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sábado, 11 de mayo de 2013

Un negro para Ana






Hace unas noches soñé que era invierno y paseaba por la solitaria playa de La Malvarrosa. Tropecé entonces con una botella de cristal verde oscuro que las olas habían arrojado a la orilla. Me fijé que estaba bien lacrada, por lo que procedí a romperla contra una piedra, extrayendo una cápsula hermética de plástico que contenía. En el interior de esa vaina transparente, que destapé sin mayor dificultad, se alojaba un billete de un millón de euros. Sé que en realidad no existe ningún billete de semejante calibre, pero el protagonista de mi sueño (es decir, yo), aunque nunca antes se topó con esa clase de documento, no albergaba ninguna sospecha sobre su validez legal y monetaria. Recuerdo que lo que más reclamó mi atención fue que el papel estuviese tintado de color negro. En ese momento me asaltaron algunas reflexiones.

Lo primero que consideré es que en cuestión de cuartos casi todo el mundo es envidiablemente tolerante, y no lo digo solo por el color de la moneda, también por su procedencia. Hay personas racistas y xenófobas que preferirán sin duda el dinero negro y fácil, no importa de dónde se salga o, mejor dicho, a costa de quién se obtenga. También pensé que casi todas las personas (creyentes, escépticas, incluso ateas) se ponen tácitamente de acuerdo en adorar el dinero como a un dios todopoderoso. Si bien al principio relacioné el origen de los apocalípticos mensajes que proclaman muchas doctrinas con un ente infernal, que no podría ser otro que el maldito parné, luego deduje que era imposible, pues la mayoría de las jerarquías religiosas se muestran más interesadas en acumular riquezas que en repartirlas, contrariamente a las prédicas de todos los libros sagrados, habidos y por haber. Y solo una especie de teoría del caos podría explicar, intuyo que de forma torticera, que el bien y el mal son la misma cosa.

Por último, me di cuenta de que debe haber un incontable número de individuos que matarían por uno de esos billetes. Con independencia del patrimonio, las necesidades o convicciones que tengan, siempre habrá un colosal ejército de prójimos que inmolarían a otros seres humanos a cambio de ese montón de pasta. Fue entonces cuando lo escondí en mi bolsillo y emprendí el regreso a casa.

Una vez allí, extraje de nuevo el pedazo de papel y analizándolo con más rigor, pude apreciar que al dorso, en su borde inferior, llevaba escrita también en tinta negra una nota de caracteres casi microscópicos. Solo mediante la ayuda de una lupa pude descifrar la inscripción:
Ana – Calle Arbergina 15-3”

Desconocía esa dirección, de entrada pensé que el domicilio correspondía a otra ciudad. Pero mi efervescente curiosidad me conminó a seguir investigando, por lo que eché mano de una guía y pude comprobar, no sin sorpresa y aceleración de mi ritmo cardíaco, que la calle existía. Estaba ubicada al norte, en un barrio de mala reputación enclavado en un gran suburbio de la periferia.

Como vivía un sueño, me transporté al instante a ese barrio. Tras preguntar a varios vecinos, la mayoría jóvenes desempleados con semblante poco amigable, jubilados canijos e inmigrantes con y sin papeles asimismo desocupados, localicé pronto la calle. Mientras me dirigía al edificio número 15 pasé por delante de una peluquería, un kiosco y un bar. Sus cristaleras lucían un póster con el retrato de una niña de unos ocho o nueve años. “Ayuda a Ana”, rezaba, “Colabora para salvar su vida. Necesitamos un millón de euros”. Antes de proseguir mi marcha entré en el bar, un chiringuito sucio y cochambroso curiosamente rotulado como “El Palacio del Colesterol”. Pedí un café y pregunté al amable barman colombiano por Ana. Me comentó que era una vecinita que sufría una rara pero terrible enfermedad; su familia necesitaba con urgencia el dinero para llevarla a Alemania, donde en un célebre hospital podrían someterla a un costoso tratamiento, el único en el mundo que se había revelado efectivo. El hombre me informó que el barrio se había volcado con ella, que incluso los más desfavorecidos, personas que vivían en la calle de limosnas, habían cooperado. Pero era muchísimo dinero, muy difícil de reunir y todas las autoridades se habían desentendido del asunto. Pagué, me despedí y reanudé mi marcha.

