profética y lo único que conseguí fue demostrar que la avaricia rompe el saco, que a todo cerdo le llega su San Martín. Me vi obligado a disparar a un vigilante nerviosito y nos marchamos sin un centavo, con el rabo entre las piernas. El capullo del guardia solo está grave, cualquiera puede seguir viviendo sin el puñetero bazo, pero al ser sobrino de un Consejero del banco, que por más señas se postula para candidato al Senado en las próximas elecciones, la bofia se ha lanzado tras nosotros sin contemplaciones, como si hubiésemos asesinado al mismísimo Presidente de los Estados Unidos y a toda su parentela, celebrando después un rito satánico con sus cadáveres. Con tanto terrorista suelto y despliegan un operativo que cuesta un huevo a los ciudadanos, moviendo cielo y tierra, solo para trincar a dos pelagatos. Perdona el calificativo, colega, pero reconoce que eso es lo que somos: unos pelagatos, ni más ni menos.

Ahora estamos en este sucio establo abandonado a varias millas de Omaha, donde hemos llegado en un Ford alquilado con documentación falsa, intentando que se calmen las cosas y poder traspasar sin problemas la frontera de Iowa para dirigirnos a Des Moines, la ciudad donde murió el gran campeón de los pesos pesados Rocky Marciano. The End, Fine, Fin, Das Ende, Koniec.

Bueno, colega, ahora que ya te he puesto al día y conoces la situación pormenorizadamente, sal, coge el coche, acércate al pueblo, husmea un poco, entra en un supermercado y compra varios periódicos, una radio de bolsillo, algo de comida y, esto que no se te olvide, una botella del brebaje con la graduación más alta que encuentres. Cuando regreses haremos planes importantes. Pero déjame antes tu revólver, has mostrado ser incapaz de aprender a disparar durante todo este tiempo. Si te cachean y lo descubren solo conseguirás que te detengan y tú, a fin de cuentas, eres otra de mis víctimas. Vete ya. Hasta luego.

Menos mal que al final me he desecho de su compañía, le estimo tanto. Estoy convencido de que llegarán en menos que canta un gallo. No sé cómo ni por qué, pero saben que andamos por aquí. Confío en que mi colega salve el pellejo, apostaría a que no tienen informaciones o pruebas que puedan incriminarle de forma directa en ninguno de los delitos que hemos cometido. Ya oigo los helicópteros sobrevolando el establo. Y a través de unas rendijas entre las tablas que forman las paredes veo cómo, levantando nubes de polvo, se acercan manadas de coches de polizontes desde los cuatro puntos cardinales. Los desgraciados llevan las sirenas y luces a todo meter, creen que así me van a atemorizar, son bobos de nacimiento.

Ignoran que, aunque he contado siete pelos de mi cogote, no me pienso entregar, que nadie enchirona a Leo Pecas, que aquí se va a armar la de Dios es Cristo. Tengo la boca seca, dos pistolas y he visto cuatro veces Dos hombres y un destino. Ni esto es Bolivia ni yo soy Paul Newman o Robert Redford, mucho menos Butch Cassidy o Sundance Kid. No obstante voy a salir disparando a mansalva, indiscriminadamente, hasta que me acribillen o un madero con buena puntería me mande en el acto al otro barrio. Ignoran también que, desde que abra esa puerta, voy a concentrar todos los pensamientos en mi diosa, en la bella Catalina Fuentes; el recuerdo de su imagen endulzará mis últimos momentos. Los muy estúpidos no sospechan que este cuento se ha acabado, colega.


jueves, 27 de junio de 2013

La sospecha




Siempre intuí que no eran mis padres biológicos. Y el presentimiento se acentuaba esas noches en las que me ordenaban callar cuando aullaba a la luna llena.


miércoles, 19 de junio de 2013

Buenas noches y buena suerte




FECHA 1

Hoy tuve un gran día. Esta mañana el jefe me felicitó calurosamente por mi eficacia en la elaboración de un relevante informe. Es buen tío, es guay, mi jefe. Luego coincidí con Sonia y otras compañeras en el restaurante. Sonia, la preciosidad que trabaja en el Departamento Fiscal y a la que, en la primera oportunidad que se presente, le voy a pedir que acepte cenar conmigo. Tiene unos ojos y una sonrisa que enamoran. Y esta noche mi equipo pasó otra ronda en la Champions después de ofrecer un espectáculo irrepetible. Ha sido un día estupendo.

