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lunes, 17 de junio de 2013

El amor, al cabo


Esta mañana, cuando iba a tomar café, me crucé con una pareja de ancianos que iban cogidos de la mano; a los pocos metros alcancé a otra que también caminaba con sus dedos artríticos entrelazados. A sus espaldas fui testigo de cómo esas manos contribuían a crear una energía atómica admirable y odié entonces no disponer de una cámara fotográfica, porque juro que era la expresión más maravillosa y pura del amor que jamás pude imaginar.


domingo, 9 de junio de 2013

En clave de jazz



El flechazo nació en el escenario. La cantante se prendó de aquel tipo del bigotito que, luciendo un clavel blanco en la solapa de su oscuro traje a rayas, bebía y le sonreía desde el mostrador a través del velo que tejía el humo de los cigarros. Por su aspecto cualquiera hubiera opinado que se trataba de un granuja, de un perdonavidas, pero la muñeca del micrófono lo presintió como un magnífico rayo de sol que traspasaba los tristes nubarrones de su existencia para iluminar su alma, como la invitación a proyectar algún futuro sobre los cimientos de varios terremotos. Sin apartar la vista de aquellos fascinantes ojos, atacó el tema Let’s fall in love con tal ímpetu que la entusiasmada concurrencia moderó sus caladas, apartó los labios de las copas y en ciertos instantes incluso contuvo la respiración.

Let's fall in love,
Why shouldn't we fall in love?
Our hearts are made of it, let's take a chance.
Why be afraid of it…

Cuando terminó la canción la joven se acercó pausadamente al hombre. Éste, tras acomodar la flor en su pelo, le susurró unas misteriosas palabras al oído, se puso el sombrero y se largó, desatando así la enésima tormenta en un corazón resquebrajado.




sábado, 8 de junio de 2013

24 horas en la vida de una mujer




DÍA 1

Viernes, 9:35 a.m.
¿Maribel?  Hola, soy Carmen, ¿te acuerdas lo que hablamos ayer tarde? ¿Sí? Pues que he consultado con la almohada y lo he decidido ya: voy a dejar a Ricardo. Sí, que por fin lo dejo. Tienes razón cuando dices que es muy egoísta y que no nos parecemos en nada, que a mí me gusta bailar y él odia hacerlo, que solo le interesa el fútbol y el cine, que pasa del teatro y de las reuniones con nuestros amigos, que es bastante soso y que le aterra el matrimonio. Luego le llamo y quedo con él para tomar una copa y decírselo a la cara, yo no soy de esas que se despiden con un SMS o por teléfono. Tengo una compañera que el novio se enteró porque lo leyó en su muro de Facebook, ¿te lo puedes creer? Qué guarra, ¿no? Yo no soy así, le voy a presentar mis razones a la cara y como es inteligente y comprensivo creo que lo entenderá. El caso es que está como un tren el cabronazo. Pero ya está bien, hasta aquí hemos llegado, me aburre mucho y punto. Oye, te dejo que se acerca mi jefa. Después hablamos, ciao.

Viernes, 2.10 p.m.
Hola Maribel, veo que estás hablando con alguien, te dejo mensaje en el contestador. Pues que he llamado a Ricardo y me ha dicho que esta tarde no puede porque se había comprometido con unos compañeros para jugar al fútbol y tal. ¿Lo ves? Son más importantes sus amigos de la oficina que yo…  Bueno, lo bien cierto es que me ha propuesto invitarme luego a cenar, creo que aceptaré y durante la cena se lo suelto, diplomáticamente pero sin anestesia, se lo suelto. Te llamo luego, guapa. Un besito.

Viernes, 7.40 p.m.
Maribel, es que estoy dudando entre el vestido rosa de la mega-minifalda o el mono verde del súper-escote-de-la-muerte, ¿a ti qué te parece? ¿Qué por qué me caliento la cabeza con trapitos si le voy a dejar? Bueno, chica, perdona, pero mi abuelo decía que no hay que confundir la gimnasia con la magnesia… Además, quiero que se entere de lo que se va a perder por no haber puesto suficiente interés… ¿Entonces el verde? Gracias, Mary, eres un sol. Te debo una. Muák.