Cuando llegué al número 15 percibí que en la fachada, a cada lado del portal, que permanecía abierto, estaban pegados los mismos pósters. Me introduje en el patio y vi a la izquierda una mesa rescatada de la basura, sobre la que reposaba una sencilla caja de cartón, con una ranura en su parte superior, donde se leía: “Introduzca aquí su aportación. Gracias”. En eso, un hombre entró y me dijo: “¿Quiere ver a Ana?  Suba, suba, soy Mauricio, su padre”. Me quedé perplejo por la invitación, esa gente no me conocía de nada y sin embargo me invitaba a su casa. Se me antojaba descortés rehusar el ofrecimiento y, además, sentía inquietud por ver a la pequeña, así que seguí los pasos de Mauricio. La puerta número 3, en el primer piso, estaba también abierta de par en par. Parecía que allí todo el mundo era bienvenido. Atravesando el salón, en el que varias mujeres platicaban con la madre, el papá de Ana me condujo a su habitación. La niña, con rostro macilento y el brazo encadenado a un gotero, reposaba en su cama respirando el oxígeno que le proporcionaba una bombona del mismo color que la botella escupida por el mar. A su lado, una amiguita le leía un cuento. “Cariño ¡Mira quién ha venido a verte!”, le anunció Mauricio. Ana me miró y, con la voz rota y mucho esfuerzo, me dijo sonriendo: “¡Rafa, eres tú, te he estado esperando!”. La conmoción que me causó su recibimiento fue tremenda. Solo pude reprimir el llanto mordiéndome la lengua y los labios, conteniendo la respiración, pellizcándome los brazos. Cuando recobré un ápice de serenidad, me acerqué a su cabecera y tras besar su frente, le susurré: “Ana, pronto estarás bien, te lo prometo.


jueves, 9 de mayo de 2013

Revolución matemática




REVOLUCIÓN MATEMÁTICA  [1]
Dedicado a mi profesor de Matemáticas en Escolapios, D. León Herrero  [2]

           
En el Reino de las Matemáticas todo transcurría plácidamente; se cumplían las leyes (conmutativa, asociativa y distributiva) y todas las fórmulas eran aplicadas justamente con el fin de obtener unos resultados lógicos. Los criterios matemáticos eran respetados y jurados por toda la población de números. Hasta que un día, en el Condado de Geometría se produjo una rebelión contra el gobierno de la Hipotenusa, basado en la Fórmula de Pitágoras y secundado por ejércitos de catetos al cuadrado. Ese día, el triángulo equilátero, que vivía en la clandestinidad, reivindicó sus ideas ante miles de ángulos: “Todos los lados deben ser iguales”. Esa era la frase que definía el inicio de una revolución matemática. Los ángulos agudos fueron los que apoyaron a toda costa el ideal equilátero. Sin embargo, ángulos rectos y obtusos se pusieron de parte de los catetos y con la ayuda de elementos procedentes de Trigonometría (tangentes y arcos seno) trataron de impedir el éxito de tan estrambótica revolución. Los ángulos agudos, ayudados por logaritmos neperianos y raíces cuadradas, reclutados en Álgebra, entablaron una feroz lucha con sus enemigos. Muy pronto realizaron su aparición en el enconado combate las funciones exponenciales (viejos rivales de los logaritmos y las raíces) y el coeficiente binomial, cuyos factoriales se batieron duramente. El caos matemático se extendió por todo el Reino.

Las derivadas luchaban a muerte con las integrales definidas; las constantes machacaban con ayuda de los números reales a las variables; las funciones lineales trataban de superar a las curvilíneas; se pelearon la media y la moda; las matrices, con todo su rango, eran invertidas y traspuestas; la unidad imaginaria “i” era perseguida por la función al cuadrado para ser eliminada; el factor común campaba por sus respetos; histogramas, diagramas y cartogramas derribaron altísimas tablas de frecuencias; el sustraendo insultó al minuendo; las incógnitas eran resueltas, sucumbiendo con ellas las ecuaciones; el número “e” fue elevado al infinito y desapareció; los intervalos se cerraron violentamente ante el acecho de los límites cuando n tiende a infinito; los puntos de inflexión se alzaron contra máximos y mínimos; las combinaciones se confundieron con las variaciones y permutaciones; las progresiones aritméticas vencieron a las geométricas; los enteros repelieron con fuerza el ataque de decimales y fracciones; incluso π tuvo más que palabras con el radio al cuadrado; se produjeron divorcios en miles de binomios; los subconjuntos abandonaron los diagramas de Venn y se emanciparon; las muestras agonizaban ante la victoria de los números-índice; la áreas se negaron a seguir sirviendo de resultado a las integrales; parábolas y elipses se vieron enfrentadas por sus respectivas funciones; el máximo común divisor retó al mínimo común múltiplo; la regla de Ruffini descuartizó infinidad de polinomios: las variables aleatorias fueron tipificadas sin piedad…

En definitiva, se vislumbraba un imperio de la desigualad, ayudada por el conjunto vacío y los números negativos.

Pero cuando más candente era la lucha, allende el Cálculo apareció, procedente de la Lógica Matemática, el cuerpo de los números racionales, los cuales se impusieron sobre estructuras y anillos, ordenadas y abscisas. Sus temibles armas, las propiedades reflexiva, simétrica y transitiva, descoyuntaron a los rebeldes, logrando una victoria porcentual del 100%

Liberaron a todas las funciones matemáticas, dando amnistía a las expresiones algebraicas y trigonométricas. Resaltaron el valor de los coeficientes y del término enésimo, pusieron los asteriscos y los paréntesis en su sitio y desterraron las inecuaciones. Rehabilitaron a las incógnitas y variables, con la consiguiente alegría de las ecuaciones de segundo grado. Por último, una vez recobrada la normalidad, nombraron Primer Ministro a la Condición Necesaria y Suficiente y miembros del Gobierno a la Adición, la Sustracción, el Producto y la División.