A las once y media, cuando me disponía a leer algo en la tablet antes de irme a la cama, ha sonado el teléfono y desde un número desconocido la voz de una mujer madura ha preguntado por Samuel, el vidente. No sabría justificar el motivo, pero el caso es que no he podido resistir la tentación de responder que sí, que era Samuel el que estaba al aparato. Entonces ella me explica que se llama Felicidad aunque todo el mundo la conoce como Feli, que ha sido su amiga Rosa quien le ha facilitado mi teléfono porque asegura que soy infalible en el tarot y que necesita que le haga una predicción urgente. Ah, claro, Rosa, le contesto siguiéndole el rollo, una buena y querida amiga, por supuesto. Pues usted dirá, Feli, descríbame su casuística, por favor, y veremos qué le depara el futuro. Y la tal Felicidad, que comentó tener 63 años, me empezó a contar su vida, demostrando en pocos minutos la incompetencia de sus padres para elegir nombres de pila; seguro que si en lugar de Felicidad le hubiesen llamado Inocencia, habría salido un pendón verbenero. Entre otras cosas, la mujer era viuda de un bombero que murió en un incendio forestal, estaba enferma y tenía un hijo enganchado a la droga que había acabado con sus escasos ahorros y también se estaba apropiando ahora de buena parte de su pensión. La verdad es que la señora me dio mucha lástima, al punto de arrepentirme horrores por haber suplantado a un experto en la materia, pero por otro lado pensaba que desenmascararme ahora, incluso el simple hecho de colgar fríamente el teléfono, solo podría empeorar el estado de ansiedad de la pobre Feli. Por eso tuve que improvisar y lo primero que se me ocurrió fue decirle que estaba barajando las cartas, mientras movía las hojas de unos periódicos que tenía a mano para producir un ruido similar. Bueno, Feli, para ser sincero, amiga, la verdad es que solo intuyo cosas positivas, el destino parece tenerle preparado un esperanzador porvenir, mentí. Sus preocupaciones van a acabar muy pronto, cariño. Intenté decir esto último con la entonación más tierna posible, recordando cuando de estudiante interpretaba pequeños papeles en la compañía de teatro de la Facultad. Sí, sí, Samuel, pero ¿qué carta ha salido? ¿Es un arcano mayor o un arcano menor? ¿Ha salido boca arriba o boca abajo? ¡Me cago en la leche! En ese momento hubiese preferido emplear mi compasión abrazando fuertemente a un puercoespín deprimido. ¡Estaba hablando con una consumada profesional de las consultas proféticas! Y era como si Stephen Hawking preguntase a un alumno de Primaria su opinión sobre la termodinámica de los agujeros negros. Mientras en el navegador de la tablet le preguntaba a mi estimado Google por el significado de los naipes de tarot, empecé a darle largas. Le comenté con largas y rimbombantes frases que prefería no declarar qué carta había extraído porque un gran maestro inglés de las artes cósmicas adivinatorias me reveló que hacerlo podría revertir el resultado de la predicción. Me contestó que eso eran pamplinas, que los ingleses no entienden de tarot, que los verdaderos especialistas están en Francia y en Italia y ellos siempre muestran las cartas. Estuve a punto de mandarla a freír puñetas cuando mi amado buscador me sacó de apuros. Bien, Feli, pues he de confesarte que ha salido la Estrella y boca arriba, ¿contenta? ¿Eso significa que me voy a curar? Pues claro, mujer, ¿qué otra cosa podría significar? ¿Y qué me dice de mi hijo? Saque otra carta, a ver. Espere. Volví a menear los diarios mientras consultaba en la tablet. Aunque entonces tuve otra idea, se me ocurrió soltarle que había aparecido la Muerte. Boca arriba. Creí que así se acojonaría y me dejaría en paz. Caray, ¿eso es maravilloso, no? Claro, claro, manifesté, poco convencido de ello. Quiere decir que todo lo malo se va a acabar, ¿verdad? Pues claro, Feli, su hijo dejará las drogas y su pesadilla habrá terminado… Eres un sol, Samuel. Cuando Rosa me dé tus señas, paso y te abono los servicios. No se moleste, señora, que me doy por bien pagado sabiendo que viene de parte de Rosa y que sus problemas se van a solucionar muy pronto. Colgué, grabé el número en la agenda del móvil para no contestar nunca más sus llamadas y después lo desconecté, por si las moscas.