Viernes, 10:15 p.m.
Mary, que soy yo, Carmen. ¿Puedes hablar? ¿Sí? Mira, estoy en el baño. El muy lagarto me ha traído al Restaurante donde me invitó la primera noche. ¿Te lo puedes creer? Ese restaurante pequeñito tan romántico, en el que toca un trío de jazz, sí, justo, el mismo. Para mí que se huele algo, hoy ha venido de punta en blanco, hecho un pincel. Conque te diga que los tíos le miran más a él que a mí… Está para comérselo, te lo juro. No sé si voy a ser capaz de enviarle a freír espárragos… Es que encima se debe haber duchado con agua de colonia, se ha puesto gomina y me ha traído una rosa, ¡vaya cabrón! Ya, ya sé que he de decírselo, pero me va a costar un ovario arrancar, además es tan sensible, es capaz de ponerse a llorar a moco tendido. Sí, sí, vale, te llamo luego. Besito.

Viernes, 11:45 p.m.
 Maribel, estoy otra vez en el baño. En la cena no he podido abordar el tema, chica, no he sido capaz, qué quieres… Hoy está de un encantador subido, ha pedido champán francés y me ha sacado a bailar cuando los músicos han empezado a interpretar “You can’t take that away from me”. ¿Nunca te dije que me chifla ese tema? Pues me ha confesado que había rogado al pianista que tocasen esa canción cuando nos sirviesen el espumoso. ¿No es un cielo? Bueno, ahora me ha invitado a tomar un gin-tonic en su apartamento. Sí, sí, te juro que entonces se lo digo, no voy a esperar más. A solas será más fácil… Espero que no se lo tome a mal y le dé un infarto. Bueno, chica, buenas noches, ya hablamos mañana.

DÍA 2

Sábado 10:10 a.m.

¿Maribel? Soy Carmen y ya puedes empezar a llamarme ex-amiga, zorra, más que zorra. Que me he enterado que le has estado tirando los tejos a mi Ricardo con mensajitos provocativos, que los he visto en su móvil. ¿Que lo espío? Y una mierda, bonita. Me los ha enseñado él, y también sus evasivas respuestas y esas fotitos medio porno que le mandabas, chicholina de pacotilla. Vaya amiga que eres, ¡mala pécora! Pues que te enteres que ayer cuando llegamos a su casa nos tomamos unas copas y seguimos bailando al ritmo de las bossa-novas de Astrud Gilberto y luego nos bañamos juntos e hicimos el amor como nunca antes, con una pasión desbocada, imbécil. Y que esta mañana, después de traerme el desayuno a la cama me ha pedido que me case con él, ofreciéndome un anillo que es una pasada, que si lo ves te mueres de la envidia cochina que te entra, boba insulsa. Sí, ahora ponte a llorar como una mema… Pero ¿de qué vas? Querías que riñera con mi novio para intentar cazarlo tú luego, ¿no? Pues te jodes como dijo Herodes, tonta del culo. Sí, sí, sigue llorando, tarada. Mira, cuando cuelgue voy a borrar tu número de la agenda, te aconsejo que hagas lo mismo con el mío. No quiero volverte a ver ni hablar contigo nunca más. Hemos acabado para siempre. Y para terminar, te voy a decir otra cosa: el conjuntito azul celeste que te aconsejé que te compraras te sienta de puñetera pena, tía foca. Muák y hasta nunca.


sábado, 11 de mayo de 2013

Un negro para Ana






Hace unas noches soñé que era invierno y paseaba por la solitaria playa de La Malvarrosa. Tropecé entonces con una botella de cristal verde oscuro que las olas habían arrojado a la orilla. Me fijé que estaba bien lacrada, por lo que procedí a romperla contra una piedra, extrayendo una cápsula hermética de plástico que contenía. En el interior de esa vaina transparente, que destapé sin mayor dificultad, se alojaba un billete de un millón de euros. Sé que en realidad no existe ningún billete de semejante calibre, pero el protagonista de mi sueño (es decir, yo), aunque nunca antes se topó con esa clase de documento, no albergaba ninguna sospecha sobre su validez legal y monetaria. Recuerdo que lo que más reclamó mi atención fue que el papel estuviese tintado de color negro. En ese momento me asaltaron algunas reflexiones.

Lo primero que consideré es que en cuestión de cuartos casi todo el mundo es envidiablemente tolerante, y no lo digo solo por el color de la moneda, también por su procedencia. Hay personas racistas y xenófobas que preferirán sin duda el dinero negro y fácil, no importa de dónde se salga o, mejor dicho, a costa de quién se obtenga. También pensé que casi todas las personas (creyentes, escépticas, incluso ateas) se ponen tácitamente de acuerdo en adorar el dinero como a un dios todopoderoso. Si bien al principio relacioné el origen de los apocalípticos mensajes que proclaman muchas doctrinas con un ente infernal, que no podría ser otro que el maldito parné, luego deduje que era imposible, pues la mayoría de las jerarquías religiosas se muestran más interesadas en acumular riquezas que en repartirlas, contrariamente a las prédicas de todos los libros sagrados, habidos y por haber. Y solo una especie de teoría del caos podría explicar, intuyo que de forma torticera, que el bien y el mal son la misma cosa.