Y así continúa hasta ahora, todos los elementos felices, para infortunio de los que no estamos entusiasmados por este “Reino.”



[1] Escrito (sin título ni dedicatoria) en 1975.
[2] León Herrero, de quien se rumoreaba había sido novio de Sara Montiel cuando ésta de joven vivió en Valencia, me suspendió Matemáticas en el Curso de Orientación Universitaria, impidiendo que pudiera presentarme a la primera convocatoria del examen de Selectivo necesario para entrar en la Universidad y condenándome a un verano de estudio intensivo de la asignatura, yendo casi diariamente del pueblecito de Petrés a Sagunto en bicicleta para asistir a clases particulares. Tras una inicial reacción de incontenible ira contra este maestro, casi lógica si pensamos que era costumbre en el Colegio aprobar a todos los alumnos que tenían un único suspenso con el fin de darles acceso al Selectivo (y por decisión de ese profesor yo fui el único aquel curso con el que no siguieron esa norma no escrita), finalmente comprendí que Herrero me había hecho un excelente e impagable favor, ya que la nota era tremendamente justa y solo gracias al esfuerzo realizado ese verano adquirí un buen nivel en la materia que fue no útil, sino realmente necesario para el posterior estudio de la Carrera (Ciencias Económicas). Gracias, señor Herrero, donde quiera que usted esté.



miércoles, 8 de mayo de 2013

Sentir que es un soplo la vida





La última alma humana que vagó por aquella sombría estancia fue precisamente la mía. Paul y Fanny habían abandonado dos años antes bajo la excusa de que la humedad disminuye la luminosidad de los espectros. Resistí bien la inconveniencia de la soledad en aquella mansión vacía hasta que cierta noche sobrevino Rose, una enérgica anciana atropellada por un camión que a menudo me confundía con su nieto, al que suplanté por piedad algunas veces. Tres días después de que decidiera marcharse en busca de su esposo comprendí que los muertos estamos mejor en el cementerio y regresé a mi tumba.


martes, 7 de mayo de 2013

Hermano




Hermano, he llegado. No olvides lo que te pedí. Os quiero.” El SMS heló la sangre de Pedro. Pocos minutos antes una locución le había asegurado que el móvil de Mauro estaba apagado o fuera de cobertura, cuando intentó responder a una llamada perdida que ya le sobrecogió, pues acababan de enterrar a su amigo esa misma mañana. Entonces recordó nuevamente sus últimas palabras: “Pedro, hermano, me muero. Sé que todo lo planeaste con María porque estáis enamorados. Tendrás que cuidar de ella y las chicas; confío en ti.


martes, 30 de abril de 2013

Krenz informa




Krenz es mi mejor amigo y vive en un pequeño y lejano país al que llamaremos W, un lugar cuya actualidad, sembrada de insignificancias y miserias, ignoran por sistema todos los noticieros. Krenz no es, ni mucho menos, su verdadero nombre o apellido; tampoco revelaré cómo nos conocimos ni cuál es su profesión, para evitar someterle a cualquier tipo de riesgo o peligro. No obstante les aseguro que lo que narraré a continuación me sucedió hace dos semanas y hasta donde yo sé es rigurosamente cierto.

Tal y como acostumbramos a hacer cada seis meses, nos reunimos en un punto intermedio del mapa para disfrutar en familia un divertido weekend. Nuestras esposas e hijos siempre se han entendido a las mil maravillas y pasan excelentes ratos juntos. Mientras ellos se refrescaban en la piscina del hotel, aprovechamos para compartir unas cervezas en la terraza. Fue entonces cuando Krenz, con semblante preocupado, comenzó a contarme algo que le había ocurrido desde nuestro anterior encuentro, algo muy serio que todavía no conocía nadie pero precisaba relatarme y además, en persona.

Me veo ahora en la necesidad de puntualizar que conozco a Krenz desde hace veinte años. Aunque es un hombre equilibrado y sensato en el que confío plenamente, me he tomado la molestia de confirmar que los hechos que me desveló (al menos los pocos que en estos momentos permiten su comprobación) son verídicos.