FECHA 1+N

Hoy ha sido un desastre. Mi jefe me ha pegado una bronca de tres pares por retrasarme una semana en la presentación de otro jodido informe. El inútil, que no entiende que estoy de faena hasta la cabeza, encima me endilga la que a él le encarga el Director General. Es idiota. Luego me he enterado que Sonia ha empezado a salir con Borja, el secretario personal del Gerente. Jamás hubiera imaginado que le van los aduladores lameculos. Me ha defraudado Sonia, con su carita de no haber roto un plato, claro que con su pusilánime carácter pienso que nunca hubiésemos congeniado… Además, me he dado cuenta de que bizquea un poco y tiene los dientes amarillos del tabaco. Y para rematar esta fatídica jornada, mi equipo ha palmado por cuatro a cero contra unos italianos de medio pelo. ¿Cómo pueden aguantar a un entrenador tan impresentable y a esas carísimas figuras de pitiminí que solo sirven para ilustrar anuncios de perfumes? Vaya fiasco. Lo peor será mañana en la Oficina, los seguidores del máximo rival me van a amargar de lo lindo con sus chanzas de mierda.

Esta noche va a resultar difícil conciliar el sueño con tanto disgusto acumulado. Espero que un poco de lectura me haga olvidar todos esos sinsabores y me relaje lo suficiente. Inesperadamente suena el teléfono en cuya pantalla aparecen las palabras “número oculto”. Joder, no me gustan esas llamadas, pero por la hora que es podría ser algo urgente, no me atrevo a ignorarla. Sí, diga. A partir de ese momento y sin que sea capaz de meter la cuchara, una señora mayor comienza un monólogo supersónico: Hola Samuel, soy Angelines, amiga de la Feli, que es amiga de la Rosa. La Feli me ha encargado que le comunique que como usted predijo, ya se arreglaron sus problemas. El Estado revisó el expediente y le ha otorgado una indemnización y una pensión extraordinaria por la muerte de su marido en acto de servicio, ella al final no tenía la enfermedad que le habían diagnosticado, fue un error médico, tenía otra cosa, le están medicando y se encuentra bien, y su hijo se lió con una búlgara y se ha ido a vivir con ella a su país, dejando en paz a la Feli. Ya sé que es un poco tarde, pero estoy desesperada, por eso le llamo, para que me eche las cartas en un momentito si es usted tan amable. Hola y encantado, Angelines, pero debe existir algún error con el número que ha marcado. Ni yo me llamo Samuel ni conozco a ninguna Feli ni a ninguna Rosa y no sé a qué cartas se refiere usted. Lo siento mucho, perdone señora. Buenas noches y buena suerte. Adiós, Angelines.


domingo, 2 de junio de 2013

Epístola




Mi apreciado y respetado amigo Don Arístides Peribáñez:

Confío que al recibo de la presente tanto usted como su honorable familia se encuentren pletóricos de salud.

Espero no originar ningún incomodo al entretenerle unos instantes con este sucinto escrito. Conocedor que soy de las refinadas inclinaciones de su señora Doña Celedonia, Ilustrísima Baronesa de la Vida Regalada, y a sabiendas del interés que siempre mostró por disponer en su suntuoso palacio de un espectro de plena confianza, aprovecho para ofrecerles los servicios de mi espíritu, Salustiano Bracamonte, que durante siglos ha cumplido correcta y fielmente sus deberes con varias generaciones de mi linaje. Como usted bien sabe, las inclemencias financieras que envuelven a esta endiablada sociedad han hecho también considerable mella en mi patrimonio, compeliéndome a enajenar la mansión de la Calle Concejo de Carcamales. El señor Marqués de la Inutilidad Pasmosa nos ha presentado una proposición que ha resultado inadecuado rechazar, aunque declina el traspaso de nuestro fantasma junto con el inmueble, por detentar ya plenos derechos sobre otras ánimas que satisfacen con creces todas sus necesidades.