Por último, me di cuenta de que debe haber un incontable número de individuos que matarían por uno de esos billetes. Con independencia del patrimonio, las necesidades o convicciones que tengan, siempre habrá un colosal ejército de prójimos que inmolarían a otros seres humanos a cambio de ese montón de pasta. Fue entonces cuando lo escondí en mi bolsillo y emprendí el regreso a casa.

Una vez allí, extraje de nuevo el pedazo de papel y analizándolo con más rigor, pude apreciar que al dorso, en su borde inferior, llevaba escrita también en tinta negra una nota de caracteres casi microscópicos. Solo mediante la ayuda de una lupa pude descifrar la inscripción:
Ana – Calle Arbergina 15-3”

Desconocía esa dirección, de entrada pensé que el domicilio correspondía a otra ciudad. Pero mi efervescente curiosidad me conminó a seguir investigando, por lo que eché mano de una guía y pude comprobar, no sin sorpresa y aceleración de mi ritmo cardíaco, que la calle existía. Estaba ubicada al norte, en un barrio de mala reputación enclavado en un gran suburbio de la periferia.

Como vivía un sueño, me transporté al instante a ese barrio. Tras preguntar a varios vecinos, la mayoría jóvenes desempleados con semblante poco amigable, jubilados canijos e inmigrantes con y sin papeles asimismo desocupados, localicé pronto la calle. Mientras me dirigía al edificio número 15 pasé por delante de una peluquería, un kiosco y un bar. Sus cristaleras lucían un póster con el retrato de una niña de unos ocho o nueve años. “Ayuda a Ana”, rezaba, “Colabora para salvar su vida. Necesitamos un millón de euros”. Antes de proseguir mi marcha entré en el bar, un chiringuito sucio y cochambroso curiosamente rotulado como “El Palacio del Colesterol”. Pedí un café y pregunté al amable barman colombiano por Ana. Me comentó que era una vecinita que sufría una rara pero terrible enfermedad; su familia necesitaba con urgencia el dinero para llevarla a Alemania, donde en un célebre hospital podrían someterla a un costoso tratamiento, el único en el mundo que se había revelado efectivo. El hombre me informó que el barrio se había volcado con ella, que incluso los más desfavorecidos, personas que vivían en la calle de limosnas, habían cooperado. Pero era muchísimo dinero, muy difícil de reunir y todas las autoridades se habían desentendido del asunto. Pagué, me despedí y reanudé mi marcha.

Cuando llegué al número 15 percibí que en la fachada, a cada lado del portal, que permanecía abierto, estaban pegados los mismos pósters. Me introduje en el patio y vi a la izquierda una mesa rescatada de la basura, sobre la que reposaba una sencilla caja de cartón, con una ranura en su parte superior, donde se leía: “Introduzca aquí su aportación. Gracias”. En eso, un hombre entró y me dijo: “¿Quiere ver a Ana?  Suba, suba, soy Mauricio, su padre”. Me quedé perplejo por la invitación, esa gente no me conocía de nada y sin embargo me invitaba a su casa. Se me antojaba descortés rehusar el ofrecimiento y, además, sentía inquietud por ver a la pequeña, así que seguí los pasos de Mauricio. La puerta número 3, en el primer piso, estaba también abierta de par en par. Parecía que allí todo el mundo era bienvenido. Atravesando el salón, en el que varias mujeres platicaban con la madre, el papá de Ana me condujo a su habitación. La niña, con rostro macilento y el brazo encadenado a un gotero, reposaba en su cama respirando el oxígeno que le proporcionaba una bombona del mismo color que la botella escupida por el mar. A su lado, una amiguita le leía un cuento. “Cariño ¡Mira quién ha venido a verte!”, le anunció Mauricio. Ana me miró y, con la voz rota y mucho esfuerzo, me dijo sonriendo: “¡Rafa, eres tú, te he estado esperando!”. La conmoción que me causó su recibimiento fue tremenda. Solo pude reprimir el llanto mordiéndome la lengua y los labios, conteniendo la respiración, pellizcándome los brazos. Cuando recobré un ápice de serenidad, me acerqué a su cabecera y tras besar su frente, le susurré: “Ana, pronto estarás bien, te lo prometo.