Me contó que un día, hace cuatro meses, estando en el despacho telefoneó a casa para hablar con su mujer y se sorprendió al contestar él mismo, con voz deprimida. Tras varios minutos de conversación surrealista entre sus dos yos, concluyeron que el Krenz de la oficina llamaba desde el año 2012 y el Krenz del hogar contestaba en el año 2018. A partir de ese momento, la charla tomó otros derroteros y se fue alargando. El Krenz actual preguntó por el ulterior estado de sus parientes y amigos pero el Krenz futuro no quiso entrar en grandes detalles, si bien le informó que uno de sus hijos, sin precisar cuál, había muerto recientemente a consecuencia de las políticas puestas en práctica por el nuevo gobierno del partido A (W es un país en el que el 80% de los votos se los reparten los partidos A y B). Tras las últimas elecciones, el partido A, liderado por un voceras llamado X, especialista en cambiar falsas promesas por votos, desbancó al B del Gobierno y emprendió una interminable serie de medidas impopulares, antisociales, autoritarias, inhumanas, plutócratas. Una de tantas fue privar a toda la población del derecho a la sanidad pública y gratuita. Su hijo tuvo la desdicha de contraer una terrible enfermedad, cuyo costosísimo tratamiento Krenz, sin recursos después de haber sido despedido por su empresa, no pudo afrontar. Finalmente el chico falleció. El Krenz del futuro instó entonces al Krenz del presente que asesinase a X. Eso tal vez no impediría que el partido A triunfase de todas formas y aprobase después las mismas leyes, sin embargo, habría en el mundo un embustero menos, un tipo cruel y sin escrúpulos que de seguir existiendo sería uno de los responsables, más bien El Responsable, de la muerte de su hijo y a saber de cuántos ciudadanos más. El Krenz del presente se convenció fácilmente de que debía intentarlo, ya se sabe que cuando la vida de un hijo está en juego no te paras a pensar en nada. Comprendió que es más fácil cargarse a un simple politiquillo, como era X en ese momento, que a un candidato o a un Presidente con toda su parafernalia de seguridad y guardaespaldas. Maquinó durante días y hasta el último detalle el atentado, que perpetró eficazmente, sin dejar un solo rastro. X desapareció del mapa, se multiplicó por cero. Es simple pasto para peces en el fondo de un embalse.

Pero más tarde, hace alrededor de un mes, Krenz recibió una llamada de su casa. Era el Krenz del futuro para informarle que, gracias a su audaz acción, ahora seguía gobernando el partido B. Lamentablemente el nuevo gabinete había adoptado medidas similares por no decir peores que las promovidas por el partido A de haber ganado las elecciones. Ahora no solo su hijo estaba muerto, su mujer agonizaba a la espera de una vacuna que Krenz tampoco podía pagar. Tendría que acabar también con Y, el  Presidente entrante.


viernes, 26 de abril de 2013

El secreto del viejo Colt




Brad Lewis es un joven de Kansas City que está pasando por una difícil situación personal. Acaba de divorciarse de una mujer a la que ama, dieron la custodia de su hijita Peggy a la ex, ha cerrado la empresa en la que era Jefe Administrativo y le han diagnosticado una enfermedad degenerativa incurable. Brad está decidido a acabar con su vida. Dispone de un viejo Colt de colección heredado de su padre y un cargador con siete balas, aunque deberían sobrarle seis de ellas. Pero antes ha dado buena cuenta de una opípara cena en Café Provence, el mejor restaurante de la ciudad, luego ha visitado el burdel más lujoso de los alrededores para contratar un ménage a trois con las pupilas más bellas (y caras) y finalmente ha invitado a su amigo Fred a unas cuantas copas de Blanton Reserva Especial en un club de élite.

De vuelta a casa, Brad abre un cajón, saca un estuche y extrae del mismo un Colt M 1911 que comienza a limpiar con un paño de algodón. El arma emite un largo sonido, un siseo similar al de un espray o aerosol y su cañón empieza a expeler un denso e inodoro vapor que en cuestión de segundos invade toda la habitación. Brad, sorprendido, atraviesa la espesa bruma y abre la ventana para que el aire de la madrugada disipe esa extraña niebla. Cuando la habitación recupera la claridad que permite la débil bombilla de la lámpara, tiene delante a un delgado cincuentón que, luciendo un bigotillo al estilo Clark Gable, parece un personaje sacado de una película ambientada en los locos años veinte: traje cruzado oscuro con finas rayas y grandes solapas, chaleco a juego, corbata ancha, sombrero y zapatos bicolor. Espantado, Brad toma temblorosamente el Colt e introduce rápidamente el cargador en su cámara, apuntando al desconocido.

-¿Pero qué haces apuntándome con esa arma, muchacho?

-¿Quién es usted y cómo ha entrado en mi casa? ¿Qué es lo que quiere?

-Bueno, chico, creo que te llamas Brad, perdona si te tuteo, pero soy como de la familia… ¿Nunca te contaron el cuento de Aladino?

-¿Qué puñetas dice usted?  ¿Cómo sabe mi nombre?

-Bueno, veo que no conoces el cuento… ¿Cómo te lo explicaría? Brad, empecemos por el principio: Tu bisabuelo, Harry Lewis adquirió ese Colt en el año 1921. De él pasó a tu abuelo, Graham, luego a tu padre Benedict y ahora lo tienes tú.
-Vale, ahora cuénteme una historia que no conozca. De momento no me ha dicho nada nuevo.

-De acuerdo, empecemos por Aladino: era un chico árabe que encontró una lámpara, la frotó y de ella salió un genio que estaba atrapado en ella y que, en recompensa por su liberación, le concedió tres deseos. Bueno, pues yo soy el genio de tu Colt…

-¿Quiere decir que usted es un ser fantástico que vive dentro de una pistola?