El hecho es que en próximas fechas nos trasladaremos a vivir a nuestro cortijo de La Dulce Alcaparra. Usted ya imaginará que es del todo imposible transportar fuera de la capital a Salustiano sin grave riesgo de que el pobre se desvanezca por siempre jamás. Ante tales circunstancias y en aras a nuestra antigua y duradera confraternidad, me tomo la libertad de sugerirle su adopción por cantidad ecuánime que contente a ambas partes. Como no es cortés mencionar sumas por escrito, le encarezco responda este mensaje a su más breve comodidad notificando si estaría interesado en llegar a un acuerdo, en cuyo caso podríamos entrevistarnos en el Club de los Rancios y Casposos Abolengos cuando a usted mejor le plazca.

Suyo afectísimo, le reitero mi más distinguida consideración y beso la mano de la señora Baronesa.

Tancredo Constantino Dionisio de las Tres Cruces en el Monte del Olvido y Camino Verde que va a  la Ermita, Vizconde de la Pena Negra.


lunes, 27 de mayo de 2013

El tiburón y la bicicleta





Hèctor Sendra tiene cincuenta y un años y es un triunfador. Ninguno de los profesores de su Instituto hubiese dado un céntimo por su futuro, pues como estudiante fue entre malo y pésimo. Pero, aunque le disgustaban los libros, era un joven bastante despierto. A su padre, Damià, Secretario de un pequeño Ayuntamiento cercano a la ciudad de Valencia, le hubiera gustado que, siguiendo su ejemplo, su único hijo cursara Derecho y se dedicara a las Leyes. El hombre, que por su cuenta y riesgo ya fracasó en sucesivas oposiciones, siempre había soñado con poder presumir de un Sendra fiscal o juez de la Audiencia. Sin embargo, el expediente académico de Hèctor en Bachillerato le quitó la venda de los ojos, le estrelló contra la cruda realidad.

A través de los contactos de su progenitor, a principio de los años ochenta se colocó como oficinista en una empresa constructora. El señor Rocamora, su dueño, lo trató desde el primer día como al descendiente que nunca tuvo. Rocamora había enviudado a los treinta y tantos, volviéndose a casar luego con la hermana soltera de su mujer. Si con la primera esposa no tuvo hijos, tampoco lo consiguió con la segunda. “Es obvio que arrastran una tara hereditaria”, le comentó un día un médico, amigo íntimo, que no se atrevía a confesarle que el único estéril era él.

Tanto cariño y confianza se granjeó con su jefe, que a mediados de los noventa Hèctor era su mano derecha, su principal asesor. Nombrado Director General de la compañía, fue su mandamás hasta el fallecimiento de Rocamora, recién estrenado el siglo. La viuda del constructor no compartía los sentimientos del finado por su protegido y, aconsejada por sus sobrinos y para júbilo de éstos, decidió liquidar el negocio.

Con la gran experiencia atesorada, algunos ahorros y un capital que Rocamora le dejó en herencia, Hèctor Sendra parió una nueva empresa a la que bautizó con el rimbombante nombre de SENDRA INTERHOLDING. Dedicada en principio a la actividad puramente constructora, su creador pronto vislumbró en la creciente especulación de terrenos una oportunidad demasiado rentable como para ignorarla o despreciarla. En muy poco tiempo, muchos de sus contactos habían multiplicado por diez inversiones millonarias. Volcó pues su ocupación en comprar y vender solares, sin abandonar la edificación y urbanización de nuevos barrios, aprovechando los disparatados precios que las viviendas habían alcanzado. En un tiempo récord, Sendra hizo muchísimo dinero negro en transacciones especulativas, dinero que puso a su propio nombre y a buen recaudo en el banco de un paraíso fiscal cercano en el mapa, mas inalcanzable para las zarpas de la arruinada Hacienda española.