martes, 7 de mayo de 2013

Hermano




Hermano, he llegado. No olvides lo que te pedí. Os quiero.” El SMS heló la sangre de Pedro. Pocos minutos antes una locución le había asegurado que el móvil de Mauro estaba apagado o fuera de cobertura, cuando intentó responder a una llamada perdida que ya le sobrecogió, pues acababan de enterrar a su amigo esa misma mañana. Entonces recordó nuevamente sus últimas palabras: “Pedro, hermano, me muero. Sé que todo lo planeaste con María porque estáis enamorados. Tendrás que cuidar de ella y las chicas; confío en ti.


lunes, 29 de abril de 2013

O sí




Si la infiel mujer, entregada sin pudor aparente al sexo con amantes casuales como consecuencia de una permanente insatisfacción conyugal, hubiera siquiera intuido que era en realidad su marido quien clandestinamente y por distintos medios le procuraba esos lascivos encuentros, tal vez no habría sufrido el peso de la culpa sobre su conciencia y, quizá, no habría acabado suicidándose (o sí).



viernes, 26 de abril de 2013

El secreto del viejo Colt




Brad Lewis es un joven de Kansas City que está pasando por una difícil situación personal. Acaba de divorciarse de una mujer a la que ama, dieron la custodia de su hijita Peggy a la ex, ha cerrado la empresa en la que era Jefe Administrativo y le han diagnosticado una enfermedad degenerativa incurable. Brad está decidido a acabar con su vida. Dispone de un viejo Colt de colección heredado de su padre y un cargador con siete balas, aunque deberían sobrarle seis de ellas. Pero antes ha dado buena cuenta de una opípara cena en Café Provence, el mejor restaurante de la ciudad, luego ha visitado el burdel más lujoso de los alrededores para contratar un ménage a trois con las pupilas más bellas (y caras) y finalmente ha invitado a su amigo Fred a unas cuantas copas de Blanton Reserva Especial en un club de élite.

De vuelta a casa, Brad abre un cajón, saca un estuche y extrae del mismo un Colt M 1911 que comienza a limpiar con un paño de algodón. El arma emite un largo sonido, un siseo similar al de un espray o aerosol y su cañón empieza a expeler un denso e inodoro vapor que en cuestión de segundos invade toda la habitación. Brad, sorprendido, atraviesa la espesa bruma y abre la ventana para que el aire de la madrugada disipe esa extraña niebla. Cuando la habitación recupera la claridad que permite la débil bombilla de la lámpara, tiene delante a un delgado cincuentón que, luciendo un bigotillo al estilo Clark Gable, parece un personaje sacado de una película ambientada en los locos años veinte: traje cruzado oscuro con finas rayas y grandes solapas, chaleco a juego, corbata ancha, sombrero y zapatos bicolor. Espantado, Brad toma temblorosamente el Colt e introduce rápidamente el cargador en su cámara, apuntando al desconocido.

-¿Pero qué haces apuntándome con esa arma, muchacho?

-¿Quién es usted y cómo ha entrado en mi casa? ¿Qué es lo que quiere?

-Bueno, chico, creo que te llamas Brad, perdona si te tuteo, pero soy como de la familia… ¿Nunca te contaron el cuento de Aladino?

-¿Qué puñetas dice usted?  ¿Cómo sabe mi nombre?

-Bueno, veo que no conoces el cuento… ¿Cómo te lo explicaría? Brad, empecemos por el principio: Tu bisabuelo, Harry Lewis adquirió ese Colt en el año 1921. De él pasó a tu abuelo, Graham, luego a tu padre Benedict y ahora lo tienes tú.
-Vale, ahora cuénteme una historia que no conozca. De momento no me ha dicho nada nuevo.

-De acuerdo, empecemos por Aladino: era un chico árabe que encontró una lámpara, la frotó y de ella salió un genio que estaba atrapado en ella y que, en recompensa por su liberación, le concedió tres deseos. Bueno, pues yo soy el genio de tu Colt…

-¿Quiere decir que usted es un ser fantástico que vive dentro de una pistola?

-Brad, soy tan fantástico como tú quieres que sea y sí, he estado viviendo dentro de esa pistola desde su fabricación en 1918. Como hasta ahora nadie la había frotado, permanecía a la espera de que alguien me liberase, y ése has sido tú.

-Pero ¿cómo diablos llegó a la pistola? ¿Quién le introdujo allí?

-Yo también vivía en una vetusta lámpara de aceite, pero la fundieron junto con otros materiales para obtener el metal con el que se fabricó esa pistola. Y allí me quedé.

-Todo eso me parece increíble. ¿Cómo puedo saber que usted no es un farsante que me está tomando el pelo?

-Bien, no debería hacer estas cosas, Brad. Observa esto.