-Brad, soy tan fantástico como tú quieres que sea y sí, he estado viviendo dentro de esa pistola desde su fabricación en 1918. Como hasta ahora nadie la había frotado, permanecía a la espera de que alguien me liberase, y ése has sido tú.

-Pero ¿cómo diablos llegó a la pistola? ¿Quién le introdujo allí?

-Yo también vivía en una vetusta lámpara de aceite, pero la fundieron junto con otros materiales para obtener el metal con el que se fabricó esa pistola. Y allí me quedé.

-Todo eso me parece increíble. ¿Cómo puedo saber que usted no es un farsante que me está tomando el pelo?

-Bien, no debería hacer estas cosas, Brad. Observa esto.

El genio se queda mirando fijamente a una estantería llena de voluminosos libros, extiende sus brazos con las manos abiertas hacia ella y da una rápida palmada. De repente, la estantería se encoge hasta quedar del tamaño del mueble de una casa de muñecas, mostrando en la pared la marca que el tiempo y el polvo han grabado a sus espaldas.

-¡Cielos! ¡Realmente hace usted magia!

-La hago, por supuesto, es lo que tenemos los genios. Y tú eres ahora mi amo, hasta que te conceda el deseo que quieras pedirme.

-Pero, ¿no eran tres deseos?

-Eso te recuerdo que era en el cuento de Aladino. Sólo me está permitido concederte uno, y además con las siguientes condiciones: a) no me pidas que cause mal a nadie, b) no puedo producir emociones en las personas, eso significa que no me pidas que alguien se enamore de ti o de otra persona y c) no estoy autorizado a curar enfermedades. Perdón, se me olvidaba, tampoco puedo alterar el curso de la naturaleza.

-Pues vaya fastidio…

-Hay otra condición, Brad, y es que tienes diez minutos para pensarlo. Te daré una pista: dinero.

-El dinero no resuelve mis principales problemas, genio. Creo que me pondré otra copa más antes de tomar una decisión. ¿Me acompañas?

-Bien, no diré que no a un trago, amigo.

Brad cierra los ojos y piensa y piensa, mientras saborea un whisky de malta. El genio interrumpe sus reflexiones.

-Amigo, te queda un minuto…

-Genio, respecto al impedimento de alterar las condiciones de la naturaleza, ¿qué significa?

-Bueno, no puedo cambiar el curso de los ríos, trasladar montañas, convertir desiertos en selvas, desecar mares, modificar órbitas planetarias, etcétera.

-Pero, ¿podrías convertirme en perro?

-Entiendo que sí. ¿Alguna raza en especial?

-¿Qué tal un westies?

-No problem, Brad.

-OK, estoy decidido. ¿Podría ser un cachorro?

-Bueno, me imagino que sí. ¿Qué edad en concreto?

-¿Tres meses te parece bien?

-De acuerdo, Brad. Cuando quieras.

-Vale, un westies de tres meses. Y deja la puerta abierta, por favor.

-Bien, Brad. ¿Listo?

-Sí, adelante.

El genio se atusa el bigotito y el plateado cabello que cubre sus sienes y hace un rápido movimiento de manos. Brad queda instantáneamente transformado en un simpático perrillo blanco, que empieza a ladrar al mago para recordarle que abra la puerta.

Brad, es decir, el perro en el que ha mutado, cruza la entrada y pone rumbo a la casa de su ex-esposa. Mientras camina hacia allí, recuerda que Peggy siempre quiso tener un westies, a lo que él siempre se opuso contra la opinión de su mujer. Está convencido que lo adoptarán sin rechistar en cuanto les haga dos gracias. Y piensa, además, que la enfermedad que sufre no la pueden contraer los chuchos, por lo que ya no ha de seguir preocupándose por ella. Sin duda Brad Lewis, el Aladino de Kansas City, ha acertado con su decisión. Nunca un intento de suicidio pudo acabar mejor…


domingo, 21 de abril de 2013

Amor cautivo




Fue un amor a primera vista, pero un amor absurdo, imposible. Él sabía que las circunstancias y, por encima de todo, la genética, siempre les separarían. De ahí su apenado semblante, el torpe y lento caminar, la mirada taciturna...