Cuando sobrevino la crisis, SENDRA INTERHOLDING se vio también muy afectada y despidió a casi todos sus trabajadores. Al final se declaró en quiebra, pero como el hábil accionista mayoritario no garantizaba ninguna de las operaciones societarias, pudo salirse de rositas con toda la facilidad del mundo. Hèctor siguió y sigue fumando Montecristos, conduciendo Mercedes, cuidando su cuerpo en un gimnasio de cinco estrellas, pagando mariscadas en efectivo, viviendo a tutiplén en su mansión situada en plena Sierra Calderona y haciendo esporádicos viajes a Montecarlo, en donde también dispone de un apartamento de lujo y un yate.

Este viernes, en una reunión con muchas langostas y unos cuantos alemanes, Hèctor ha apalabrado la venta de la vieja masía familiar, al norte de la ciudad. La finca, compuesta de una enorme casa rodeada de algunas hanegadas de naranjales actualmente abandonados por su mísero rendimiento económico, la recibió en herencia de su padre, que a su vez la heredó del suyo y éste de anteriores generaciones. Los teutones, que quieren instalar allí un centro geriátrico de alto standing, le han prometido un buen pellizco de millones, más de la mitad de los cuales irán a parar a la cuenta opaca del banco monegasco con el que opera.

Al regresar a casa, Celia, su mujer, ha salido a su encuentro con una amplia sonrisa y le ha dicho que tiene una sorpresa para él. En el salón hay una gran caja que entregó una conocida empresa de mensajería. Hèctor inspecciona la etiqueta. Así como todos sus datos son correctos, no se muestra el nombre del remitente. Toma unas tijeras y comienza a desgarrar el cartón. Aparece entonces una flamante bicicleta, una espectacular máquina de devorar kilómetros con un cuerpo de carbono que quita el sentido. Aunque a Hèctor siempre le encantó, han pasado más de quince años desde la última vez que rodara por ahí. Conserva una buena forma gracias al spinning; este regalo de quién sabe qué agradecido amigo le dará la oportunidad mañana mismo de ponerse a prueba en la carretera.

Sábado por la mañana. Ha salido un día estupendo. Hèctor ha madrugado. Apenas ha podido pegar ojo, diseñando la ruta que va a seguir. Completamente equipado se sube a la bicicleta y, tras despedirse de su esposa e hija que miran a través de la ventana, la deja rodar cuesta abajo. Después de saludar al guarda, franquea el puesto de vigilancia de la urbanización y comienza a pedalear. Su intención es continuar por calzadas locales poco transitadas y subir al Norte hasta Nàquera para luego atravesar Serra y llegar a Torres-Torres, bajando por la antigua carretera nacional hasta Puçol y regresar a casa. Una etapa dura al principio, cómoda al final.

No obstante, cuando lleva solo unos cientos de metros circulando, Hèctor advierte que la bicicleta está tomando sus propias decisiones. Cuando quiere doblar a la derecha, la máquina no se lo permite, sigue moviéndose en línea recta, los pedales giran sin que él imprima ningún esfuerzo, las marchas cambian solas. Es una sensación extraña. Intenta detenerse para poder revisar el manillar y las  demás piezas, pero los frenos no responden. La bici continúa rodando a su albedrío y se dirige a toda pastilla hacia el Sur, camino de Valencia. Si bien el ciclista está atemorizado, no deja por ello de sentir extraordinaria curiosidad por el final de la intrigante aventura que está viviendo.

Otros fenómenos insólitos se suman al del velocípedo automotor; el paisaje, que conoce perfectamente, se modifica a medida que lo recorre: desaparecen construcciones que antes estaban allí, surgen campos y huertas sustituidas hace años por cemento y asfalto, los pueblos empequeñecen. Además, la gente que se cruza viste de forma cada vez más anticuada y la ropa empieza a quedarle grande, siente cómo su pelo ha crecido, que ha recuperado visión, en suma, experimenta un rejuvenecimiento progresivo al paso de los kilómetros. La bicicleta llega a las puertas del pueblo de Alboraya y tras recorrer un largo trecho por caminos rurales, se adentra en la masía familiar. Los árboles están en flor, la esencia del azahar es revitalizante, los campos están mejor cuidados que nunca, como antes de que muriese su iaio [1] Batiste. La casa se ve preciosa, da gusto contemplarla recién pintada de cal.