El genio se queda mirando fijamente a una estantería llena de voluminosos libros, extiende sus brazos con las manos abiertas hacia ella y da una rápida palmada. De repente, la estantería se encoge hasta quedar del tamaño del mueble de una casa de muñecas, mostrando en la pared la marca que el tiempo y el polvo han grabado a sus espaldas.

-¡Cielos! ¡Realmente hace usted magia!

-La hago, por supuesto, es lo que tenemos los genios. Y tú eres ahora mi amo, hasta que te conceda el deseo que quieras pedirme.

-Pero, ¿no eran tres deseos?

-Eso te recuerdo que era en el cuento de Aladino. Sólo me está permitido concederte uno, y además con las siguientes condiciones: a) no me pidas que cause mal a nadie, b) no puedo producir emociones en las personas, eso significa que no me pidas que alguien se enamore de ti o de otra persona y c) no estoy autorizado a curar enfermedades. Perdón, se me olvidaba, tampoco puedo alterar el curso de la naturaleza.

-Pues vaya fastidio…

-Hay otra condición, Brad, y es que tienes diez minutos para pensarlo. Te daré una pista: dinero.

-El dinero no resuelve mis principales problemas, genio. Creo que me pondré otra copa más antes de tomar una decisión. ¿Me acompañas?

-Bien, no diré que no a un trago, amigo.

Brad cierra los ojos y piensa y piensa, mientras saborea un whisky de malta. El genio interrumpe sus reflexiones.

-Amigo, te queda un minuto…

-Genio, respecto al impedimento de alterar las condiciones de la naturaleza, ¿qué significa?

-Bueno, no puedo cambiar el curso de los ríos, trasladar montañas, convertir desiertos en selvas, desecar mares, modificar órbitas planetarias, etcétera.

-Pero, ¿podrías convertirme en perro?

-Entiendo que sí. ¿Alguna raza en especial?

-¿Qué tal un westies?

-No problem, Brad.

-OK, estoy decidido. ¿Podría ser un cachorro?

-Bueno, me imagino que sí. ¿Qué edad en concreto?

-¿Tres meses te parece bien?

-De acuerdo, Brad. Cuando quieras.

-Vale, un westies de tres meses. Y deja la puerta abierta, por favor.

-Bien, Brad. ¿Listo?

-Sí, adelante.

El genio se atusa el bigotito y el plateado cabello que cubre sus sienes y hace un rápido movimiento de manos. Brad queda instantáneamente transformado en un simpático perrillo blanco, que empieza a ladrar al mago para recordarle que abra la puerta.

Brad, es decir, el perro en el que ha mutado, cruza la entrada y pone rumbo a la casa de su ex-esposa. Mientras camina hacia allí, recuerda que Peggy siempre quiso tener un westies, a lo que él siempre se opuso contra la opinión de su mujer. Está convencido que lo adoptarán sin rechistar en cuanto les haga dos gracias. Y piensa, además, que la enfermedad que sufre no la pueden contraer los chuchos, por lo que ya no ha de seguir preocupándose por ella. Sin duda Brad Lewis, el Aladino de Kansas City, ha acertado con su decisión. Nunca un intento de suicidio pudo acabar mejor…


jueves, 25 de abril de 2013

En París, bajo la lluvia





Es 1958 y nunca hasta hoy visité París. Nunca hasta hoy tuve necesidad ni intención de ello, pero he de confesar que ahora me arrepiento de no haberlo hecho antes. La estampa que tengo ante mí, de un tipo bajo la lluvia protegiendo con su paraguas un violonchelo, compensa las calamidades de este viaje. Es una escena melancólica y entrañable, en la que un hombre de mediana edad con una gabardina y una gorra prefiere quedar empapado a que su instrumento sufra algún percance. Cualquiera podría intuir que es lo más parecido a una metáfora viviente.

Decía que ha sido un recorrido calamitoso, aunque no por su duración y las adversidades encontradas en el camino, que también las hubo y no relataré. Ha sido triste porque he viajado con un cadáver, concretamente con las cenizas de mi mejor amigo. Fernando me arrancó el compromiso de que cuando muriese, porque él era consciente de tener los días contados, yo personalmente derramaría sus restos en el Sena. Además, no debía hacerlo solo. Antes tenía que contactar con Gabrielle, su antigua novia, la única mujer a la que amó, para que me acompañase en el ritual de esparcir esos residuos bajo el Puente de los Inválidos, desde el lugar exacto donde se dieron el primer beso.

Esta mañana he conocido a Gabrielle, además de unos fascinantes ojos tiene una sonrisa maravillosa. Pensé que se negaría a complacer los deseos de un muerto, pero me equivoqué. Los franceses están hechos de otra pasta, eso es indudable. Después de la lúgubre ceremonia, a la que también ha asistido un aguacero que no estaba invitado, hemos tomado un café y nos hemos despedido con un beso. Luego he empezado a pasear y me he emocionado con la imagen del violonchelista. Ahora comprendo la metáfora: el chelo, o es un sueño, o es una mujer.