La pasión había nacido en el confín de sus hogares, al borde de la empalizada. El rinoceronte se enamoró perdidamente de la llama cuando ésta le obsequió con un dulce escupitajo.


viernes, 19 de abril de 2013

Un espíritu rebelde




Ha tenido multitud de nombres pero carece de uno concreto. Los milenarios maestros re-encarnadores saben de su incontenible propensión a morir pronto para nacer inmediatamente en el cuerpo de un nuevo prójimo. Aunque esos veteranos artesanos del reciclaje han probado a enviarlo atrás y adelante en el tiempo, el colega no tiene remedio. Es un alma inquieta, un culo de mal asiento, un picaflor, como diría un amigo mío. Desconocen si es que se ha enviciado hasta la adicción con la placentera sensación de la muerte o si lo que desea es establecer un récord inalcanzable, probar constantemente inéditas emociones o no perderse ni un ápice de lo que aconteció, acontece y acontecerá en el mundo material. Siempre crece rápido y muere joven; en sus planes no entra para nada madurar, envejecer y expirar en la cama de un frío hospital. Es un espíritu rebelde que cuando vive lo hace a tope, contrayendo los máximos riesgos, caminando de puntillas y sin red sobre el delgado alambre de la autodestrucción. Un alambre que invariablemente se acaba rompiendo. Y entonces el espíritu, otra vez, renace.


martes, 16 de abril de 2013

Vuelta y vuelta




Hace tres días Teresa, mi novia, me convenció (¡Já!) de que debíamos dar la vuelta al colchón. “Mi amiga Claudia, que está muy enterada (¡Já!) me ha asegurado que es muy conveniente volverlo del revés cada tres o seis meses, pues así se conserva mejor durante más tiempo”, dijo. No pensaba discutir por cuestión tan trivial y le ayudé a hacerlo sin la mínima réplica.

El día siguiente a dicha maniobra amanecí con un inusual buen humor. Había tenido un sueño fantástico que empezaba con mi resurrección; mi cuerpo se levantaba sobre mis pies mágicamente del suelo, se abrían mis ojos, mi sangre volvía a sus venas, desaparecía un tremendo dolor en mi pecho del que salía una limpia bala que se introducía por el cañón del revólver de un tipo que dejaba de apuntarme y guardaba el arma en el bolsillo de su gabardina. A continuación ambos caíamos al suelo para devolvernos unos golpes, nos incorporábamos, dejábamos de zarandearnos y forcejear, concluíamos una discusión por algo que no recuerdo y deponíamos juntos en amigable armonía unos muchos tragos en la barra de un bar, del que acababa saliendo de espaldas perfectamente sobrio, desfumando un pitillo. Aunque insólito y raro hasta decir basta, estoy por afirmar que resultó uno de los mejores sueños de mi vida.

Pero ayer fue terrible, fue horroroso. Desperté sobresaltado, sudado, taquicárdico. Las imágenes y emociones de ese sueño aún no terminan de borrarse de mi mente: comenzaba con una eyaculación y un orgasmo en sentido contrario, algo simplemente inimaginable por imposible pero que según las sensaciones que percibí sería lo más penoso y doloroso que podría existir, una especie de tortura física y psíquica al mismo tiempo. Siguió con mi cuerpo sobre el de Claudia, luego rodé yo debajo de ella, dejamos por este orden de lamernos, manosearnos, acariciarnos y besarnos, recogimos nuestras ropas del suelo al tiempo que nos vestíamos  impetuosamente el uno al otro y abandonamos el dormitorio mientras disminuía la pasión, entrando de espaldas y cogidos por la cintura a una sala donde nos esperaba el cadáver de Teresa en un ataúd.

Por la tarde, aprovechando que Teresa fue a la peluquería, deshice la cama y devolví el maldito colchón a su anterior posición, no sin antes estampar una clara señal en su lado inmundo.

Y anoche, mientras dormía de nuevo como un bendito, volví a hacer el amor –esta vez como Dios manda- con Claudia, la experta en colchones (¡Já!) a quien no conozco personalmente, pero que está como un tren.


martes, 9 de abril de 2013

Nostalgia de los perdedores




Se entrenaban para estar muertos cada día, cada hora, cada minuto, cada segundo de su condenada existencia. Aunque unos fuesen arrancados de las tetas de la madre para aprovechar la ternura de sus carnes, la mayoría eran esmeradamente adiestrados en las artes más prosaicas: comer, beber, copular, dormir…

Nunca conocieron la libertad, ni falta que les hizo. Los expertos aseguraban que constituían una de las especies más inteligentes, lo cual no evitó que poderosas religiones entrasen en juego para prohibir primero su comercio, su crianza después.

 ¡ Y pensar que a mí me gustaban hasta sus andares !


lunes, 8 de abril de 2013

La guadaña y la flor




La vieja de la guadaña se presentó en mi casa y se desprendió de su macabro disfraz. Apareció entonces una muchacha preciosa que me ofreció gentilmente una bella flor negra. Dulce manera de invitarme al sueño eterno.


sábado, 6 de abril de 2013

Muertes justificadas




Son las dos de la mañana en Albuquerque. Un hombre de mediana edad…

-Perdona, me revientan los literatos como tú, que evitan nombrar a sus personajes, que los tratan de “un joven”, “un hombre de mediana edad”, “un anciano”, “el individuo”, “ese tipo”, etc. Tengo nombre y apellido, me llamo Gregory Stewart y mis conocidos me llaman Greg…

Gregory Stewart, un hombre de mediana edad, sale de un tugurio…

-Oye, amigo, ¿te gustaría que te llamasen escritorzuelo? Soy Spencer, el barman del Diamonds Club y esto no es un tugurio, es un reconocido bar de copas. Hacemos los mejores combinados a esta parte del Mississippi, ¿de acuerdo? A propósito, para los que lo lean, estamos en la Avenida Lincoln, recuérdenlo.