La bicicleta va aminorando la velocidad y se para justo al lado del porche, donde, en una mecedora, descansa Batiste mientras pela unas habas. A sus pies está Trueno, el viejo perro de la familia, que cuando le ve empieza a mover la cola. Hèctor desciende de la bici y con la voz atiplada de un niño de trece años pregunta “¿Iaio?”. Batiste gira la cabeza, sonríe y le dice “Xé, xiquet, ¿cóm vas vestit? Acosta’t açí un moment, rei [2]. El tiburón de los negocios, convertido en un chiquillo, se aproxima al anciano, le acaricia la cara y besa su mejilla. El abuelo, tal vez recordando que al ser su nuera aragonesa el chaval habla castellano en casa, cambia de lengua y le propone: “Ven conmigo, Hèctor”. Se levanta de la mecedora y le toma de la mano. Caminan juntos hacia el huerto de naranjos frente a la casa y cuando llegan, el patriarca se agacha y coge un montón de tierra en la mano. “¿La ves, Hèctor? Tócala, tócala, ésta es nuestra tierra. Cuando tu papá tenía tu edad le hice jurar que nunca dejaría de amarla, que siempre seguirá siendo nuestra. Ahora es tu turno, bésala y haz el mismo juramento que yo hice a mi iaio y tu padre me hizo a mí”. Hèctor Sendra, un cerebro cincuentón en un cuerpo púber, rememora ahora claramente aquel olvidado momento, la mañana en que besó la tierra y prometió al iaio querer, mantener y preservar los bienes de la familia. La lava de la emoción derrite su corazón de piedra y abrazándose a Batiste comienza a llorar a moco tendido, como un inocente niño de trece años.



[1] En castellano, abuelito.
[2] En castellano, “Ché, pequeño, ¿cómo vas vestido? Acércate aquí un momento, rey”

miércoles, 22 de mayo de 2013

La peste




Mi gran amigo Iván me lo confesó una noche de formidable borrachera:

-David, no te lo vas a creer, esto no se lo he comentado nunca a nadie, pero desde pequeño huelo los sentimientos de las personas. No tengo olfato para las cosas materiales, no noto el supuesto aroma de los perfumes, de los alimentos, de las flores, no advierto la fetidez que atribuyen a la basura y a las cosas desagradables, de nada que pueda verse o tocarse. Pero sé distinguir perfectamente el olor de la cobardía, del cariño, de la inseguridad, de cualquier emoción que el ser humano que tenga delante pueda experimentar. Y te aseguro que es una terrible maldición, a medida que maduro se acentúa más y más. Ahora mismo percibo el hedor de tus dudas, quieres creer lo que te estoy diciendo pero tu cerebro se resiste.

Me quedé de piedra. Acababa de leer mi mente, como había hecho antes en incontables ocasiones sin que yo hubiera sabido cómo. Tras procesar la información, entendí al instante por qué había estudiado Psicología y también por qué abandonó su consultorio después de solo unos pocos meses de ejercicio profesional. Comprendí que, aunque descifrase los sentimientos de sus pacientes y pudiera guiarles tal vez mejor que nadie en su alivio y curación, debía ser espantoso enfrentarse continuamente a la pestilencia de odios, celos, tristezas, envidias, frustraciones, miedos, de cualquier tipo de trauma, fobia o manía que todas y cada una de las personas almacenamos en nuestro interior.

David me aseguró que sus fragancias preferidas eran las del amor, la amistad y la confianza, pero que cada vez era más insoportable el tufo que tenía que respirar. La tensión estaba a flor de piel en cada ciudadano, la podredumbre reinaba sobre cualquier otra cosa, no podía aguantar más. Había decidido irse a vivir a un alejado pueblecito del interior con apenas una treintena de ancianos habitantes. Allí, pensaba, el aire sería más limpio.