Vuelvo a pensar en los ojos y la sonrisa de Gabrielle; siento, estoy convencido, que me he enamorado de ella.


domingo, 21 de abril de 2013

Amor cautivo




Fue un amor a primera vista, pero un amor absurdo, imposible. Él sabía que las circunstancias y, por encima de todo, la genética, siempre les separarían. De ahí su apenado semblante, el torpe y lento caminar, la mirada taciturna...

La pasión había nacido en el confín de sus hogares, al borde de la empalizada. El rinoceronte se enamoró perdidamente de la llama cuando ésta le obsequió con un dulce escupitajo.


viernes, 12 de abril de 2013

Querida Eva




Como cada día a esas horas, la linda anciana extrae del bolsillo el amarillento papel. Después de desplegarlo se lo tiende a Rubén, que lo toma entre sus viejas y torpes manos y se queda mirando medio pasmado.

-  Lee, mi amor —propone Eva con dulzura.

Rubén se coloca temblorosamente las gafas que cuelgan de su arrugado cuello y comienza a balbucear, sin medida ni entonación alguna, el texto allí caligrafiado:

Perdona querida Eva,
Si alguna vez olvido decirte
Que eres el sol de mis días,
La luna de mis noches,
La única estrella en mi firmamento.

Perdona querida Eva,
Si alguna vez olvido decirte
Que por ti brillan mis ojos,
Que por ti vivo y respiro,
Que estás en todos mis sueños.

Perdona querida Eva
Si alguna vez olvido tu nombre,
Si no te conozco,
Si niego mi vida entera,
Si a nuestros hijos no recuerdo.

Perdona querida Eva
Estos cursis y tristes versos
Que me gustaría leer a tu lado
Cada mañana mientras pueda,
Cada tarde mientras me muero.

Y perdona finalmente querida Eva
Que no sepa agradecerte
Tus infinitos desvelos
Tu santísima paciencia,
Tus cariñosos y sinceros besos.

Rubén se quita las gafas, esboza una sonrisa hueca y deposita sobre la mesa camilla el manuscrito que él mismo escribió aquel día que le diagnosticaron la terrible enfermedad. Eva se levanta, le besa, le acaricia las mejillas con sus cálidas manos y dice como siempre, con entregada ternura:

- Hoy lo has hecho muy bien, cariño. Te quiero.


martes, 9 de abril de 2013

Manuel, que fotografía nubes




Vive un viejo en mi pueblo que se llama Manuel y fotografía nubes. Hace años sus hijos le regalaron una cámara y cada mañana, cada tarde, lo ves pasear por caminos y sendas recogiendo el testimonio de esas lindas masas de sutil algodón. Hay quienes sostienen que en ocasiones también le han oído gritar al firmamento.

Para Manuel un cielo raso o completamente encapotado representa una maldición. Asimismo le disgusta el viento, que aleja tan deprisa a sus vaporosos modelos. En casa tiene paredes repletas de sus imágenes preferidas, que son decenas. Cuando le preguntan el por qué de su afición, responde que cada nube lleva dentro el alma de alguien. Entonces, señalando algunas de las fotos enmarcadas, comenta: “Mira, en este sencillo cúmulo reconozco a mi madre, en la parte izquierda de aquel estrato se ve el perfil de mi tío Agustín, en ese nimbo viaja mi mujer, que me está diciendo adiós, estos preciosos cirros transportan a mis abuelos…”

La gente del pueblo murmura que sufre demencia senil, aunque yo estoy convencido de que es precisamente el envejecimiento lo que le ha dotado de una sensibilidad especial, de un enigmático pero valioso don. Manuel me ha prestado un libro y me ha prometido que cuando sepa distinguir las diversas clases de nubes me explicará cómo reconocer en ellas a mis familiares y amigos. Estoy deseándolo, para encontrar a Marta y gritarle lo que jamás me atreví a confesarle en vida, gritarle con todas mis fuerzas que la amo.