Gregory Stewart, un hombre de mediana edad, sale del prestigioso Diamonds Club, en la Avenida Lincoln. No puede disimular que está medio pedo…

-Te estás pasando, colega. Apenas he tomado un whisky con hielo.

-Soy Spencer de nuevo. Lo siento Greg, recuerdo haberte servido, por este orden, un gin tonic, un whisky y un tequila. A propósito, está todo anotado en tu cuenta, recuerda traer pasta el próximo día.

-Bueno, admitamos que bebí un poco, pero no me gusta la expresión medio pedo, cámbiala por otra menos malsonante, por favor.

No puede disimular los efectos del alcohol. Camina apesadumbrado porque esta mañana el cartero…

-Oiga, caballero, ¿en lugar de “cartero” podría indicar “repartidor postal”? Es solo que suena mejor. Gracias.

Camina apesadumbrado porque esta mañana el repartidor postal depositó en su buzón una amenazadora carta de su primera ex-esposa, Sally…

-Soy Sally, ¿me recibe? Yo no he dirigido ninguna carta de amenazas al gilipollas de  Greg, ¿vale?

-Eh, Sally, ¿por qué me llamas gilipollas?

-Yo no te he llamado gilipollas, eso lo ha escrito el tarado este que me acusa de no sé qué amenazas…

…el repartidor postal depositó en su buzón una amenazadora carta de su segunda ex-esposa, Margaret…

-Soy Maggie y ni he escrito ni pienso escribir una puñetera letra a ese gilipollas, repito, gilipollas, lo suscribo.

-Maggie, vete a la mierda…

…el repartidor postal depositó en su buzón una amenazadora carta.

-Oye, céntrate, yo no he recibido ninguna carta de amenazas.

-Vale Greg, stop, para ya, desde la primera línea me estás fastidiando este relato. Voy a leerte la carta y verás cómo luego sí estás apesadumbrado:

“Greg, soy tu creador, el que está intentando hace rato construir una historia contigo de protagonista. Me tenéis hasta las pelotas tú, el barman, el cartero y tus ex-esposas. Vas a palmar en las próximas líneas y comenzaré otro cuento con unos personajes normales, unos personajes que no incordien tanto. Te voy a matar, repito. Y ojalá acabes en el puñetero infierno.”

-Joder, macho, te has pasado cuatro pueblos, por unas sencillas objeciones que hemos hecho…

Greg no puede disimular los efectos de alcohol y tropieza con una boca de agua contra incendios, pierde el equilibrio y cae al asfalto, donde muere en el acto atropellado por un Cadillac del 64.

-Soy Bernard, el conductor de la berlina, quiero que sepan que frené, pero ese borracho se me había tirado encima, no pude hacer nada por evitarlo…

A consecuencia del accidente, el tipo que atropelló a Greg sufrió un súbito ataque al corazón y también pereció.

Descansen en paz y que les den.


viernes, 5 de abril de 2013

El cuadro que mira a un hombre




Nunca le ha interesado el arte, tampoco ahora, pero desde hace tres años Juan acude todos los días al Museo. Su recorrido es invariable: entra, saluda con amabilidad al conserje, sube lentamente al primer piso y accede a la sala 5, donde se sienta, siempre frente al mismo cuadro. Los celadores ya no se sorprenden, todos conocen la historia del anciano visitante; la mujer del óleo, recreada hace más de cuarenta años por un pintor excelente aunque poco conocido, era su esposa. En la tela se la ve sentada en una mecedora, con un libro en su regazo, mirando de soslayo al espectador. Los ojos y el semblante de la joven, enmarcados en un bello rostro latino, evocan una sensación de paz y sosiego que no pasa desapercibida al observador. Cada día, el hombre llega a las doce y permanece quince minutos ante la pintura, despidiéndose con un “Hasta mañana, Isabel”. Una vez alguien le preguntó por qué seguía viniendo. “Maldito idiota”, pensó entonces la mujer del cuadro sin mudar su dulce expresión, “cualquiera entendería que Juan necesita transmitirme que me seguirá  amando hasta el final”.


viernes, 15 de marzo de 2013

¿El sueño eterno?