Esta mañana me ha llamado el padre de Iván para comunicarme  que ayer, cerca de la aldea, encontraron su cuerpo sin vida suspendido de un árbol. Con voz sollozante me ha dicho que llevaba en su bolsillo una nota en la que había escrito: “Decidle a David que ahí donde haya una persona, ahí está la peste”.


lunes, 13 de mayo de 2013

La persecución





MUJER madura, noctámbula y liberal, aficionada al cine, grupo sanguíneo O+, busca vampiro compatible (no importa edad ni condición) para invitarle a cenar y que de paso la haga inmortal. Interesados, llamen al 83388338 y pregunten por Gertrudis. Se ruega discreción.

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SEÑORA sana y lozana como una manzana, muy interesada por la investigación y nuevas tecnologías, donaría su cuerpo a doctor o científico ducho en reanimaciones post-mortem. Teléfono 83388338, me llamo Gertrudis. Curiosos abstenerse.

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ADULTA sin prejuicios, adicta a la literatura gótica, establecería contacto con diablo experto en pactos, para sellar contrato de vida eterna. Condiciones negociables. Mi nombre es Gertrudis, y mi móvil 83388338. Solo profesionales.

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VIUDA con posibles, hedonista y viciosilla, amante del arte en todas sus dimensiones, contrataría los servicios de un pintor de la escuela de Basil Hallward para retrato hiperrealista de mi alma. Pago bien, pero exijo referencias. Gertrudis, Tf. 83388338.

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DESAPARECIDA. Mujer de 82 años, viuda, responde al nombre de Gertrudis Alegre y Olé. Pelo cano ondulado artificialmente, peca de 4 mm. bajo el ojo en su mejilla derecha y tatuaje de una calavera y varias serpientes en la pantorrilla izquierda. Fue vista por última vez el pasado diez de abril bailando pasodobles en una terraza de Benidorm. Si se la tropiezan, envíen un tweet a @laparcaXgertrudis. Todas las informaciones que contribuyan a su localización se gratificarán en especie. Necesito encontrarla urgentemente, es cuestión de vida o muerte.

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sábado, 11 de mayo de 2013

Un negro para Ana






Hace unas noches soñé que era invierno y paseaba por la solitaria playa de La Malvarrosa. Tropecé entonces con una botella de cristal verde oscuro que las olas habían arrojado a la orilla. Me fijé que estaba bien lacrada, por lo que procedí a romperla contra una piedra, extrayendo una cápsula hermética de plástico que contenía. En el interior de esa vaina transparente, que destapé sin mayor dificultad, se alojaba un billete de un millón de euros. Sé que en realidad no existe ningún billete de semejante calibre, pero el protagonista de mi sueño (es decir, yo), aunque nunca antes se topó con esa clase de documento, no albergaba ninguna sospecha sobre su validez legal y monetaria. Recuerdo que lo que más reclamó mi atención fue que el papel estuviese tintado de color negro. En ese momento me asaltaron algunas reflexiones.

Lo primero que consideré es que en cuestión de cuartos casi todo el mundo es envidiablemente tolerante, y no lo digo solo por el color de la moneda, también por su procedencia. Hay personas racistas y xenófobas que preferirán sin duda el dinero negro y fácil, no importa de dónde se salga o, mejor dicho, a costa de quién se obtenga. También pensé que casi todas las personas (creyentes, escépticas, incluso ateas) se ponen tácitamente de acuerdo en adorar el dinero como a un dios todopoderoso. Si bien al principio relacioné el origen de los apocalípticos mensajes que proclaman muchas doctrinas con un ente infernal, que no podría ser otro que el maldito parné, luego deduje que era imposible, pues la mayoría de las jerarquías religiosas se muestran más interesadas en acumular riquezas que en repartirlas, contrariamente a las prédicas de todos los libros sagrados, habidos y por haber. Y solo una especie de teoría del caos podría explicar, intuyo que de forma torticera, que el bien y el mal son la misma cosa.