viernes, 5 de abril de 2013

El cuadro que mira a un hombre




Nunca le ha interesado el arte, tampoco ahora, pero desde hace tres años Juan acude todos los días al Museo. Su recorrido es invariable: entra, saluda con amabilidad al conserje, sube lentamente al primer piso y accede a la sala 5, donde se sienta, siempre frente al mismo cuadro. Los celadores ya no se sorprenden, todos conocen la historia del anciano visitante; la mujer del óleo, recreada hace más de cuarenta años por un pintor excelente aunque poco conocido, era su esposa. En la tela se la ve sentada en una mecedora, con un libro en su regazo, mirando de soslayo al espectador. Los ojos y el semblante de la joven, enmarcados en un bello rostro latino, evocan una sensación de paz y sosiego que no pasa desapercibida al observador. Cada día, el hombre llega a las doce y permanece quince minutos ante la pintura, despidiéndose con un “Hasta mañana, Isabel”. Una vez alguien le preguntó por qué seguía viniendo. “Maldito idiota”, pensó entonces la mujer del cuadro sin mudar su dulce expresión, “cualquiera entendería que Juan necesita transmitirme que me seguirá  amando hasta el final”.


miércoles, 27 de marzo de 2013

Todo puede cambiar en unos segundos




Dos señales proporcionaron a Antonio el convencimiento de que nada sería igual a partir de entonces. Antes, la sonrisa. Luego, aquel beso.

           Primero fue su sonrisa. Tal vez apenas un retazo de la misma, pero en cualquier caso un retazo inequívoco, concluyente. Antonio reconoció en ese gesto mucho más que una mueca amable. Descubrió que se trataba de la materialización plástica de un sentimiento de victoria o, peor aún, de superioridad, de seguridad de sentirse clara dominante no solo de esa situación, sino de otras semejantes que pudieran acontecer en el futuro y conllevasen cualquier tipo de forcejeo moral, de apuesta psicológica con su pareja.

          Inmediatamente sobrevino el beso. Un cálido contacto, breve pero sensual, que Antonio no acertó a interpretar. ¿Acaso era el sencillo trofeo que ella había decidido adjudicarse por un triunfo fácil y programado? ¿O quizás representaba el único premio de consolación que merecía un perdedor de su calibre?

            En poco menos de lo que lleva repetir un pestañeo, el hechizo saltó por los aires roto en mil pedazos.


sábado, 23 de marzo de 2013

Sábado en el parque




El anciano obsequió al joven con un ‘Buenas tardes’ sentándose a su lado en el soleado banco, no sin antes colocar un folleto de propaganda entre la madera y sus glúteos, a modo de aislante. Al adolescente le impresionó el venerable aspecto de aquel hombre, cuya edad calculó sobrepasaría los setenta y cinco años; el hecho de que luciera un impecable traje con corbata oscura y se ayudara de un bastón, atrajo también su interés.


En un momento dado, mientras varios mocosos jugaban  correteando por las proximidades, el viejo esbozó un puchero y unas lágrimas comenzaron a recorrer sus mejillas. Preocupado por ello, su compañero de asiento le preguntó si se encontraba bien, si necesitaba ayuda. Tras secarse la cara con un pañuelo, en el que se distinguía la letra ‘P’ bordada en una de sus esquinas, el hombre comentó que no ocurría nada. Su tristeza, explicó, se debía a que desde hacía más de veinticinco años no dejaba de pensar ni un solo día en su única hija, que debido a un accidente de tráfico falleció junto al niño que esperaba, percance que poco después pasó también la factura de la vida a su propia mujer.


El joven, conmovido por la historia, sintió en ese instante que una poderosa y misteriosa energía les atraía irreversiblemente, por lo que de súbito le propuso un trato. ‘Usted perdió a sus seres más queridos y todos mis abuelos murieron antes de que yo fuera capaz de conocerlos; déjeme ser el nieto que nunca tuvo. Le aseguro que, excepto un poco de cariño, jamás le pediré nada a cambio’. El anciano sonrió con excepcional dulzura, le pasó la mano por su cabeza y dijo: ‘Bienvenido a la familia, muchacho’.



La telaraña




Paul fuma tendido en la cama, mirando fijamente la telaraña que cuelga de la lámpara de techo de su habitación. Sostiene una nota en su mano, la que le entregó el sudoroso conserje del sórdido hotel de la miserable ciudad donde se encuentra. Esa nota contiene la única respuesta que no esperaba: “Paul, déjame en paz, olvídame, no quiero volver a verte nunca más”.