Hace ya muchos años que experimento el recurrente sueño de estar vivo. Acostumbro a soñar que abro los ojos en mi antigua cama junto a la que en otra vida fue mi mujer y que tras besarla me levanto, desayuno, me adecento, me visto y voy a la oficina. Allí encuentro a los que fueron mis compadres y superiores; entre papeles, teléfonos y ordenadores transcurre una rutinaria y tediosa mañana de trabajo. Cuando acaba la jornada tomo una bicicleta y vuelvo a casa, donde me esperan mi viuda y mis huérfanas para comer. Me acomodo luego en el sofá, donde me vuelvo a morir durante un rato y después vuelvo a soñar: a menudo me conecto a internet a consultar mis mensajes e informarme de qué pasa en el mundo (nunca me fié de la televisión ni de la radio), otras veces paso con el coche a recoger del colegio a mi hija pequeña o juego unas entretenidas partidas de frontón con viejos amigos, en ocasiones voy de compras con mi ex-pareja, visito a mis padres, veo un partido en la tele, salgo de paseo, leo un libro, escribo un cuento… Al caer el día acabamos cenando en familia y visionando todos juntos el capítulo de una serie bajada de alguna amable página pirata. Y siempre, siempre, cerca de la medianoche, cuando no me demora la extraordinaria aunque breve fortuna del amor carnal, me muero otra vez hasta el sueño siguiente.


jueves, 14 de marzo de 2013

Sinergia sanitaria





A finales de la pasada primavera mi padre empezó a sufrir unos fuertes dolores en el hombro derecho. Tras las oportunas pruebas, el traumatólogo le  diagnosticó una lesión cuya gravedad exigía una pronta operación. Pero como tiene pánico a los quirófanos, se comprometió a volver tras el verano, cosa que por supuesto ni de lejos entraba en sus planes.

Unos meses después de que esto le sucediera a mi progenitor, comencé a sentir síntomas muy semejantes en idéntica zona de mi cuerpo. El dolor era a veces terrible, insoportable. Acudí al mismo médico, que requirió la resonancia magnética de rigor. Padezco claustrofobia y me espanto solo de pensar en introducirme y permanecer durante apenas escasos minutos en una angosta estructura tubular, por lo que evité someterme a la prueba.

Más tarde, charlando con mi padre llegamos al acuerdo de que presentase como mío su informe. El cirujano me operó hace dos semanas; después de la intervención, tanto mi padre como yo estamos curados.


Mi querido cadáver




Anoche soñé que era forense y me hacía la autopsia a mí mismo, es decir, que yo era el doctor pero también el cadáver. Guiado por mi intuición decidí, no sé si acertadamente o no, comenzar haciendo una incisión desde el cuello hasta el ombligo, para introducir a continuación la mano por el gran corte. Pero en lugar de órganos internos, encontré unas fotografías. Unas eran mi niñez, otras de mi pubertad y juventud, bastantes de mi madurez y solo algunas de mi vejez; unas de mis abuelos, de mis padres, de mis hermanas y sobrinos, de mis amigos, otras muchas de mi esposa e hijas, varias de mis nietos. Volví a escarbar allí adentro y extraje primero unos dibujos infantiles, luego unos manuscritos de la adolescencia, también unos folios mecanografiados en los que se podían leer alguna poesía y un montón de cuentos sin demasiado sentido, finalmente un puñado de recetas médicas y prospectos de medicamentos. No satisfecho con todo eso, probé de nuevo. Esa vez obtuve unas cuantas grabaciones musicales en diferentes soportes: cintas de casette, vinilos, compact-discs y mp3’s. Sumergí aún más profundamente la mano y logré capturar unas películas, tanto telefilms como largometrajes, series e incluso grabaciones familiares; primero en video, después en CD’s, DVD’s, Blu-Ray’s. Me estaba dando por vencido, ya que a mis nulos conocimientos científicos se sumaba la inaudita falta de cualquier evidencia fisiológica. En ese momento mi querido cadáver abrió los ojos y hablando claramente me dijo: “Eres un maldito estúpido, ¿no entiendes que no importa cómo hayas muerto, que lo importante es cómo hayas vivido? Te estoy ofreciendo pruebas de tu vida y tú te empeñas en seguir buscando pruebas de tu muerte. Eres tonto, chaval”. Reflexioné sobre ese reproche y entendí que era un reproche justo y razonable. Dejé de lado el bisturí, tomé hilo y aguja y suturé la fisura como Dios me dio a entender. Tras recoger todos mis recuerdos y meterlos en una bolsa, me despedí de mi cuerpo y volví a casa para revisar mi vida tranquilamente. Entonces, desperté.

Cuestión de corbatas





El Presidente de aquella potencia extranjera se quitó la chaqueta, desanudó su corbata y se desprendió de ella, mostrándose descamisado, en el transcurso de una relevante cumbre internacional televisada en directo. Acababa de lanzar al mundo el mensaje subliminal de que no es necesario vestir dicha prenda para seguir fingiendo, con éxito, ser una persona seria e íntegra. Que sin corbata, incluso se simula y se embauca mucho mejor. Acto seguido, muchos de sus homólogos en países aliados o satélites imitaron la acción del gran innovador, del indiscutible líder de las nuevas tendencias. Desde entonces se impuso, entre personajes (públicos o privados) corruptos, deshonestos y farsantes, la moda de prescindir de un inútil complemento cuya utilización, entre ellos y hasta poco antes, era incuestionable. Esa estrategia les permitía camuflarse más fácilmente entre la gente honrada.

A raíz de todo eso mi opinión mudó radicalmente; ahora he empezado a respetar más a los encorbatados y me atrevería a decir que según cómo y según cuándo, hasta podría confiar en algunos de ellos.