Por último, me di cuenta de que debe haber un incontable número de individuos que matarían por uno de esos billetes. Con independencia del patrimonio, las necesidades o convicciones que tengan, siempre habrá un colosal ejército de prójimos que inmolarían a otros seres humanos a cambio de ese montón de pasta. Fue entonces cuando lo escondí en mi bolsillo y emprendí el regreso a casa.

Una vez allí, extraje de nuevo el pedazo de papel y analizándolo con más rigor, pude apreciar que al dorso, en su borde inferior, llevaba escrita también en tinta negra una nota de caracteres casi microscópicos. Solo mediante la ayuda de una lupa pude descifrar la inscripción:
Ana – Calle Arbergina 15-3”

Desconocía esa dirección, de entrada pensé que el domicilio correspondía a otra ciudad. Pero mi efervescente curiosidad me conminó a seguir investigando, por lo que eché mano de una guía y pude comprobar, no sin sorpresa y aceleración de mi ritmo cardíaco, que la calle existía. Estaba ubicada al norte, en un barrio de mala reputación enclavado en un gran suburbio de la periferia.

Como vivía un sueño, me transporté al instante a ese barrio. Tras preguntar a varios vecinos, la mayoría jóvenes desempleados con semblante poco amigable, jubilados canijos e inmigrantes con y sin papeles asimismo desocupados, localicé pronto la calle. Mientras me dirigía al edificio número 15 pasé por delante de una peluquería, un kiosco y un bar. Sus cristaleras lucían un póster con el retrato de una niña de unos ocho o nueve años. “Ayuda a Ana”, rezaba, “Colabora para salvar su vida. Necesitamos un millón de euros”. Antes de proseguir mi marcha entré en el bar, un chiringuito sucio y cochambroso curiosamente rotulado como “El Palacio del Colesterol”. Pedí un café y pregunté al amable barman colombiano por Ana. Me comentó que era una vecinita que sufría una rara pero terrible enfermedad; su familia necesitaba con urgencia el dinero para llevarla a Alemania, donde en un célebre hospital podrían someterla a un costoso tratamiento, el único en el mundo que se había revelado efectivo. El hombre me informó que el barrio se había volcado con ella, que incluso los más desfavorecidos, personas que vivían en la calle de limosnas, habían cooperado. Pero era muchísimo dinero, muy difícil de reunir y todas las autoridades se habían desentendido del asunto. Pagué, me despedí y reanudé mi marcha.

Cuando llegué al número 15 percibí que en la fachada, a cada lado del portal, que permanecía abierto, estaban pegados los mismos pósters. Me introduje en el patio y vi a la izquierda una mesa rescatada de la basura, sobre la que reposaba una sencilla caja de cartón, con una ranura en su parte superior, donde se leía: “Introduzca aquí su aportación. Gracias”. En eso, un hombre entró y me dijo: “¿Quiere ver a Ana?  Suba, suba, soy Mauricio, su padre”. Me quedé perplejo por la invitación, esa gente no me conocía de nada y sin embargo me invitaba a su casa. Se me antojaba descortés rehusar el ofrecimiento y, además, sentía inquietud por ver a la pequeña, así que seguí los pasos de Mauricio. La puerta número 3, en el primer piso, estaba también abierta de par en par. Parecía que allí todo el mundo era bienvenido. Atravesando el salón, en el que varias mujeres platicaban con la madre, el papá de Ana me condujo a su habitación. La niña, con rostro macilento y el brazo encadenado a un gotero, reposaba en su cama respirando el oxígeno que le proporcionaba una bombona del mismo color que la botella escupida por el mar. A su lado, una amiguita le leía un cuento. “Cariño ¡Mira quién ha venido a verte!”, le anunció Mauricio. Ana me miró y, con la voz rota y mucho esfuerzo, me dijo sonriendo: “¡Rafa, eres tú, te he estado esperando!”. La conmoción que me causó su recibimiento fue tremenda. Solo pude reprimir el llanto mordiéndome la lengua y los labios, conteniendo la respiración, pellizcándome los brazos. Cuando recobré un ápice de serenidad, me acerqué a su cabecera y tras besar su frente, le susurré: “Ana, pronto estarás bien, te lo prometo.