Paul sigue mirando la telaraña y empieza a envidiar al insecto que la habita. Si él hubiese dispuesto de una red tan perfecta como ésa, Sandra nunca podría haber escapado y él no habría iniciado aquel inútil éxodo tras ella. Luego comprende que cada ser humano es libre de elegir y que, por mucho que la ame, Sandra no le aceptará jamás. Es hora de barajar de nuevo los naipes de la vida, tal vez en la siguiente mano haya más suerte.


miércoles, 13 de marzo de 2013

I'm your man




Callada, descuidadamente ataviada y con el cadencioso ritmo de una vieja balada de Leonard Cohen, la mujer madura deambula por el barrio de bar en bar. Dicen que bebe para olvidar a su marido, el cual la abandonó por oscuras razones. Cuando la observo, sus afligidos ojos me revelan que el cabrón era un insolvente sentimental, que la dejó porque no toleraba que ella le amase tanto. Hay individuos que aborrecen las deudas intangibles, que son por cierto las deudas más cardinales y ese sujeto, al que no conozco pero me gustaría partir la cara, debía sufrir un déficit irreparable.

Cada vez que me cruzo con esa mujer, y sostengo lo de cada vez, me asaltan unos instintivos deseos de abrazarla entrañablemente e intentar transmitirle que hay cariño más allá de las rupturas, que existe vida después del desamor y que algún día, porque lo necesita y porque se lo merece, encontrará un compañero que le dirá, como hace cantando Leonard Cohen, “I’m your man”.


lunes, 11 de marzo de 2013

Domingo por la mañana




Una paloma descansa apaciblemente sobre el retrovisor de una reluciente Vespa. Mientras, a veinte metros, en la terraza del bar regentado por unos chinos, dos adictos a la nicotina enfundados en trenkas siberianas toman café y charlan del catastrófico partido de ayer. En la acera opuesta, el farmacéutico de guardia observa a través de los cristales a varias adolescentes que, ajenas a este frío de diciembre, lucen unos mini-shorts explosivos; vuelven sin duda de una fiesta recién acabada, en la que no se ha escatimado el alcohol y quizás otro tipo de sustancias. Más allá, el párroco del barrio abre las puertas de la iglesia, en cuya esquina alguien relajó sus tripas. Otro hombre entrado en años adecenta con esmero un utilitario enfangado por las últimas lluvias. El kiosquero atiende al inquieto coleccionista de bobadas, que por nada del mundo se perdería la sacrosanta entrega semanal. Un vecino pasea resignado a su insulsa mascota, con la que sostiene un monólogo  completamente absurdo. La madrugadora espía de la finca de enfrente ya hace rato que descorrió los visillos y por misteriosas razones escudriña a conciencia, sin descanso, el paisaje y sus figuras. Atestado de reyes latinos pasa un veloz coche negro con las ventanillas bajadas, expeliendo quién sabe si una música infernal a un volumen insoportable o una música insoportable a un volumen infernal.

Yo sigo aquí sentado, pegado a la pared de tu portal, aguardando que bajes para darte una sorpresa. Tal vez he llegado demasiado pronto, pero no me importa esperar; hoy te he traído flores.


domingo, 10 de marzo de 2013

La sonrisa carmesí




El rostro del cadáver aún conservaba la sonrisa carmesí pintada alrededor de su boca. El payaso pagó caro el error de galantear a la bella contorsionista, amante del lanzador de cuchillos.


El sueño de Helen More



Cuando despertó, el revólver todavía estaba allí.
Helen había vuelto a soñar que Lee le traicionaba sin cesar con otras mujeres, que nació infiel, vivía infiel y merecía morir siendo infiel y no de otra forma.
Introdujo el arma en su bolso, se puso el abrigo y salió a la fría noche de New York. El taxi no tardó en llegar al Slug’s, donde el portero, al reconocerla, le franqueó el paso. Lee, entre pase y pase, estaba en la barra fumando y apurando una copa, mientras comentaba amenamente a unos admiradores la historia del tema “Lover Man” con el que había concluido su anterior actuación. Helen se acercó, sin mediar palabra apartó a los demás tertulianos y descerrajó un certero tiro sobre su hombre. Cuando Lee cayó al suelo Helen soltó el arma, se arrodilló ante él y con lágrimas en sus ojos le susurró: “Esto ha sido por nuestro bien, Lee. Te lo juro, lo he hecho porque te amo”.

LEE MORGAN (10.07.1938 – 19.02.1972) - In Memoriam

Edward Lee Morgan fue uno de los más talentosos trompetistas de la historia del jazz. Nacido en Filadelfia el 10 de julio de 1938, fue asesinado por su  pareja de hecho Helen More el día 19 de febrero de 1972. Solo tenía treinta y tres años de edad. Helen, trece años mayor, le disparó mortalmente en el interior del Slugs’ Saloon (situado en el East Village de Manhattan), donde estaba actuando, por una cuestión de celos. Lee murió desangrado mientras esperaba la llegada de un servicio de ambulancia reacio a entrar en aquel peligroso barrio.
Helen fue ingresada en un sanatorio mental y murió de un ataque cardíaco en 1996.